Narrativa

Rescoldo bajo la ceniza

Mariano Martín Isabel escribe una reseña atenta de la última novela de Eduardo Egido; una novela sobre cómo cuando mueren las cosas suelen quedar brasas que pueden avivarse.

/ una reseña de Mariano Martín Isabel /

Hay historias que conjugan el sentir con el acontecer y pueden ser sucesiones causales de hechos y de estados de ánimo: porque los estados de ánimo también tienen su historia y la historia de un amor es aquí, también, la historia de una vocación. Rafael Adrada, protagonista masculino de Rescoldo bajo la ceniza (una novela de Eduardo Egido), es un escritor que ha perdido la vocación de escribir. Hace más de veinte años que una novela suya ganó el premio Astro (podría ser el Planeta) y un día, después de consumado su divorcio, regresa al pueblo de su infancia en busca de inspiración; cree que en la búsqueda de la historia familiar encontrará el rescoldo que avivará de nuevo la llama de la vida.

Sinopsis

Un pueblo que podría ser Argamasilla de Calatrava; el pueblo de los rabaneros (a juzgar por las pistas que deja el autor cuando habla de las «huertas donde se cultivaban los productos que dieron fama al pueblo»: p. 229). Tiene 43 años. Llega a la biblioteca y allí encuentra a Irene. La primera parte son catorce capítulos donde se cuentan las historias paralelas de ambos; Rafael, con un matrimonio roto, e Irene, con un matrimonio en crisis: por eso su título es «Ríos confluentes». Sobre ese telón de fondo se alza la búsqueda de la vieja historia familiar en la que Rafael Adrada cree poder encontrar materia para un relato; y aliento para acometerlo.

Es el planteamiento de la novela. El nudo ocupará los dieciséis capítulos de la segunda parte. En ellos se desarrollarán, anudándose, los distintos hilos que quedaron abiertos: la historia del linaje Adrada, la amistad de Rafael con Irene, el futuro profesional de Irene, las reflexiones sobre literatura y la resolución de la crisis matrimonial de Irene; la venta del caserón familiar anticipará el desenlace y dejará abierto el entrelazamiento de los hilos que quedaron sueltos: las vidas de Irene y Rafael.

En la segunda parte («Meseta esteparia») se tejen, pues, los hilos que debían urdir una trama, como quien hace una alfombra, y al mismo tiempo se sueltan hilos de alfombras que ya no sirven, y que se tejerán, a su vez, en la tercera y última parte cuyo título es «El fértil delta»: en ella se fecunda el amor al tiempo que la inspiración se vuelve fecunda; también se produce la justificación del pasado, porque la atracción que en su momento pudo sentir la madre de Irene por Rafael ha cuajado en su hija; el fruto en el que cristaliza la reivindicación del pasado es un hijo (para ella, un nieto). Y la carta en la que en el último capítulo Irene une su destino al de su madre bien podría haber sido un epílogo después de la novela.

Espacio y tiempo. El marco lorquiano

La acción dura un año: desde octubre (que es cuando él llega a la biblioteca en el capítulo 1) hasta septiembre (que es el principio del curso cuando Irene, que ha aprobado las oposiciones, empieza a dar clases en el instituto). Los lugares donde se desarrolla la acción son Argamasilla y Puertollano: no otra puede ser esa «ciudad vecina» (p. 24) que bordea «el monumento ciclópeo que rinde homenaje al pasado minero de la ciudad y visualiza acto seguido la espectacular iluminación de la factoría» (p. 156). Además, Rafael, cuando era adolescente, compartió asiento con la madre de Irene en el autobús que los llevaba al instituto; está claro que ese instituto no podía ser otro que el de Puertollano.

Pero hay una clave externa a la novela y es el apellido del protagonista. Egido es el apellido del autor y procede de la localidad segoviana de Adrada de Pirón, de ahí que el protagonista se llame Rafael Adrada, como un homenaje del autor a sus orígenes.

Como dato curioso, entre los autores que se citan en el libro (Séneca, Borges, Faulkner, Beckett…), García Lorca ocupa un lugar destacado; el autor encuentra un placer extraño en recordar que algunas acciones tienen lugar a las cinco de la tarde: esa es la hora a la que abre la biblioteca (pp. 10-11); a esa hora salen los niños del colegio y las campanas anuncian la llegada de la libertad (p. 46); y a «las cinco en punto de la tarde —a veces le venía el recuerdo del poema lorquiano— llegaba [Rafael] a la biblioteca con la seguridad de que Irene ya se encontraría allí» (p. 280). Seguramente la casualidad ha brindado al autor la ocasión de crear este marco.

