/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
Hay discursos que matan en sentido literal. En ciertos estamentos, el lenguaje constituye un elegante disfraz que enmascara con frecuencia aviesas intenciones y conciencias oscuras. Pero a poco que las cosas se tuerzan, el antifaz de la urbanidad cae al suelo y el espíritu malvado aflora.
«En todas las grandes ciudades hay […] animales salvajes, bestias malolientes, bestias venenosas […] población inmunda […] que pulula ominosamente bajo tierra en las profundidades de la oscuridad. Un día […] un guardia distraído olvida sus llaves […] y los animales feroces se dispersan por toda la ciudad» (1). Se entabla «una lucha maniquea entre el bien y el mal, la civilización y la barbarie, el orden contra la anarquía y la inteligencia frente a la estupidez. […] la idea misma de la élite de la sociedad contra el revoltijo de todo lo que es malo, perverso y brutal» (2).
Y es que la ciudad ha caído «en poder de los negros» (3). Lo que se deduce de estas premisas no tiene desperdicio. «Es bueno que no haya conciliación ni regateo. La solución fue brutal […] el derramamiento de sangre era una sangría blanca; tal purga, matando a la parte combativa de la población, aplaza la siguiente revolución por toda una generación» (4). Más claro, agua.
Hemos pasado revista a una miscelánea de declaraciones pletóricas de odio de clase, elaboradas por una burguesía rabiosa ante la Comuna de París de 1871. Hasta aquí nada sorprendente; se trata de la esperada, convulsa y asesina reacción de las élites cuando los plebeyos ensayan la insurrección. Es el discurso clásico de las personas de orden ante la insolencia de los desheredados que pretenden convertirse en dueños de su propio destino. Lo chocante es la procedencia de las citas. (1) lleva la firma de Théophile Gautier, paladín del arte por el arte y la impersonalidad creativa. Se ve que el único experimento estético que reservaba para los humildes era el del kafkiano artista del hambre. (2) es un exabrupto de Maxime Du Camp, literato discreto cuyo mérito mayor es haber sido amigo de Flaubert. (3) es responsabilidad de Alphonse Daudet, el que escribía cartas desde su molino y glosaba las hazañas de Tartarin de Tarascon. (4) salió de la prolífica pluma de Edmond de Goncourt, coautor de los famosos Diarios y del premio literario asociado a su nombre (Merriman Masacre). No nos las habemos pues con burgueses ignorantes o parvenus, sino con miembros de la flor y nata cultural. Esto no significa, por supuesto, que todos los creadores cayeran del lado oscuro de la fuerza. Rimbaud, mucho más grande que todos ellos, simpatizó con la causa, y Jules Vallès fue un militante muy activo. Entre los pintores, Courbet mantuvo un intenso compromiso que pagó bien caro. Manet manifestó sutilmente su punto de vista en la litografía Guerra civil. Un guardia nacional, es decir un communard, yace ante una barricada. Su mano inerte aferra una tela blanca, indicio de que fue asesinado tras rendirse, como tantos otros en aquellos aciagos días. Las muestras de salvajismo protagonizadas por la elegante y fina burguesía parisina durante la bárbara represión que siguió a la caída de la Comuna revelan un fondo grosero y desalmado. Soflamas de desprecio absoluto a los obreros y el pueblo llano se mezclan con llamadas a la matanza sin contemplaciones ni cuartel. «Los prisioneros, que venían del Collège de France, eran unos cincuenta […] una multitud aullante los seguía. Y yo oía con claridad el grito feroz “À mort !, À mort !”» (Rougerie: Paris libre 1871).
