/ una reseña de Ada Soriano /
Fotografía de portada de Julián Rejas de Castro
Recibí —y fue una sorpresa inesperada— El siglo transparente: antología poética, 1974-2020, volumen publicado en la editorial Alhulia, colección Mirto Academia (Granada, 2021), del poeta, escritor y crítico literario Antonio Enrique.
Después de haber leído tan sugerente antología, me atrevo a afirmar que estamos ante un libro novedoso en la trayectoria poética de Antonio Enrique. El autor lo ha logrado mediante una esmerada selección de poemas escogidos con muy buen criterio de sus veintitrés obras de poesía publicadas hasta la fecha. Y es importante señalar que cada una de ellas va precedida por una introducción de su propia autoría que actúa como reseña ensayística, proporcionado además sustanciosas pinceladas, digamos, memorísticas y claves muy significativas de los poemarios: momento y lugar de composición y la editorial donde fueron publicados, así como una generosa y agradecida lista de todos los escritores que dedicaron un comentario crítico.

Antonio Enrique es muy minucioso y presta especial importancia a la unidad. De hecho, pueden leerse todas las introducciones de manera continuada. Igualmente ocurre con sus poemas porque se siente cómo confluyen en un centro —un eje— desde el que emergen todos los radios que conforman el círculo. Dice en su prefacio a La quibla: «Una revelación para mí fue que el Todo se asentara en la Nada, el vacío del Mihrab». Y leo de aquí, en su poema «III»: «Perdiéndote en la geometría de Dios/ encuentras que toda recta/ confluye en un punto/ que se curva y que vuelve».
Observo en su primera entrega, Poema de la Alhambra (1974), las bases de su quehacer poético, porque ya se advierten códigos y registros que serán ya en el tiempo reconocibles: «Se amaban las alondras, y no morían. Las alondras», de «Casa Real». Y acerca de Resplandor, poemario final de El siglo transparente, aclara que se trata de trece poemas «íntimos y radicalmente sinceros», y quiso además que «la edición fuera casi secreta»: «Sentirte dentro/ y el mundo que no se mueve. Y luego no verte/ porque te estoy besando/ con los ojos cerrados», de «Felicidad».Concluye con un poema titulado precisamente «Resplandor», en el que nos ofrece imágenes conmovedoras como esta: «Es un resplandor como jabalina/ en el aire». Inevitablemente, me viene a la memoria el incendio de amor que inunda los Sonetos del amor oscuro del célebre Lorca. Por supuesto, con sus diferencias.
Por cierto, en su introducción a Poema de la Alhambra, me he detenido ante otra de las reflexiones del autor: «imitar con letras el espacio, mediante los cinco sentidos: olor sabor, vista, oído, tacto, al tiempo que sondear el mundo de lo invisible: los presentimientos, los sueños, el misterio». De ahí la poesía, por lo que no es de extrañar el que se haya servido, para abrir su Siglo transparente, de una cita tan bella como alusiva de Wallace Stevens: «La poesía es un faisán que se pierde en la espesura».
Pero si hay un poema en este libro en el que el incendio amoroso alcanza su cumbre, es, a mi juicio, el titulado «Nacimiento del beso», de Retablo de luna, escrito entre febrero y julio de 1978, dado a conocer en 1980 y considerado por él mismo como «el libro de la maternidad cósmica». Este poema es muy sentido y yo lo intuyo como una disposición —tal vez ilusión o esperanza— en torno al acontecimiento de engendrar como consecuencia del enamoramiento y la pasión. Sí, aquí noto más el incendio.
Basado este poema en una historia real recogida por Dante Alighieri en La divina comedia, concretamente Infierno, canto V, Antonio construyó una composición francamente preciosa, y la tejió sutilmente dando voz a Francesca de Rímini y a Paolo, estableciendo así un juego de diálogos entre los dos amantes con la inexorable implicación de nuestro poeta.
Y hablo de enamoramiento y de auténtica pasión —aun con el riesgo que conlleva el amor ilícito— porque así se nos ha hecho saber histórica y literariamente. Lo del engendramiento es algo que me resulta curioso. Sé por Antonio que su único hijo nació precisamente en 1980. He aquí unos versos de este impactante poema escrito en versículos: «Oh Paolo, cómo percibo que nos mira/ el hijo nuestro aún no engendrado. La sangre/ de mi corazón ya va por el tuyo. Me alumbras/ azucenas en la sien por sólo la sombra de tus latidos». Cierra el poema con un verso estremecedor, haciéndose cómplice de Dante Alighieri a la par que con la noble Francesca: «Pues que la boca mi —le— bacciò tutto tremante».
