/ por Arturo Caballero /
En 2018 se inauguró en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla (al año siguiente pudo verse en Artium, Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo, Vitoria-Gasteiz) la exposición Riflepistolacañón, un resumen de la trayectoria artística de Jacobo Castellano (Jaén, 1976). Javier Hontoria fue su comisario. Años después se vuelven a encontrar en una potente muestra que gira en torno a lo religioso y a su plasmación artística. Y en un significativo doble contexto: Valladolid, sede del Museo Nacional de Escultura, y el Museo de Arte Contemporáneo Español Patio Herreriano, en cuya iglesia, cabeza de la orden benedictina en el siglo XVI, se erigió el monumental retablo dedicado a san Benito cuyos restos pueden verse hoy en el edificio de San Gregorio.
Dice Javier Hontoria respecto a lo que puede verse en la sala 9 del Patio Herreriano que «hay algo en el concepto de veneración a las imágenes y en la proyección de la fe cristiana […] que cautivó de joven a Jacobo, si bien no es tanto la religión lo que le seduce como los dispositivos mediante los que la sociedad manifiesta su fervor de forma colectiva». A partir de ahí, Jacobo deconstruye esencias y formas en un conjunto de obras que se inspiran tanto en las imágenes sagradas como en la parafernalia con la que se arropa la presencia en la calle de muchas de las cosas que tienen que ver con una religión que, como la católica, ha manifestado sus convicciones religiosas no en la íntima relación con lo divino, sino en la manifestación, e incluso la ostentación, de la creencia que se muestra, pero que no se sabe si se tiene o no.

Se ubican en esta sala construcciones como Magdalena, creada a partir de la cruz que, como la de Mena, sirve como punto de partida a la contrición penitente; o las dos versiones de Retablo (I y IV) o los instrumentos (Carraca, Cohetes, Sin palio) y personas: Cohetero, Personaje 3, Cómicos ambulantes, Limosnero… Y, formando parte del mismo grupo, la obra Personaje en una de las alas del claustro.


Con ser de interés estas propuestas, es en la capilla de los condes de Fuensaldaña donde la expresividad de las obras de Jacobo Castellano alcanza, a mi entender, la significación absoluta que me ha impelido a escribir estos párrafos. Porque pocas veces ha sido tan pertinente una instalación como esta. Interaccionan contenido y continente en un mismo espectro de onda, con un mismo código que nos enfrenta al paso del tiempo y al propio estado de nuestra sociedad. Porque una obra de arte, con independencia del desarrollo cultural que pueda tener con posterioridad a su creación, debe estar anclada a su tiempo; expresar el estado de ánimo de un momento histórico.
Constata Javier Hontoria la fascinación de Castellano por «las piezas de madera vistas, la profusión de cuñas y pequeños remedos, las telas pintadas… son elementos que revelan un quehacer tosco y rudo que poco tiene que ver con el brillo y el fulgor que destila el anverso». Y es casi seguro que la instalación puede tomar como excusa la mera observación del Retablo de san Benito de Alonso Berruguete, pero permítaseme pensar que no se queda en la mera fascinación por las tripas de su máquina. Ni se compadece del humilde trabajo de los artesanos sobre los que se construirá un ficticio mundo de oropeles con el que se transmiten hermosas o, más a menudo, terroríficas historias.
A medida que la obra de arte pierde el contacto con las formas naturales a las que estamos acostumbrados, obliga al espectador a establecer otras relaciones diferentes a las meramente miméticas con respecto a la realidad y nos exige un acercamiento a ellas que no se basa en el artificio con el que se consigue la fidelidad a la representación del objeto o la interpretación más o menos estetizante del mismo.
A pesar de lo críticos que seamos con ciertas exageraciones del arte actual, no podemos por menos que admitir que el artista, a medida que se aleja de la realidad objetual y concede autonomía a su creación, permite al espectador —para que cierre el círculo interpretativo y proporcione significación a la obra— mirar tanto al exterior, hacia ella, como al interior, hacia sí mismo.
La interpretación no es un mero excurso, no es una écfrasis sino, en cierto modo, una continuación del proceso creativo en base a la propuesta del artista.
Dice Hontoria, con sentido, que «el cuerpo transita entre las calles que producen esta deconstrucción, y la alusión a la fragmentación de los retablos en la época de la Desamortización…». Y es verdad, pero yo continuaría un poco más el relato histórico y lo haría avanzar hasta los resultados de las terroríficas guerras del siglo pasado e incluso a barbaridades contra el arte en este mismo nuestro. Hay que intentar abstraerse de referencias precisas y buscar esas sensaciones que, de vez en cuando, crean de forma irracional e inevitable sonidos y palabras, aceptando que también las artes plásticas son capaces de expresarse por medio de lo no descriptivo y aparentemente informe e introducirnos en el mundo de los sentimientos.
Y debemos destacar el aparentemente, porque estas esculturas y pinturas (dispuestas siguiendo un esquema explicitado en una maqueta que el espectador encontrará en el acceso a los pisos superiores) también pueden interpretarse en línea con otro tipo de destrucciones, materiales y espirituales, con las que se enfrenta el arte de hoy.

