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Días de 2021 (8)

Una nueva página del diario de Avelino Fierro, que acá cuenta sus problemas con la inteligencia artificial.

/ por Avelino Fierro /

KUERRE

Llegaron noticias. Noticias aisladas, comentarios de algún compañero. La normativa para asistir a cursos de trabajo o de formación era otra. Y las gestiones no se harían ya por teléfono: todo lo solucionaría la inteligencia digital.

Yo había vuelto de vacaciones una semana antes de tener que acudir a unas jornadas profesionales sobre mi especialidad. Habíamos estado en Ibiza —estuvimos de hippies hace cuarenta y seis años, y ahora volvíamos de abuelos—.  Iba allí a trabajar, a tomar notas sobre la estancia de un filósofo alemán en la isla. Pero tuvimos sobrado tiempo para recorrer sus tierras de intenso color rojizo, descubrir todas esas calas que en los folletos parecen cribadas con el Photoshop —con el agua azul turquesa y el barquito fondeado, esas que sólo conocen los lugareños—, contemplar la luz crepuscular mientras sonaba el chillout en el Café del Mar…

Qué pereza me daba abandonar de nuevo la rutina del día a día, del barrio, de los paseos nocturnos que había recuperado en la ciudad. Hasta de las mañanas en la oficina. Pero tenía que asistir a ese curso, volver a viajar.

Abrí los correos con sus archivos adjuntos que remitían desde Madrid. Tenía que solicitar al ministerio la aprobación del viaje en un impreso con mis datos, fechas (Jornadas de Especialistas de Menores, días 13 y 14 de octubre), el medio de locomoción y algún apartado más. Me lo devolvieron porque había anotado el trayecto León-Madrid, cuando lo correcto era León-Madrid, Madrid-León. «Vaya, vaya —me dije— menudo tiquismiquis está hecho el señorito androide».

La segunda, en la frente: firmaba yo la solicitud cuando debía hacerlo mi superior jerárquico.

La tercera, no sé si en el pecho o en el corazón. Yo había tratado de gestionar los billetes de tren y el hotel a través de otra aplicación informática. Esto era también una novedad. Hasta no hace mucho, en el Centro de Estudios Jurídicos cuatro chicas se ocupaban de esto. Yo buscaba un momento para ir a saludarlas, ya sabía sus nombres, les agradecía los servicios prestados y les pedía disculpas porque siempre era de los últimos cursillistas en llamar para los trámites. En esta nueva gestión a través del alma de plástico del ordenador puse todo el cuidado: a uno de mis compañeros, que quería asistir en noviembre a unas jornadas de siniestralidad laboral (Luis es muy ordenado y dos meses antes ya había enviado la solicitud) le habían devuelto la petición porque no había marcado con una cruz una de las múltiples casillas, aquella que rezaba que el curso se enmarcaba en la denominación genérica «Fiscales en otoño». Metapoesía emanada de los microchips.

Me sumergí en las entrañas de la máquina. Con mi DNI y una contraseña. Contraseña que apunté en un papelito, al lado de otra docena de ellas necesarias para el trabajo diario. Solicitaba viajar el día 12 por la tarde y no el 13, para no viajar en la misma mañana del curso. Quería llegar con tranquilidad. Se reunió el Gran Consejo de los Ciborgs y desestimaron mi petición, porque en el impreso de la aprobación del viaje que tanto había costado tramitar figuraba que el desplazamiento era para los días 13 y 14.

Tuve que volver atrás. Hice otro intento. Esta vez firmé yo el impreso porque estaba de jefe en funciones, y añadí el día 12; lo escaneé y envié. A la vez remití un mensaje, interesando la pronta tramitación: el tiempo se me echaba encima. Contestaron rápido. Me instaban a que entrase de nuevo en la aplicación con el número de referencia que me habían asignado. Allí me invitaban a «aceptar el presupuesto», una indicación genérica de ida y vuelta sin datos concretos. No entendía nada. Horas después, por correo electrónico, llegó la documentación de los billetes y alojamiento. Pero todo venía a nombre de una mujer y el viaje de ida y vuelta era Córdoba-Madrid.

