Contracai

Necesidad de Pereira

Visitar la escritura de uno de los padres fundadores del Poniente ibérico abre la puerta a rememorar al caballo viudo de Niembru y adentrarse en la escritura del viaje a la ausencia de Manuel Astur.

/ Contracai / César Iglesias /

Imagen de portada: retrato de Antonio Pereira por José Carralero

No hay resistencia posible a la terrible caducidad de los calendarios. Junio de 2022 ya es olvido, tiempo concluido. El lunes 13 se cumplieron 99 años del nacimiento de Antonio Pereira. Poco más de diez meses quedan para el centenario de uno de los cartógrafos del Lejano Oeste ibérico, ese territorio que conforman Asturias, León, Galicia y el norte de Portugal, distritos de esa República del Poniente nunca proclamada, salvo en la invención del hijo del ferretero de Villafranca del Bierzo y de otro tipo, envuelto en las brumas de la apocrafía, llamado Sabino Ordás y que contó con la complicidad del comando literario formado por tres grandes de la fértil escuela leonesa (Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino) para fijar el dominio de Ástura, una geografía singular entre lo real vivido y lo real imaginado.

Volver a Pereira, a sus cuentos y a sus poemas, se convierte a menudo en el alimento necesario para oxigenar la imaginación y saber que la ficción extrema es también un modo de interpretar y explicar este conjunción de finisterres del occidente peninsular más allá de los túmulos y reliquias, una forma de comprender a sus pobladores alejada de las perversiones de la arqueología, de los dictados de la historiografía y del esquinamiento del poder político. Desde La Cábila, el Otro Lado, su espacio natal, Antonio Pereira fue oteando a los hombres y mujeres de las ciudades de Poniente, donde «las tardes son lentas y propicias para el vino y la confidencia, y quienes viven en ellas o las visitan terminan acostumbrándose a que las rarezas sean lo más natural del mundo» y creando un registro.

De ahí surgieron centenares de relatos plagados de excentricidades, ensueños y quimeras, recogidos en Todos los cuentos (Siruela, 2012), y un buen puñado de poemas agrupados en Meteoros (Calambur, 2006). Antonio Gamoneda dejó dicho de su camarada de la escritura y del vino: «…tú, esencialmente, eres poeta, y, precisamente porque eres poeta, escribes una prodigiosa narrativa breve». Alguien capaz de escribir «lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos» está bendecido por la razón poética. Pero también por la angustia de la escritura ante el «verso hermoso, todavía único» que llevó a comentar a uno de los parroquianos que rondan por los relatos pereiranos: «Es un buen empiece, pero ahora qué». Homero también padeció la misma angustia,  idéntica incertidumbre ante cómo transmitir a nuestros semejantes lo que nos acontece, también lo que nos turba. Antonio Pereira lo hizo desde esa esquina berciana donde los días se siguen amasando con la harina de la lentitud y de las pequeñas eternidades.

Toto, en El Bau, con la iglesia y el cementerio marino de Niembru (Llanes). Fotografía de Xurde Avín.

Caballo al verde

Hace un año se fue Toto, el caballo viudo de Barru, uno de esas recodos del Oriente astur que pugna por preservar la belleza de la montaña que se adentra en las aguas del Cantábrico ante el empuje de todas las formas del feísmo que nos acechan. Tenía 31 años y desde hace seis paseaba su murnia (la hermosa palabra del asturiano que atesora en su etimología la mismidad del duelo) por la finca frente a El Bau, la bahía que acoge el templo y cementerio marino levantado entre Barru y Niembru, el lugar donde las lanchas abandonadas muestran sus costillas corroídas por las algas y el verdín. Toto era parte de la familia Marcos, buena gente llanisca, también golpeada por la tragedia en el verano de 2020. En el invierno de 2015, Toto se quedó viudo: Chispas, su compañera, falleció y desde entonces, con la mirada acuosa y las canas en el lomo, encontró en el cuidado de los Marcos y en la compasión y la curiosidad de peregrinos y paseantes el consuelo por la pérdida de su yegua. La familia Marcos le buscó la compañía de cuatro burros, camaradas de pasto y de miradas al Cantábrico. Ahora son ellos los que rumian su tristeza en el Prau de la Quema les Bruxes. También Toto fue parte de nuestro consuelo en un rincón que acumula demasiadas pérdidas y en su presencia siempre acudía a la mente la vieja asturianada que interpretó Alfredo Piloñeta, un republicano de Llorío, ante un pelotón de fusilamiento en 1937.

Una noche de verano
eché mi caballo al verde.
El caballo se murió.
El que tiene es el que pierde.

Cuatro versos que concentran un decir de una poética tan imposible como hermosa, también la mirada estoica que tal vez hubiese podido escribir hace 2300 años Zenón de Citio en su Chipre natal, ante otro mar o tal vez el mismo que Toto contemplaba en su rincón de El Bau.