El capítulo 10 de la primera parte es uno de los más logrados, si no el que más; se titula «Lugares». Rafael recorre, caminando todas las mañanas durante una hora, los lugares donde se quedó su infancia. El pastoreo, la cruz del fusilado, la trilla, el cauce polvoriento del río. La novena. La noria, la alberca, el lavabo público, la ermita, la casa de labor. Si nostalgia significa dolor por el regreso, cada pausa de este capítulo deja un dolor indefinible, una herida del alma que pasa suspendida sobre vestigios fuera del tiempo que un día estuvieron en él. Se respira poesía donde un día se respiraba historia.

Y si el signo externo de la vena creativa es la calidad, el autor se cuida mucho de confundirla con la fama; «la fama es flor de un día, pero la calidad de una buena obra literaria permanece» (p. 140). Hay que atrapar al lector, sí, pero siempre con los hilos que dejan huella, huyendo de lo efímero, que no nos enriquece.

Las voces narrativas. (Diálogo con Eduardo Egido).

La primera parte consta de catorce capítulos en primera persona; en ellos hablan alternativamente Irene y Rafael, pero ¿a quién se dirigen? No parece que sea al lector. Tampoco son cartas que se dirijan el uno al otro. ¿Quizá fragmentos de un diario íntimo que escribe cada uno por su lado? Esto introduce un interesante subjetivismo pero a mí me descoloca no saber quién es el interlocutor. ¿Tal vez el autor omnisciente, que finge colocarse en la mente de cada uno para mostrarle al lector los dos lados de la historia?

¿A quiénes se dirigen Irene y Rafael en la primera y tercera parte? Yo diría que a sí mismos (son soliloquios para aclarar sus ideas) y al mismo tiempo al lector. Considero que el recurso a la narración en primera persona es muy efectivo para implicar al lector en los acontecimientos.

La segunda parte está narrada en tercera persona: aquí es el narrador omnisciente el que toma las riendas, pero ¿qué relación tiene esta objetividad con el subjetivismo de la primera parte?

Preferí narrarla en tercera persona para dotarla, así, de objetividad; el narrador omnisciente debe corroborar las aristas que señalan los protagonistas en la precedente. Estoy satisfecho con los títulos de cada parte: el de la primera indica, con el símil de los ríos, el progresivo acercamiento entre los protagonistas. El de la segunda («Mesera esteparia») abandona la comparación con un río y alude al descarnado paisaje que muestran sus vidas (a causa de sus fracasos laborales, creativos y conyugales). El de la tercera retoma la alusión fluvial y su desembocadura.

En la tercera parte, «El fértil delta», vuelve la alternancia de voces que plantea los mismos interrogantes que en la primera. No es una novela epistolar como Pepita Jiménez, pero concluye con una carta que le dirige Irene a su madre. ¿Hemos de suponer que el narrador la conoce y que es él quien se la entrega al lector? ¿Sería como en la técnica del manuscrito encontrado?

Barajé distintos finales y el que más me gustó fue el de la carta de Irene a su madre, porque ella considera que es la continuadora de la relación fallida de su madre con Rafael; quiere hacerla partícipe de su culminación con el hijo que espera. En ese sentido, Irene, su madre y Rafael constituyen un triángulo inseparable.

La novela mezcla varias técnicas concurrentes: la narración subjetiva, el narrador omnisciente, el manuscrito encontrado y la novela epistolar. El título es polisémico y tiene varios ecos: alude al rescoldo que deja la vida cuando parece que se ha marchado; al de la inspiración, cuando parece que ya no la tenemos; y a la historia de la madre de Irene con Rafael, que parece que queda en el aire algo que pudo haber sido y no fue.

El título coincide con las interpretaciones que sugieres: la vida que pierde vigor por la crudeza de la realidad y que es posible recuperar porque el rescoldo permanece. Confieso que algunas de las preguntas que me has hecho ni me las he planteado a la hora de escribir; además, los contenidos de una novela resultan de abierta interpretación (Borges afirmaba que una buena novela es la que se deja leer de distintas maneras).

Compruebo que varias de mis observaciones coinciden con tus respuestas.

Ya ves que hay que dejar espacio a la interpretación del lector; una novela debería discurrir siempre por vericuetos con múltiples posibilidades.