Escribí a mi comunicante sintético antropomorfo, androide o ginoide. Más o menos le decía ser yo quien era, quien quería seguir siendo, y puntualicé que era hombre, varón, con aire judeocristiano y pelo escaso y todavía negro, heterosexual por el momento. Escueto. Para que me entendiera la máquina. Nada de medidas, vicios, aficiones, trienios ni publicaciones. También aproveché para renunciar al hotel asignado, no siendo que pensasen que habiéndome autorizado a viajar un día antes, quería aprovecharme de una noche gratuita. Ya me buscaría yo la vida; llamaría a unos amigos que tienen piso en Chamberí. Además, quedaba muy lejos del lugar de celebración del curso.

A última hora de la mañana del viernes me llamaron por teléfono. Era Laly, de una agencia de viajes. Casi rompo a llorar. «Cuánto me alegro de escuchar la voz de una persona humana». Me dijo que lo entendía perfectamente. Y me pedía disculpas porque un fallo de la informática me hubiera trastocado el sexo y el itinerario. Pasamos luego a lo concreto: No había billetes de tren, ni uno. Tras el puente del Pilar y con los trayectos que la Compañía había rebañado desde esta aldea prerromana de la España olvidada a la capital, estaban agotados. Laly me indicó que podíamos esperar a la primera hora de la mañana del lunes; había oído que se añadirían muchas plazas más, unas cuarenta mil para todo el Estado.

El lunes supe que no, ni una sola plaza. Sí para otras regiones menos deprimidas, para el corredor mediterráneo y lugares de esos llenos de avariciosillos, que siguen protestando a pesar de sus privilegios. Laly me dijo que había encontrado algo en coche de línea para la media tarde del martes, de horario desmesurado, porque paraba en todos los pueblos. Le dije que no iría, que le preguntaría a mi hijo cómo funcionaba el BlaBlaCar. Pero, pasada una hora y ante la atracción de lo incierto y el presagio de aventura, llamé de nuevo. «Envíeme ese billete».

El viaje me resultó más o menos eterno. Apostaría a que ni siquiera el tránsito al más allá será tan lento. El billete barato influía en que la media de edad fuera baja, juvenil. El pasaje era despiolado, deschavetado, bochinchero. El conductor advertía a cada momento que el uso de la mascarilla era obligatorio y amenazaba, por motivos diversos, con lanzar a alguno de los viajeros por la ventana. Siempre escribo algunas páginas en los viajes; aquí no podía hacerlo. El bus tenía que ser una subcontrata de la contrata segunda de la de la primera adjudicataria. La bandeja que hacía de mesa era muy chica y me quedaba alta, casi a la altura de la barbilla. Cuando oscureció, la bombillita del techo no funcionaba. Y aquello botaba demasiado. Charlé con mi vecino de asiento. Vi que antes de partir había entregado una guitarra al conductor y este la había colocado en un lateral exterior del coche, una especie de fresquera. Puede que allí, cuando nuestro autobús remendado era joven y hacía sus primeros trayectos, se transportara la volatería, los ultramarinos, los huevos… El joven tenía tatuado en su brazo derecho un plato giradiscos. Le hablé de John McLaguhlin, Al Di Meola y otros guitarristas. No los conocía. No insistí mucho, vi que quería ponerse los cascos y conectarse a su móvil. Casi todos hacían ya lo mismo. Saqué un libro. Intenté leer el de recuerdos de Berlín de Walter Benjamin. Pero aquel traqueteo…

Con todo esto que me había pasado y estaba pasando, pensé en cómo cada vez más nos tiene el software agarrado por los güevos, cómo nos distancia de la realidad. Como dice M. Oakeshott, la inteligencia informática, práctica y productiva, carece de curiosidad, imaginación y sentido real del mundo. Ya no sabemos bien qué suelo pisamos. Recordé lo que cuenta Nicholas Carr de los cazadores inuit. Esa gente ejercitaba sus habilidades de navegación, lo que influye en el funcionamiento (e incluso el tamaño) del hipocampo y puede ofrecer protección contra el deterioro de la memoria. Un cazador joven soportaba un aprendizaje largo. Empezaron a comprar receptores GPS para sus motos y comenzaron los accidentes, al atravesar zonas con hielo peligrosamente delgado. «Con el dios GPS susurrándonos al oído, o encendiendo sus señales para nuestras retinas, raramente (o nunca) tendremos que ejercitar nuestras facultades de mapeo mental», apostilla Carr.