Manuel Astur. Fotografía de El Acantilado

Lettere a los ausentes

Cruzar la frontera en Ventimiglia para adentrarse en Italia debería ser una exigencia para cualquiera que algún día quisiera hacer suya la advertencia de «que la vida iba en serio». No a la manera de los «peregrinos de la belleza» (María Belmonte dixit) y otros devotos de la Europa del sol y de la arqueología en busca de cura para las penas del alma y los bronquios norteños. Manuel Astur (Sama de Grau, 1980) tampoco emprendió su viaje italiano para remedar el Grand Tour de los jóvenes aristócratas británicos o centroeuropeos del Ochocientos. Compartía el afán de cicatrizar las heridas personales por tantos desapariciones, pero también quiso dejar constancia de cómo la belleza de un país resiste, aunque sea a duras penas, a la piqueta del capitalismo y su brazo armado mafioso.

De ello da cuenta en La aurora cuando surge (Acantillado, 2022), quinto título de un autor que certifica su afecto por la palabra y su capacidad para sortear los muros taxonómicos de la creación literaria. Astur ha armonizado la poesía (Y encima es mi cumpleaños), el ensayo (Seré un anciano hermoso en un gran país) y la narración (Quince días para acabar con el mundo y San, el libro de los milagros). Es en este nuevo libro donde confirma una escritura singular, ajena al rigorismo de los géneros y con un decir que incita a la emoción y a la reflexión. Si la narrativa se ha convertido en un producto más del consumismo adictivo, ajena a la fortaleza de la gran novela que aún pervivió hasta los años setenta del siglo pasado, su salvación pasa por reconocerse bastarda. En ese empeño está Manuel Astur.

La muerte del padre y otras pérdidas más incomprensibles se las llevó Astur a Italia incapaz hasta entonces de dar cuenta del duelo y sus laceraciones. En la primera línea hay una advertencia: «Este no será un libro de viajes». Rebato al autor. La aurora cuando surge sí da cuenta de tres travesías: la geográfica por carreteras secundarias y campamentos, donde aparece il paese di brava gente, pero también el hortera y feísta, que con acierto hiperrealista retrata Paolo Sorrentino; la literaria, con un puñado de títulos, algunos con ecos italianos (Goethe, Dickens, Ezra Pound, Josep Pla, Lawrence Durrell, Lampedusa, Carlo Levi, Curzio Malaparte, Brodsky, Rigoni Stern…), y la interior, con la que certifica cómo se digieren las ausencias.

Es este el viaje central del libro. Un itinerario de la emoción que va y viene entre el cementerio de la aldea asturiana familiar, donde yace su padre, y cualquier paraje italiano, desde la localidad ligur de Varazze a la siciliana de Purgatorio. Durante todo el relato del recorrido, la figura paterna se convierte en el tercer pasajero de Manuel y su compañera Raquel. No al modo de un alien amenazante, sino con el espíritu del gran tipo que debió ser Ton González Areces, maestro y poeta, como figura en su lápida. No hay aquí ajuste de cuentas, tan habitual en la literatura filial desde el clásico de Kafka hasta el desgarrador y deslumbrante No entres dócilmente en esa noche quieta (Seis Barral, 2020), del gijonés Ricardo Menéndez Salmón. Comparte aroma afectivo con La isla (Minúscula, 2008), el relato conmovedor del triestino Gianni Stuparich, pero la opción de Manuel Astur tiene identidad propia. Su retrato del padre es indisociable del legado que dejó a los suyos, tanto el humano, como profesor y militante contra la dictadura franquista, como el intelectual: la literatura es el oficio de Estefanía, la primogénita, y de Manuel. Y algo más, un misterio que recorre las páginas por otras pérdidas: la abuela que relata historias junto al llar, el camarada Pedrín de la niñez o ese incógnito Rui, al que está dedicado el libro. También el vínculo con el territorio de los ausentes: en la narración italiana de Astur hay fascinación por el país que recorre en armonía con el latido del lugar natal, más cuando es capaz de trasladar la universalidad del sentimiento de la tierra que cuando se despeña por cierto pintoresquismo de postal añeja.

Alinear a La aurora cuando surge en el ámbito del yoísmo literario sería lo más cómodo, pero radicalmente injusto. Este libro explora sendas literarias que van más allá del egocentrismo testimonial del que tanto abusa cierta narrativa agotada en caducos empeños. Aquí hay crónica, relato de hechos y desarrollo de ideas y mucha poesía (propia o de otros, como la acertada traducción de L’Infinito de Leopardi)… todo ello ejecutado con la escritura de una solvencia verbal y una capacidad de contagiar la emoción que sólo tienen quienes han sabido aprovechar las lecciones de nuestros mayores y pisar las huellas de nuestros padres. Manuel Astur es uno de ellos.


César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016),  en colaboración con el artista plástico Federico Granell, Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019) y Carta de marear (Heracles y Nosotros, 2020).

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