El cuarto poder, siempre al pie del cañón de la libertad de expresión, daba forma escrita a los bramidos rencorosos de caballeros de levita y damas con sombrilla. Le Figaro: «Nunca se ha presentado una oportunidad así para curar a París de la gangrena moral […]. La clemencia ahora sería completamente insensata. […] ¡Vamos, honnêtes gens! Ayudadnos a acabar con las alimañas democráticas y socialistas». ¡Ahí va!… y parece que fue ayer. Le Journal des Débats aplaudía que al fin el ejército hubiera conseguido «vengar sus desastres […] mediante una victoria». Que esta consistiera en masacrar a su propio pueblo no aparentaba importarle gran cosa al sesudo rotativo. Más directo, Le Bien Public animaba encarecidamente a la «caza de los comuneros». El odio no se detuvo en las fronteras. El New York Herald pedía «que no cesen los juicios y ejecuciones sumarias […]. Hay que erradicarlos, destruirlos. Señor Thiers, si quiere salvar a Francia no se equivoque con la humanidad». Como si el mandatario pudiera confundirse con algo que no conocía ni de oídas. La campaña de fumigación se llevó a cabo con implacable precisión. Más de 17 000 muertos, al menos el doble según autores dignos de crédito. Otros 40 000 acusados, encarcelados, condenados al exilio o enviados de vacaciones a destinos exóticos e idílicos como la Guayana o Nueva Caledonia. En 2021 se cumplía el ciento cincuenta aniversario, y en esa Francia tan aficionada a la celebración de las efemérides, las fechas pasaron desapercibidas. Estamos ante la versión gala del castizo más vale no meneallo. Sin embargo aún resuenan en algunos oídos los ecos de la canción de Clément y Renard que la leyenda asegura fue compuesta en homenaje a una enfermera comunera vilmente asesinada. «J’aimerai toujours le temps des cerises:/ C’est de ce temps-là que je garde au cœur/ une plaie ouverte!».
Añadamos a esta colección de productos del odio una perla sacada de nuestra inacabable antología histórica de barbaridades. Escuchemos la fina, delicada y caballerosa arenga proferida por el general Queipo de Llano en Radio Sevilla tras el golpe de Estado y el comienzo de la Guerra de España. «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos qué es ser un hombre. De paso también a las mujeres de los rojos que ahora, por fin, han conocido hombres de verdad y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará». Obsérvese que, aparte de otorgar un salvoconducto de violación a las tropas que decían luchar «por Dios y por España», ni siquiera se permitía a las víctimas ser rojas por su propia cuenta. Este señor sigue estando enterrado en lugar de honor en la basílica de la Macarena de Sevilla. No hay más preguntas, Señoría.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
Entre los escritores anti-Comuna, falta el mejor y el más célebre de todos : Flaubert, que habla de “la sauvagerie moyenâgeuse” de los communards, que no son para él más que “piètres monstres”. En su correspondencia con G.Sand se pueden leer cosas como éstas:
-“Voilà maintenant la Commune de Paris qui en revient au pur moyen âge.”
-“L’insurrection de Paris est, à mes yeux, une chose très claire et presque toute simple. Quels rétrogrades ! quels sauvages ! comme ils ressemblent aux gens de la Ligue et aux maillotins ! Pauvre France, qui ne se dégagera jamais du moyen âge ! qui se traîne encore sur l’idée gothique de la Commune, qui n’est autre que le municipe romain ! ”
– “La Commune réhabilite les assassins.”
– “Je trouve qu’on aurait dû condamner aux galères toute la Commune, et forcer ces sanglants imbéciles à déblayer les ruines de Paris, la chaîne au cou, en simples forçats”.
Más grave aún, la causa de la Comuna según él: “L’instruction primaire nous a donné la Commune”.
Y por si la cosa no estuviera clara, añadamos que el autor de “Madame Bovary” asistió en 1877 al entierro de Thiers, del que escribió que fue “un géant qui avait une rare vertu : le Patriotisme.”
PS. No se entiene muy bien qué pinta Queipo de Llano en un artículo sobre la reacción ante la Comuna de escritores y pintores franceses, sobre los que podrían haberse dicho muchas más cosas (hablar, por ejemplo, de la reacción de un Victor Hugo que le costó la expulsión de Bélgica).