Y no es la menos importante la pérdida de la fe.
Decía Paul Valéry que «en todo lo inútil hay que ser divino o no mezclarse con ello en absoluto». Por eso no debe extrañarnos que en estos cachivaches aparentemente inútiles y sin significado la realización sea tan exquisita, tan minuciosa, como si, siendo unos descreídos de la trascendencia, sustituyésemos esta por una meticulosidad que nos salve.
Titulé uno de los capítulos de Arte y perversión «Poética de ausencias» y, aunque en los planteamientos de esta muestra podríamos encontrar algunos ecos del argumentario que allí desarrollaba, la obra de Jacobo Castellano, aunque se base en objetos o figuras concretas, no es exactamente como, pongamos por caso, la de José Manuel Ballester, en la que desaparece un elemento tergiversando así, de forma absoluta, el sentido original de la obra de la que parte. Tampoco se trata de objetos encontrados al modo dadaísta, sino que existe un cierto tipo de constructivismo, no tan alejado de aquel, es verdad. Podríamos mencionar también, y superficialmente, ciertos ecos expresionistas y de arte povera en su factura… Sería una visión limitada.
Si nos atrevemos a relegar, aunque sea por momentos, nuestros prejuicios y nuestras categorías mentales; si dejamos que nuestra vista deambule por la capilla; si somos capaces, o queremos, entender los objetos de Jacobo Castellano no como el resultado de un proceso destructor ocasionado por el hombre o por el tiempo, sino como un intento de recreación de un estado de ánimo, es posible que comience a desvelársenos la verdadera cara de nuestra civilización. Y la imagen del espejo no es precisamente muy halagadora para con nosotros.
Esos lienzos solemnes y emocionantes hasta el dolor, que a más de uno pueden recordarle al Mark Rothko más atormentado; esos bastidores de madera que me obligan a saltar la ortodoxia de un discurso crítico o histórico y acordarme de algunas obras (El Juicio Final, 1964-1988) de Anthony Caro que pude ver hace veinte años en la Casá Milá; esos vacíos que son los mismos que permiten construir a Michel Houellebecq sus novelas… Ahí, en todas esas cosas y muchas más que se le ocurrirán al visitante desprejuiciado, estamos nosotros.
Decía Hegel respecto a la relación de neoclásicos y románticos con las obras de la antigüedad que ya no podemos rezar a aquellos dioses. Nosotros añadiríamos que, en nuestro descreimiento, como no podemos justificarnos por la fe, al menos que intercedan por nosotros nuestras obras.
Olvidado el dogma, trivializado el rito, despreciado lo humano, aniquiladas las formas de una naturaleza inerme ante nuestro poder devastador, corremos el riesgo de que solo quede ante nosotros la más absoluta desolación. Y la memoria de los torturados materiales que, ingenuamente o interesadamente, sirvieron para sustentar, a partir de la superstición, la creencia.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.
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