Los adjetivos

Hemos hablado de la historia, del espacio y del tiempo, de los personajes y de los problemas de la enunciación: hablemos ahora del estilo. Los adjetivos utilizados por el autor son especificativos y por lo tanto tienen valor descriptivo. Algunos, no obstante, corresponden a expresiones hechas de valor preestablecido: es el caso de expresiones como «claridad meridiana», «penumbra crepuscular» (p. 307), o «andar con pies de plomo» (p. 85); y hay frases hechas como las que forman parte del habla popular, como cuando se dice: «el hortelano no hablaba por boca de ganso» (p. 85).

La mayoría de los adjetivos especificativos están pospuestos y tienen, como ya hemos visto, valor descriptivo; así sucede con «lavadero público» (p. 16). En una ocasión, sin embargo, el adjetivo es ambiguo y no se sabe bien a quién designa, porque cuando dice el autor que hay un instituto «cuyo nombre rendía homenaje al protagonista cuerdo de la novela más insigne de la literatura española» (p. 128), ¿se está refiriendo a don Quijote o a Sancho?

Mención aparte merecen los adjetivos especificativos que  tienen valor poético, como «el monumento ciclópeo» o «penachos algodonosos» (p. 156), o cuando se habla de las calles «batidas por un viento glacial y racheado» (p. 171), o de «un mar ferúleo» (p. 172), o de «las sombras precoces» (p. 174) y «la noche inhóspita» (p. 179), la «amarga experiencia» (p. 215), la «barrera invisible» (p. 284), «el cielo borrascoso» (p. 187) o «las telarañas blanquecinas de la procesionaria» (p. 244). El carácter poético o poetizante puede venir del propio adjetivo (como «invisible»), que puede ser más bien impresionista («penachos algodonosos») pero también, ayudado por dicciones esdrújulas («ciclópeo», «cerúleo», «inhóspito») produce efectos épicos y acaso más afines al expresionismo. Otra forma de volver poéticos los adjetivos especificativos es anteponerlos al nombre, lo que les confiere un énfasis especial; así, se habla de la «amarga experiencia» (p. 215) o «la espectacular iluminación de la factoría» (p. 156).

Hay, sí, algunos adjetivos epítetos, no siempre antepuestos, pero apenas encontramos dos o tres: desenlace «doloroso» (p. 288), «claridad meridiana» o «sombra crepuscular» (p. 307). Lo cual abunda en la idea de que la función de los adjetivos aquí es sobre todo descriptiva. Y hay ambientes que tienen por sí mismos valor poético, cuando se habla del campo, de la infancia, del otoño y del invierno (especialmente con el viento), y del amor y las vivencias psicológicas; que son los temas donde con más fuerza se derrama la sensibilidad del autor.

Las metáforas

Pero el estilo no está solo en los adjetivos. Está también en la forma en que los sustantivos pueden funcionar como adjetivos, es decir en los símiles y las metáforas; en ambos casos, igual que veíamos con los adjetivos, podemos notar una gradación en cuatro niveles: coloquial, popular, intelectual y poético.

Hay símiles que pertenecen al registro coloquial: «la murmuración corría como la pólvora» (p. 246). Símiles populares como «cada tarde la oscuridad avanza una patita de gallo» (dice Rafael rememorando el dicho de su madre: p. 136), o cuando «la llamada telefónica le vino como pedrada en ojo de boticario» (p. 134). Símiles intelectuales como «siempre has sido dura como las encinas» (p. 63) o cuando se describe un movimiento «a semejanza del jugador de billar que anímicamente busca que las bolas tracen en su recorrido figuras geométricas» (p. 129). Y símiles que tienen valor poético, como en «una barrera invisible» (p. 284). En las comparaciones domina lo intelectual sobre lo poético.

Detengámonos ahora en las metáforas. Unas son coloquiales: «el verdín […] provocaba continuos resbalones que nos obligaban a andar con pies de plomo» (p. 85). También hay metáforas populares: «estamos cenando ya, estos hijos míos y el padre de las criaturas no pierden el tiempo. Son caníbales que se comen a Dios por los pies» (p. 226). Metáforas intelectuales: «su fe en mi talento literario rayaba en el ateísmo» (p. 122) o «el otoño presentaba credenciales de invierno» (p. 127). Metáforas poéticas: «el frío calaba los huesos del corazón» (p. 174), o cuando el autor dice que «el llanto brotó incontenible» para precisar en el párrafo siguiente, a manera de raccord cinematográfico: «no cesaba de llover. El llanto de la noche» (p. 123): suenan aquí algunos ecos de Verlaine. El registro dominante en las metáforas es doble, a la vez intelectual y poético.