Los poemas que componen esta peculiar antología tocan otros temas de los que no he dado cuenta. Prefiero que sean los lectores quienes se animen a descubrir —si todavía no lo han hecho— la lírica honda, original y visionaria de Antonio Enrique. Lo dejo aquí.
Tres poemas
Casa Real
[Ciclo de invierno: Entrada]
Con más de veinticuatro águilas en la sonrisa
y un poniente de espigas malvas en los ojos,
asistimos, en las manos de las nubes,
por las espaldas de la tierra y de la sangre,
a la ascensión de la Alhambra al trópico de Capricornio.
Raíces del tiempo se infunden en el aire de coros y sombras.
Sauces de estrellas rojas despiertan a sol de labios.
Llanos del otoño se rasgan violas o el designio.
Pues ahora sí. Sí hablarán las palabras,
mis hermanas: Alado gozo de consumación
ante la espera de los Tiempos que a fugas nos incitan
cuando en la vida irrumpen los verdes toros del silencio.
Soledad como una exaltación de crepúsculos con savia.
Se amaban las alondras, y no morían. Las alondras.
Oh Alhambra que eres fin de un camino, la Luna
ya en la frente, turbulencia de latidos o las eras.
A la luz de la Alhambra mi sombra atrás
en cabellera, delirio, meteoro. Hoces, orillas
de un mar loco de nidos, se aventan las pisadas. Mientras
miramos irse que se van las góticas palomas del Recuerdo
y la ceniza hacia talismán de alternos astros. Allá
donde no se llore tanto. Donde no se sueñe tanto. Tanto.
[De Poema de la Alhambra]
Resplandor
Esto de amar
se parece a un relámpago.
Entra por los oídos,
sale por la boca.
Y vuelve a entrar
y no sale del cuerpo.
Entonces lo calcina.
Lo va minando,
demoliéndolo.
¿Por qué a mí?
¿Qué tiene ella que ver
con el sufrimiento?
Entró en mí a galope
de fuego.
Es un resplandor como jabalina
en el aire.
Se rompe ella también
traspasando la barrera del sonido.
Se acaba ella también.
Como también sus párpados
se aceleran.
¡Estamos muriéndonos de amor!
[De Resplandor]
Nacimiento del beso
Tiembla el éter si sus labios se aproximan.
Rojo el cielo está si se abrazan, si se aman.
Les crece por dentro el beso, como un árbol.
Sus labios son una llaga detenida en el Silencio.
Paolo, mi señor, parece que sostengo garzas
si mis manos olvido entre tus vértebras. Vuelo
soy de tus latidos. Aprendo a soñar en tu mirada.
Me creces en el costado, si junto a ti perduro.
Te amo, Paolo, hasta las yemas del Alba,
hasta las noches del Rocío. Eres para mí una víspera
perpetua. Oh Paolo, cómo percibo que nos mira
el hijo nuestro aún no engendrado. La sangre
de mi corazón ya va por el tuyo. Me alumbras
azucenas en la sien por sólo la sombra de tus latidos.
Les crece por dentro el beso, como un eucalipto.
No pueden sus labios con más soledad de labios.
El pecho se les rasga en llanuras de abandono.
Tienes la piel tan líquida, Francesca,
que por ella resbalan hasta mis jadeos.
Tuyo es el sol si me dejas prendido en un beso.
En un beso que mañana salga por el horizonte.
El mar mora en ti cuando suspiras. Cuando suspiras,
comienza el Otoño. Francesca, Francesca mia
da Rimini: Tienes el rumor de las nubes que pasan.
Caminas, y parece que una constelación te acompaña,
tan sentida vas, tan quieta. De pasión te adorna
el aire. Un relámpago te engendró, y las estrellas
tendieron su alto resplandor sobre tus vísceras.
Se yergue el beso por dentro como un águila.
Las mil hoces de la vida os relumbran en la faz.
Y colgáis de un suspiro uno del otro.
Es el instante en que huyen las aves de tu cara,
Francesca, pues Paolo muere entre tus labios.
Y el beso os baña de oro, sois sus electos.
Invisible, el Universo ha temblado virgen.
Los cuerpos os vuelan sumergidos en los cuerpos.
Se inicia el Iris cuando los ojos se amanecen.
Y se enreda el rocío en las caderas, ornándoos.
No alienta el cielo si bajo su concha no os acoge.
Juntos os alejáis, sonando como ríos de tan latidos.
Dichoso Francesca el mar si tú lo miras, pues vales
el Viento. Dichoso Paolo si los valles mira,
porque entre sus nieblas ábrenle camino.
Se alejan, y dejan el aire transido de pámpanos.
En la calma, empieza un jardín donde sus labios
confluyeron al través de un alma que les empañaba.
Pues que la bocca le bacciò tutto tremante.
De Retablo de luna

Antonio Enrique
Mirto Academia
152 páginas
10,58 €

Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.
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