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Días de 2022 (8 y 9)

Nuevas entregas de un diario no diario de Avelino Fierro, entre la defensa del buen nombre progresista del Real Madrid y el descubrimiento de una nueva variedad de tomate en la que anida el alma del padre.

/ por Avelino Fierro /

(8) Estábamos en la finca. El motor del pozo no funcionaba, así que no se podía usar el servicio. Tuve que ir a hacer aguas menores a la sebe. Aquello era un bullicio, un alborozo: plantas muy diversas, con espinas y sin ellas; todos los tonos del gris de los troncos de los árboles y del verde de las hojas y de la hierba; todas las texturas: una protuberancia gibosa en el roble como un tumor, las lianas que caían como cabellos de un matorral que desconozco. Una araña subía y bajaba por un hilo pegajoso desde su red. Una mariposa, con idas y venidas inciertas («el vuelo de la mariposa, que no es sino el zigzag de la duda», escribió Umbral). Un moscón extraño, también con su vuelo lleno de incertidumbre, libando aquí y allá, irresoluto, caprichoso.

Un espectáculo en ese momento de la tarde de domingo. Me recordó al libro de David George Haskell, En un metro de bosque, subtitulado «Un año observando la naturaleza». Durante ese tiempo el autor se sienta en el mismo lugar, en la misma piedra, y va mirando y anotando. No era mi caso, ni mi postura era la de un científico. No obstante, pensé en lo que estaba disfrutando. No solo por vaciar la vejiga, sino por aquella inesperada prodigalidad de flora y fauna, colores y rumores. Mis sentidos también reverdecían (a esa sintonía le llamó, ya en los años cincuenta, E. O. Wilson biofilia). Una sinfonía para disfrute de un único espectador. No era necesario, ante aquel mundo en miniatura, seguir ninguna de las recomendaciones que el periódico El País hacía a sus lectores ese día en el suplemento El Viajero, incitando a recorrer el orbe: que si ir a Yucatán, que si hacer senderismo por la Subbética cordobesa en camper, que si una ruta épica siguiendo la costa de Gales…

De todos los destinos que proponía la revista, sí me hizo tilín el de llegar a Ushuaia, porque desde allí me escribía hace unos años mi amigo Andy Symington cuando revisaba y actualizaba datos de la Patagonia para las guías Lonely Planet.

Tenía papeles del trabajo sin despachar y le pedí a Mar que regresáramos pronto a la ciudad, a media tarde, aunque al hacerlo a ella le hurtase esos momentos que tanto le gustan: observarlo todo cuando la luz va decayendo, enfermando, vuelan pájaros tardíos, y el azul y las nubes pierden su pátina brillante y se vuelven más planos,  casi opacos.

Llegamos a casa y me derrumbé un rato en el sofá antes de ponerme al tajo. Prendí la tele y me entretuve un rato, más de lo esperado. Porque en una cadena aparecían dialogando Jorge Valdano y Carlo Ancelotti. Y sus acentos me arrastraron. Ya me sucedió hace tiempo en otra entrevista, Batistuta-Valdano y escribí algo —que está publicado en uno de los volúmenes de mis diarios— sobre el idioma de los argentinos. Y aquello fue un buen pretexto para darme un paseo por la Pampa, Buenos Aires y sus atardeceres de penumbra de paloma, y releer a Piglia y a Borges.

Ancelotti está ahora más guapo que cuando era joven. Los músculos de la cara han ganado en dibujo; puede que ello se deba a tanto chicle como mastica durante los partidos y a los nervios, los que hace padecer un equipo que no se sabe bien a qué juega.

Parece un tipo afable. Decía cosas sensatas: «No soy obsesivo, el fútbol es sencillo… Atacar es creatividad y defender es organización… Qué quieres que te diga del pase de Modric a Rodrigo… A Benzema no le tengo que decir dónde se tiene que situar en el área, eso me lo explica él a mí».

Estas palabras me hicieron recordar otras de mi amigo Manolo Cerebro —exjugador y autor de algunos escritos sobre el balompié— una tarde en que veíamos un partido en el pub Barry’s, cuando me dio por preguntarle algo sobre una alineación. «Esos son todos muy buenos; yo solo les diría que salieran al campo a hacerlo bien». Valdano le decía a Carlo: «El tacticismo se agrava con la edad, en ti es al contrario».

Ancelotti desprendía cordialidad. Algunos le pusieron fecha de caducidad como entrenador del Real Madrid el día que perdieron 0-4 con el Barça poniendo a Modric como falso nueve. Dicen que fue idea de su hijo Davide. Los antimadridistas y culés aprovecharon para hacer sangre, sin dar respiro —al toque, como ahora dicen los jóvenes—, sin respetar el velorio. Daban ganas de pedir clemencia recordando lo que pocos saben, que el club merengue fue fundado en 1902 por los hermanos Padrós, dos comerciantes catalanes. Pero a nadie le importa ni le consuela eso, nadie racionaliza la derrota ni aplaude al adversario. Esto es algo visceral, puro arrebato.