El estilo de Eduardo Egido

Los recursos expresivos empleados por el autor son abundantes y por lo tanto no se puede hablar de austeridad en sentido estricto; sí hay una ornamentación mesurada, porque los adjetivos abundan igual que las imágenes, pero a gran distancia del barroquismo; los tramos poéticos en la expresión lo son de una manera intelectualizada; y en cuanto a los sentimientos que evoca, no se trata de un espíritu romántico, pero podríamos hablar de realismo sensible; de una sensibilidad especialmente volcada hacia el campo, sin que el relato aborde los temas rurales al modo costumbrista, mucho menos bucólico. No es un ruralismo pintoresco, pero hay expresiones populares que lo acercan, muy de tarde en tarde, a la mente de Sancho, que hablaba con refranes. Véase, si no, este fragmento que puede cerrar el análisis de la expresividad del autor de Rescoldo bajo la ceniza:

—Las migas de pastor vueltas y vueltas son, creo recordar —aventuró Rafael.

—Así es. Y las migas del gañán a la media vuelta están —completó Soledad los dichos populares acerca del modo de elaborar cada especialidad de migas (p. 180).

Los detalles

«Los detalles son el alma de la vida de los personajes» y en ellos está «lo que diferencia a unos de otros» (p. 61). Las huellas más hondas empezaron «a través de hechos insignificantes» (p. 64) y lo que parece que no importa es lo que a la postre importa más. A veces los recuerdos se difuminan y sin embargo «es suficiente un olor, una música, el regreso a un lugar… para que retornen de nuevo», aunque sea vestidos de otro modo (pp. 66-67); para el protagonista, «el olfato es el sentido corporal dotado de mayor poder de evocación» (p. 177). Pero no sólo son las sensaciones, también pueden ser los sentimientos: una música, por ejemplo; o las percepciones (un lugar ligado a un sentimiento); toda percepción es la permanencia de un recuerdo.

«Produce cierto vértigo comprobar que nada permanece como se recuerda» (p. 81). Nada permanece: las presencias se desvanecen y se transforman, pero se mantienen en la mente tal y como se recuerdan, eso es la representación; la representación, la imagen (mucho antes que el concepto), que es como verdaderamente eran las cosas cuando éramos niños. Ese desajuste entre presencias y representaciones es lo que el autor incita a llamar el vértigo de la memoria. Por eso hay un momento en que dice con nostalgia: «recuerdo con ternura aquel tiempo en que todo era verdad» (p. 87); en que las cosas eran como las recordamos.

La arquitectura inestable

Hemos visto algunos de los mecanismos que utiliza la memoria. Rafael Adrada, nuestro personaje principal, dice de su oficio de escritor: «las historias que he narrado (…) se han nutrido de dos componentes literarios básicos: memoria y ficción» (p. 321); memoria del escritor (vivencias) o del historiador (datos), que a veces tienen lagunas y hay que rellenarlas con fabulaciones.

La segunda obligación del escritor es la fidelidad. Hay que «narrar los acontecimientos con fidelidad, para no ceder a la tentación de justificarlos o idealizarlos» (p. 322), y es porque le gustaría no falsear las cosas y ajustarse a la verdad del realismo. Pero Irene sabe que Rafael tiene un «temperamento pasional, dado a la exaltación» (p. 301), y ese imperativo de fidelidad le va a ser difícil de mantener; el espíritu realista es más bien de Irene, y es ella la que no habría tenido problemas a la hora de respetar el imperativo de fidelidad.

El romanticismo pone cercanía y el realismo, distancia. Quizá Eduardo Egido se siente entre los dos, pero bastante más cerca del realismo; por eso pone en boca de su personaje (Rafael Adrada) la idea de una «arquitectura inestable» que hará «compatible el afecto y el distanciamiento» (p. 322).

La sequía

Los ecos inspirados se secan cuando el cauce del río creador se evapora y se llena de polvo, de polvo que flota, estancado: no corre. Ese absurdo de una pasión que late pero no se consigue manifestar desaparece cuando nuevamente alcanzamos a ver el horizonte.

El absurdo. «Cuando se han dedicado largos años a un proyecto que se viene abajo la vida presenta su rostro más absurdo» (p. 288).

El horizonte. «Levantar proyectos alternativos es una empresa que rebasa a veces el propio horizonte, un objetivo velado a la vista que se antoja inalcanzable» (p. 288).

Cuando vive en estado de sequia, como un río polvoriento, la inseguridad se vuelve más patente. Es la incertidumbre que nos mantiene mudos, no tener nada que contar, no tener nada que contarse. «Quizá ésa sea la clave, las novelas no se escriben para contar algo a los demás sino para contárselo a uno mismo» (p. 320).