Estoy escuchando la primera ponencia. Me alegra mucho ver a los compañeros después de tanto tiempo de alejamiento por la crisis sanitaria. El año pasado esta reunión se celebraba por videoconferencia, asomándonos desde las celdas cual enjambre digital. Aquí están abiertas las ventanas, la megafonía —posiblemente sin vacunar y afectada por el virus— no funciona. Estamos embozados, enmascarados.

Hablan ahora de que algunos han trabajado recibiendo declaraciones de jóvenes de forma no presencial, con el ordenador de por medio. Vicente, el compañero destinado en Jerez, está a mi lado. «Sí, alguien me dijo que una vez el chaval seguía en la cama, entre las sábanas, medio dormido, que acababa de conectarse con esos pelos».

Yo no estoy de acuerdo con lo de no tener a los guajes cerca, sin ver lo que hacen con sus manos ni poder mirarles a los ojos, a ellos y a sus padres. No me parece un logro, ni mucho menos. Dice Byung-Chul Han en una entrevista reciente: «También los rituales, como arquitecturas temporales, dan estabilidad a la vida. La pandemia ha destruido esas estructuras temporales. Piense en el teletrabajo. Cuando el tiempo pierde su estructura nos empieza a afectar la depresión».

El difícil luchar contra las adicciones y el papanatismo digital. También dice el filósofo surcoreano que ya no percibimos los latidos materiales de la realidad, y que el smartphone funciona como un oso de peluche digital…

Cada vez siento más en el cogote el susurro de ese control inmaterial. A mediados de verano, Edu nos llamó para ir a un concierto de música pop en una zona de las afueras de nuestra ciudad, en las instalaciones del campo hípico. Había que leer, para entrar, un código QR con el móvil. Mar no lo llevaba; a Edu no le daba la gana, decía: «¿Qué pasa, os queréis cargar a los boomers, no somos de Dios? He asistido a más conciertos que todos vosotros juntos, pero todavía me queda mucha música por envasar». Y yo —que tengo móvil ya— tenía noséquéaplicaciónsinbajar. Para poder entrar tuvimos que rellenar unos impresos con los datos que nos solicitaron. Dentro, todo marchaba bien: Mario, Juancho y los demás guitarreaban recreando con solvencia versiones de los ochenta. Nos ensuciamos el trasero con pintura blanca de los palés que servían de asiento; aquello está cerca del río, la humedad había retrasado el secado. Nos entraron ganas de beber; a esta edad, ya no es habitual llevar las drogas al concierto. Edu se hizo cargo de la primera ronda. Volvió cabreado: había que pagar con el puto código; tuvo que esperar a que un conocido le intercambiara tecnología última por tela marinera, dinero de los de faltriquera. Lo mismo le sucedió a Mar, que también trajo algo de comer para empapar. Yo no lo podía creer, era el tercero. En uno de los puestos, un espectador, al que yo reconocí como alguien al que he visto repartiendo pan por el barrio, pugnaba con la dependienta del full track, una jovencita muy mona. «Mira, niña, haz el favor de ponerme un cañón de birra, tengo billetes y hasta he traído hoy la tarjeta. No quiero montar un espolín». La chica, cuando aquello quedó sin clientes, nos llevó a un aparte. «Os sirvo, y pagadme con dinero, pero que no se entere nadie, las normas son para todos los puestos igual. Además, un porcentaje se lo lleva el Ayuntamiento».

Volví a ver al panadero a la salida. Me acerqué para decirle que me parecía muy bien su porfía. Le iba a hablar de los peligros de los códigos QR. De cómo pueden usarse para distribuir distintos tipos de malware o de los ataques spear phishing o del qrljacking, el rastreo… Pero vi que a su manera lo tenía claro, que no era necesario. Le decía en voz alta a alguien: «A ver por qué tiene que saber el alcalde si me he tomado 12 o 15 cañas, joder».

El ponente habla ahora de cómo las lía el legislador, de lo que supone para esta jurisdicción el dislate de la prueba anticipada que de forma general ha instituido la L.O. 8/2021.

Más de lo mismo de siempre. Desconecto un poco. Uno ya tiene muchos trienios y menos pasión hasta para indignarse. Lo importante es que he conseguido llegar hasta aquí, que estamos juntos de nuevo, que nos podemos abrazar. Sí, cuánto me alegro de veros: Pilar de Salamanca y Pilar Alcaraz, Curro, J. Pedro, Lupe, Jorge, Maite, Ángela, Carmen, Bea, Ucha, Sara, Patri, Marta…



Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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