/ por Jon Ureña Salcedo /
Play. Un anuncio intruso en YouTube irrumpe y con él toda una retórica de época: «¿Quieres opositar, pero crees que tu memoria ya no es lo que era? ¡Te han mentido! ¡Que no te engañen!». Pause. Dice una famosa frase, habitualmente atribuida a Mark Twain, que es más fácil engañar a alguien que convencerle de que ha sido engañado. Cabría plantear si la empresa que ha pagado este anuncio ha arriesgado parte de su capital en intentar contradecir dicha afirmación o si, quizás, puede haber algo aún más dificil que convencer a alguien de que ha sido engañado, a saber: convencerle de que no ha sido engañado cuando el engaño consiste, precisamente, en hacerle creer que sí. En esencia, la fórmula de la frase seguiría vigente, pero con el añadido de un sutil ardid consistente en la caracterización del primer elemento con la indumentaria del segundo. La orientación para la praxis que se deriva de una interpretación literal de la frase atribuida a Twain, sin embargo, vendría a prescribir que, si el objetivo es evitar el engaño, ante una afirmación dada lo prudente es desconfiar de la posición que resulte más fácil adoptar, es decir, sospechar de lo que se nos aparece como evidente. Nada es lo que parece.
Suponer que uno ha estado (y probablemente está) siendo engañado se convierte así en una especie de piloto automático para relacionarse a contrapelo con la realidad, mientras que dudar de esa posibilidad aparece como el cándido ademán que abre el resquicio por el que puede colarse la trampa. Dicho de otro modo, suponer el engaño ya de entrada es un modo de cierre subjetivo frente a su posibilidad. Lejos de ser una actitud prudente de apertura que asume la posición precaria de uno respecto a la realidad, se revuelve violentamente en un intento desesperado por cancelar a priori la posibilidad del engaño, creyendo posible emanciparse de dicha precariedad de una vez por todas. Ojos abiertos de par en par, grietas cerradas a cal y canto. Pero esa alerta implacable, ese empeño hipervigilante de cierre de toda posibilidad de engaño, corre el riesgo de parecerse a la típica escena cinematográfica en la que un personaje aterrorizado procede al bloqueo atropellado de todas las puertas y ventanas para, a continuación, comprobar que desafortunadamente se ha encerrado con la inesperada compañía del asesino. Rehuyó sospechar hacia dentro. Maticemos, entonces: ojos abiertos a cal y canto, grietas cerradas de par en par.
Parece existir cierta vinculación entre los conceptos de engaño y poder. Después de todo, muchas definiciones de poder aluden a la capacidad de producir efectos en la realidad, en general, y en el pensamiento o la conducta de otros en particular. Ese poder de inclinar los comportamientos o los pensamientos de otros hacia direcciones deseadas puede estar basado, así, en el engaño. El engaño sería uno de los medios de los que dispone o puede disponer el poder para la consecución de sus fines. Conocida, pues, la soltura con la que el engaño puede dominarnos con respecto a las débiles resistencias que somos capaces de interponer, parece lógico pensar que los sujetos dirigirán su atención hacia esa falla. La vigilancia, después de todo, prolifera y se redobla en los accesos. Pero igualmente lógico parece pensar que el poder que quiera servirse del engaño podrá prever este giro: un esfuerzo por compensar la vulnerabilidad ante el engaño en la forma de una sospecha constante de fondo. Y si hay algo que puede detener fácilmente la sospecha es la confirmación. Por ello, parece cabal imaginar que el poder que desee servirse del engaño juegue precisamente con estas dos cosas: con la facilidad con la que los sujetos son engañados y con el repliegue defensivo que en ellos producirá la toma de conciencia de ello. Dicho de otra forma, con la lógica del señuelo. El poder que quiera servirse del engaño deseará, por tanto, que el sujeto que opta por una apertura inicial a la posibilidad de ser engañado con la voluntad de evitarlo sienta que confirma (y está en camino de clausurar) sus sospechas con algo que no involucre sustancialmente a ese poder.
Se ha insistido en la ausencia de un centro identificable del poder en el capitalismo contemporáneo. Difuso, opaco o invisible son adjetivos habitualmente utilizados para ilustrar la naturaleza de este poder, los cuales evocan la atmósfera semántica de un objeto que obstaculiza su adecuada aprehensión conceptual o teórica por parte del observador. Esta constatación, asimismo, es congruente en parte con la definición de élite que dio el viejo Carl Schmitt. La élite es aquel «grupo del que no se puede escribir impunemente su sociología». José Luis Villacañas1 reflexiona en torno a esta definición como herramienta para distinguir civilización de barbarie, lo que tendría que ver, así, con la posibilidad —civilizatoriamente permitida, bárbaramente prohibida— de hacer sociología de las élites. Cabría contemplar, entonces, la posibilidad de que la élite pueda convertirse en una temática precisamente para dificultar tanto como sea posible una adecuada aprehensión conceptual de la élite concreta realmente existente. Desde esta óptica, nada parecería interesar más a las élites reales que las descripciones de élites ocultas con capacidad de atraer el descontento.