El lector atrapado

Algunos libros, como las Epístolas a Lucilio, consiguen «que el lector se embeba en su prosa y no sufra la tentación de abandonarlo» (p. 134). Una novela, «si no logra que los lectores abandonen su punto de vista y adopten el del autor […] tiene muchas opciones de convertirse en un proyecto fallido» (p. 320); es necesario que el autor logre «atraparme en su visión del relato como la tela de araña atrapa al insecto» (p. 310). El atractivo de un libro, su poder magnético, es necesario, desde luego, pero no es suficiente; falta otra cosa, ¿qué es lo que falta?

Hace falta «un hilo conductor» que nos ponga «en contacto con las voces y las vidas de (los) antepasados» (p. 280). Hay que vivir una historia bien contada pero hace falta también «el privilegio de ser partícipes de los pensamientos de las mentes más brillantes del pasado y del presente» (p. 284); y por eso a nuestros personajes «vivir (les) resultaba incompleto sin la compañía de los libros». Al menos son necesarios tres ingredientes:

a) Creatividad de contenido. Una historia bien contada, que tenga calor, poder de estímulo y una arquitectura inestable.

b) Creatividad formal: estilo, belleza, capacidad de crear atmósferas.

c) Pensamiento. Una reflexión continuada que surja del relato y lo convierta en una sucesión de digresiones atinadas; una suerte de filosofía que busca la verdad, la belleza, la compasión, y hasta que aporte enseñanzas para la vida. 

El escritor y su público

Una novela bien escrita debería poder aportarnos cosas nuevas en su segunda lectura. Y también poner en apuros al escritor, puesto que «toda obra exige su espacio, triunfa o fracasa a veces en contra de la propia apuesta del autor» (p. 167); porque en toda creación artística hay cuanto el lector sepa encontrar, aunque el escritor no haya sido consciente de ponerlo; en ese sentido al autor se le escapa su obra como los hijos escapan a sus padres; semejantes a flechas que, en feliz metáfora de Khalil Gibran, una vez disparadas ya no pueden ser corregidas por el mismo arco que las disparó.

El pensamiento

Una novela es como un pastel hecho de varias capas. La capa que más se ve es la historia que nos cuenta; debajo, como un telón de fondo, están los ambientes donde se desarrolla la historia y encima están los pensamientos que emanan de ella. Puede haber más capas, pero como mínimo tienen que estar estas tres. Vamos a centrarnos ahora en el pensamiento. De las palabras del autor y sus personajes surgen temas y entre ellos vamos a enumerar sólo unos cuantos.

El destino. Solemos entender el destino como lo que nos atrae hacia adelante, pero el autor se centra en lo que nos empuja desde atrás. La genética. «Los hijos heredan los genes paternos pero […], probablemente, una porción se pierde en el camino» (p. 89); lo que significa que, por mucho que apriete el destino, podemos gozar de libertad. Aunque también influye en nosotros el ambiente, unas veces para bien y otras para mal; «el cielo estático apacigua el camino» (p. 45).

La soledad acompañada. El protagonista la vive como un rasgo de originalidad. «Siempre ha sido un hombre contradictorio: en soledad, a la búsqueda de compañía; en compañía a la búsqueda de soledad» (p. 136); pero esa excepcionalidad aparente es en el fondo nuestra naturaleza, Kant lo llamaba «la insociable sociabilidad» humana.

El hedonismo. Una vida placentera es una vida solitaria en comunión con los demás que busca, además, la felicidad en el placer. Hay un momento en que el protagonista de nuestra novela busca placer en el paseo y lo hace imponiéndose (p. 132) tres objetivos: pasear sin rumbo, pasear sin tiempo y centrarse en el presente.

La verdad. «La vida te enseña que no es posible decir siempre la verdad porque habría que pagar por ello un precio muy alto» (p. 309).

Los crímenes. «Un acto abominable no se justifica porque se cometiera doscientos años atrás» (p. 322).

Rescoldo bajo la ceniza no es una novela de entretenimiento, lo que no quiere decir que no entretenga. El mundo que ha creado el autor está lleno de inquietudes, las inquietudes se plasman en reflexiones y hay un deseo de vivir, como se plantea en este libro, subiendo más el pistón; dándole siempre a la vida un poco más de intensidad. Que cuando mueren las cosas suele quedar un rescoldo y aunque parezca que está apagado el fuego puede surgir de pronto, como el ave fénix, de sus cenizas.


LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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