Lo contaba bien Vázquez Montalbán en una crónica del 92, al escribir que la parte irracional de nuestra comprensión del mundo la mayor parte de la gente la legitima mediante la religión, el amor, la política. «Yo todo eso lo experimento —decía— a través del Barça y me libro de ser religioso en amor, en política y otros trastornos del espíritu». También contaba los tejemanejes de catalanistas, socialistas y pujolistas alrededor del club, pero escurría el bulto y decía que eso a él se la traía floja, que el Barça era su gente.

Ya sabemos que lo molt honorable solo se predica del equipo catalán. Y algunos quieren esa especie de pureza para el Bilbao o el Sporting o el Betis, o el Herguijuela. Al Madrid se le niega. Ni su pasado republicano, o el que fueran los socios los que financiaron la ampliación del actual estadio en 1954, o que el presidente de aquel entonces fuera monárquico y así se lo espetara al dictador, sirve para nada. De contrario, el Barça entregó a Franco en 1954 su insignia de oro y brillantes, la que gustaba lucir cuando vestía de paisano. Ese año se habían suprimido varias calles que tendrían que atravesar los terrenos del futuro Camp Nou. En agosto del 65, el Consejo de Ministros acordó la recalificación del solar del estadio de Les Corts, tal como demandaba el club catalán para superar sus problemas financieros y poder edificar el nuevo campo. Franco fue nombrado socio de honor. Pero aquí no terminaron los favores del régimen al Barça. En 1971 el Consejo Nacional de Deportes acordó conceder a fondo perdido 43 millones de pesetas al club barcelonés —una enormidad— para que pudiese construir el Palau Blaugrana y el Palacio de Hielo. (Quiero hacer constar que todo este parágrafo me ha sido impuesto y redactado por el Sanedrín madridista, al que inocentemente un servidor había informado de que tenía pensado escribir algo sobre el deporte rey).

Pero ese imaginario, esa mitología del alma culé que se propaga de generación en generación parece imbatible. No hay nada que hacer. Veamos un párrafo del libro que sobre el Real M. han escrito mis amigos, los hermanos Marta y Ángel del Riego Anta, y que titularon La biblia blanca.

Al final del primer capítulo, donde relatan su visita a la tumba de uno de los fundadores del club —Carlos Padrós—, la número 423, en la Sacramental de San Justo, redactan: «El Barcelona, sin embargo, se aferra a la Torah, a los símbolos y leyes inamovibles a los que debe honrar. Porque, dicen, representa una nación.// El Madrid gana por todos nosotros, y cuando pierde, sólo se representa a sí mismo. Debe de ser el blanco, que es muy sufrido». Es una guerra perdida. Hasta los milagros caen de su lado. Lo cuenta V. Montalbán en otra crónica. En la final de copa del 68, cuando ya la victoria de los catalanes se confirmaba, un joven sordomudo se levantó emocionado y gritó: «Visca el Barça».

Así que esto es también cosa milagrera, de prodigios. Cerrilismo del mejor, al fin y al cabo. Y los aficionados aguantamos todo, aunque el fútbol profesional sea ahora cosa de empresarios y sinvergüenzas, como dijo otro gran cronista futbolero, Enric González. O como escribía Martín Caparrós en ese librito de cartas cruzadas con Juan Villoro sobre el Mundial de Fútbol en Sudáfrica en 2010: «Las instituciones del fútbol son una cueva de mafiosos y entruchados…».

Así somos, así soy, así nos han moldeado. Será cosa de tradición familiar, o impronta genética. Hace unos días me vine a enterar por mi primo Toño de que mi padre fue incapaz de ver ese partido de la final africana en la que jugaba España: solo entró en el salón donde se televisaba al acabar, para celebrarlo y tomarse una cerveza del tiempo. Él también era seguidor del R. M., como mi abuelo materno, Quico, que me llevó al bar del pueblo a ver por la tele cómo el Madrid ye-yé ganaba la sexta Copa de Europa, en el año 1966.

Pero cada vez me siento más huérfano. Cómo recuerdo aquel tiempo en que iba a ver los partidos al bar Espolón, regentado por dos chicos, uno hincha del Betis y otro del Sporting. Y cómo después de un tiempo retomé aquello con cierto fervor en el bar Candilejas, el de Paco, un tasquero madridista, pero que lo ocultaba para no perder clientes.

Allí me encontré con algunos amigos de la escuela, de cuando teníamos nueve años. La más forofa del grupo era, sin embargo, una jovencita, Sara Llorente, admiradora de Sergio Ramos y a la que había que calmar hasta en los penaltis inexistentes. Luego, todo ha ido moribundiándose. El último año recalé en otro bar de barrio, el Venezuela. Porque vivía al lado el amigo Pepe Tabernero, madridista del sector crítico, defensor del estilo de Marco Asensio. Pero nos lo tomábamos con calma: lo importante era merendar primero en su casa y llegarnos al bar con indiferencia, como si allí no se jugase nada, y tomar tranquilamente un par de cacharros.