Por otro lado, parece certero imaginar que el conspiracionista se pregunte cómo puede ser posible que la élite permita que se escriba de ella. Al fin y al cabo, lo más fácil es ser engañado. Si puede contarse, procedería sospechar de ello. Civilización, así, sería aquí casi indefectiblemente trampantojo de barbarie, lo cual excluye la posibilidad civilizatoria ya de entrada: todo es barbarie más o menos sofisticada (solo quedaría desear una barbarie amiga). Allí donde hay posibilidad de hacer sociología de la élite, allí cabe sospechar de la existencia de una élite oculta que escapa así de ella. Los malos siempre ganan. Solo lo rechazado, lo prohibido y lo desacreditado parece emerger con la sanción de esta nueva legitimidad invertida. De este modo, la sospecha conspirativa va muy lejos y sin embargo (uno se ve tentado incluso a pensar si, quizás, por ello) no llega hasta el —cercano, demasiado cercano— final: no es capaz de aguantar su propia mirada frente al espejo. No deviene metaconspiracionista.
La condición precaria del sujeto singular frente a un poder de esta naturaleza parece situarlo en una situación similar a la que Hans Blumenberg describió al hablar del absolutismo de la realidad:2 una posición precaria de vulnerabilidad respecto a un horizonte de posibilidades amenazantes que aún no ha sido aprehendido conceptualmente. El mito aparecería aquí como la herramienta para hacer abordable, siquiera de alguna forma, lo que hasta entonces no lo era. Otro concepto blumenbergiano, la metáfora absoluta3 constituye (como el mito) una respuesta a preguntas ineludibles que sin embargo no es posible contestar teoréticamente. Si bien, mientras los mitos llevarían aparejados el sello del tiempo, esta respuesta se presenta abiertamente como ficción, como un arreglo provisional que hace posible la comprensión y permite orientar las conductas. Es preciso señalar, además, dos sentidos en los que se mueve la metáfora en la obra de Blumenberg. En primer lugar, la metáfora puede ser una herramienta al servicio del concepto, cuya función es abordar los obstáculos que presenta la conceptualización adecuada de ciertas cuestiones en una etapa preliminar. En segundo lugar, Blumenberg explora la metáfora (absoluta) como modo de lidiar con la inconceptuabilidad, esto es, con la irreductibilidad conceptual de objetos (el universo, la historia, la vida, el yo…) que no permiten ir más allá de este abordaje metafórico. Las metáforas absolutas, por tanto, lidian con un horizonte de provisionalidad insuperable; si bien pueden ser sustituidas y precisadas, moviendo con ello horizontes históricos de sentido y orientando conductas, posibilidades y exclusiones.4
Hay poderosas razones para pensar que las teorías conspirativas, pese a que pueden brotar de una situación subjetiva relativamente similar al absolutismo de la realidad, no asumen las funciones que el mito cumplió en aquella situación primigenia. Originariamente, el mito habría servido como herramienta de descarga, de división arcaica de poderes, frente a lo que aparecía como un bloque informe y opaco, mientras que las teorías conspirativas tienden a la restitución unitaria de un poder que aparece fragmentado y difuso. Así, mientras que los mitos se enfocaron en rebajar la arbitrariedad con la que se manifestaba aquella realidad, haciendo que los poderes que gobernaban el mundo quedasen sujetos a regulaciones, las teorías conspirativas subrayan la arbitrariedad real que se oculta tras las engañosas y aparentes regulaciones a las que dice quedar sujeto el poder. Pero, quizás, es fructífero indagar sobre la conveniencia de aproximarse a la significación contemporánea de las teorías conspirativas y su relación con el poder desde las demarcaciones teóricas de la metáfora.