Para evitar todas esas emociones o desazones, alguna vez pensé en seguir el consejo de Bioy Casares: «La mejor forma de adquirir un temple ante la adversidad es ser hincha de un club perdedor». Pero hacía más de diez años que no iba al campo a ver a la Cultural y Deportiva Leonesa.  Y la última vez me animó mi cuñado Fernando. Jugábamos contra la Ponferradina. Había más hinchas bercianos que culturalistas en las gradas. En el terreno nos burearon. Así que, visto aquello, Fer me dijo: «Bueno, vámonos. Ya volveremos dentro de otros diez años».


(9) Ahora sé que mi padre vivirá eternamente. Hace unos días, H. M., el último de los compañeros destinado en nuestras oficinas, y al que yo conocía de hace años como alumno de la Facultad, me dijo: «Mi hermano, que este año trabaja en unas instalaciones de la Diputación, dice que le han hablado de unas semillas especiales de tomates que tienen algo que ver con el padre de un fiscal. Le llaman a esta variedad “Pave”».

Anteayer —no sé muy bien a través de quién— ha llegado a casa un marcador de plástico amarillo, de esos que se hunden en la tierra de las macetas para anotar y controlar la fecha y especie de lo plantado o sembrado. Viene con la siguiente inscripción en rotulador negro: «Tomate P.AVE. 26-04-22. Planta madre». Entonces lo he comprendido. P.AVE: Padre mío —que estás en el Cielo—, padre de Ave.

En sus últimos años y antes de ir a la residencia de sus cuñados, cuando ya aparecía en él un cierto deterioro cognitivo, había trabajado un pequeño huerto en el pueblo. Lo hacía con tal cuidado que todos elogiaban sus labores. Él no había sido agricultor, pero sabía de las cosas del campo. De sus tiempos mozos o de ayudar en la casa de sus padres en los veranos. Cómo se hunde el arado, cómo llegaban las amapolas con las lluvias tardías de mayo, los destellos plateados en el álamo blanco, el crujir de los rastrojos, las luces de las tardes alargándose en el cielo del estío.

Conocía los pájaros, los que aleteaban nerviosos o los que describían lentos círculos allá en lo más alto. Me los señalaba. Y los que anidaban en las sementeras. Me gustaba cuando hablaba de las cogujadas y calandrias. Y de un pajarito, el rile, que no he vuelto a oír nombrar. Una vez me llevó con él hasta uno de los prados que tenía que segar. Lo recuerdo bien. Manejaba con destreza la guadaña. Cada poco la afilaba en aquella piedra alargada de sílice que remojaba antes en un cuerno de vaca que llevaba enganchado al cinto. Estaba empapado de sudor; de vez en cuando se secaba con un pañuelo blanco. Se movía armoniosamente, lentamente, girovagaba en aquel gran escenario verde. Yo lo seguía de cerca, asustado. Porque la abuela Ángela me había dicho que aquellos prados para la siega estaban «infestados» de culebras.

Su huerto era una obra perfecta —como los cuadernos escolares que conservo de él—. Estaba hecho a su imagen y semejanza. Ya jubilado, lo cuidaba y cultivaba con ternura. Se ataba a esa carga con amor. En una de las partes de la Ética de Spinoza, no sé si en la cuarta, que trata de la servidumbre del hombre o de la fuerza de sus afecciones, hay una proposición —tengo anotadas algunas de ellas— que así reza: «Cuando amamos una cosa semejante a nosotros nos esforzamos, cuanto nos es posible, en conseguir que ella nos ame a su vez».

Todos los años preparaba aquel trozo de tierra. Roturaba, quitaba las malas hierbas, tendía una cuerda para dejar los líneos perfectos. Protegía de las heladas a las plantas cubriéndolas con plástico. Puede que hablase con ellas, sobre todo con aquellas que veía más enclenques.

Recogía los primeros y mejores tomates de la zona. Aunque él no los probaba. Prefería los pimientos, en todas sus variantes. Un día cambié con mi amigo Isidro, el informático, una caja de aquellos tomates por unas patatas, un pequeño saco, que a él le regalaba uno de sus clientes. Me llamó a los pocos días: «Oye, ¿de dónde has sacado estos tomates? Están buenísimos. Ya al partirlos parecen solomillo».

Por eso sé que trozos del Alma de mi padre quedarán diseminados por este mundo de los seres creados. Entre las manos y las palabras de generaciones de estudiantes de esa escuela de capacitación agraria, y en una fuente de loza blanca en este mismo verano, y en el aroma del sofrito que se esparcirá por un patio de vecindad en el barrio de San Esteban. Y puede que aparezcan también unas briznas en un congreso mundial sobre cocina casera. Yo sé que eso pervivirá siempre.

En otra de las proposiciones de la Ética, se dice: «Pertenece a la naturaleza de la Razón percibir las cosas como poseyendo una especie de eternidad». Así será. El señor Baruch Spinoza y mi compañero Horacio Martín están conmigo en esto. Y son de fiar, gente sana.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

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