En lo cotidiano, es común hablar de que la realidad, el universo o el destino, los grandes y viejos poderes inasibles, conspiran a favor o en contra de los sujetos singulares. No es de extrañar: en momentos de impotencia frente a un destino infausto o una realidad que muestra ramalazos absolutistas y arbitrarios, identificarse como su víctima ya otorga un lugar e inviste al sujeto con un halo de relevancia. Pero cabría preguntarse entonces si ante la creciente complejidad y la consiguiente dificultad de aprehensión conceptual del poder contemporáneo se produce una elevación de poderes más mundanos a aquellas alturas inconceptualizables. ¿Asistimos, entonces, a un proceso de absolutización de la metáfora de la conspiración para abordar la cuestión del poder? Quizás es ir demasiado lejos. Sin embargo, la reflexión en torno a esta relación parece aportar valiosas intuiciones. Si la aprehensión conceptual del poder encuentra obstáculos, cabe pensar que una aproximación metafórica resulta privilegiada. La metáfora absoluta es un caso extremo en el que lo primero no es posible y, por ello, lo segundo —el acercamiento metafórico— se hace obligatorio a fin de posibilitar algún tipo de relación con la cuestión. Esto, como se ha dicho, constituye un arreglo de urgencia, pragmático, una forma de dar (alguna) respuesta a preguntas ineludibles.
¿Puede tener algo que ver con esta dimensión metafórica la cuestión del poder contemporáneo y su vínculo con las teorías de la conspiración? El Manifiesto conspiracionista,5 por ejemplo,se autodefine como un esfuerzo de comprender el mundo, un esfuerzo «descarado» en tanto que se hace en «nuestros propios términos», con «nuestros propios medios» y partiendo de «nosotros mismos». En circunstancias en las que el abordaje conceptual no es posible, Blumenberg nos diría que los únicos términos y medios de los que nosotros disponemos son metafóricos. Pero conviene no olvidar algo ya mencionado: la metáfora absoluta se presenta a sí misma como ficción. Esto nos sitúa en un territorio complejo. Hay cuestiones ineludibles, preguntas que no es posible no plantearse, pero, al mismo tiempo, estas solo admiten respuestas de carácter metafórico. No es posible relacionarse con ellas de otro modo. Y, además, dichas respuestas han de presentarse abiertamente como metáforas, obligando a una renuncia, a la aceptación de un límite: no es posible aspirar a más que a ese acercamiento metafórico. Incluso si se aceptase la posibilidad de llegar a una determinación conceptual de tales cuestiones, ello pasaría por asumir que, provisionalmente, solo es posible esta aproximación metafórica.
Así, ya sea a regañadientes, parece posible interpretar las teorías conspirativas como metáforas del poder si se asume un contexto que dificulta sobremanera su aprehensión conceptual. Esto podría dotarlas —dadas las circunstancias— de cierta legitimidad pragmática. Pero esto solo se puede hacer relativamente aceptable asumiendo abiertamente esa dimensión metafórica, lo cual no parece encajar con la forma en que las teorías de la conspiración se presentan, en tanto que modos de desvelamiento de la verdad, de lo que literalmente está pasando. ¿No revela esta manera de enfocar el conspiracionismo un rechazo de la ficción, una negación del límite que nos obliga a relacionarnos mediante ficciones con ciertas cuestiones que no admiten otros modos? Y más aún, ¿no es ese rechazo teatralizado una ficción misma que es representada como si fuese real, esto es, una literalización de la metáfora? Porque decir la puñetera verdad puede ser la temática de la ficción, de la misma forma que el engaño puede consistir en convencerse de que uno está siendo engañado.
Es común, por ejemplo, que las teorías conspirativas afirmen que lo que se muestra en ciertas obras de ficción constituye en realidad una confesión velada del auténtico funcionamiento del poder. Pero esta confesión velada es de una naturaleza particular, invertida: haciéndolo pasar por un decir metafórico, la ficción diría literalmente lo que es. Cabría interpretar esta tendencia a literalizar lo metafórico como un rechazo de la suspensión de la incredulidad, esa operación subjetiva necesaria para poder relacionarse satisfactoriamente con la realidad mediante la ficción. O la ficción no es más que una falsedad y, por tanto, queda bloqueada toda relación con ella; o, al contrario, la ficción confiesa una verdad, en cuyo caso hay que tomarla en sentido literal. En cualquier caso, la suspensión de la incredulidad queda excluida. El rechazo reactivo de la necesidad de suspensión de la incredulidad debería provocar la misma mirada que recibe el niño que exclama que el truco de magia —qué tierno— «¡tiene truco!». A él no le engañan. Sin embargo, este rechazo, que no puede (o no quiere) distinguir la credulidad de la suspensión de la incredulidad, se torna especialmente problemático en cuanto a aquellas cuestiones políticas que pueden reclamar precisamente un trato metafórico o ficcional.
De la misma manera que, como muestra Blumenberg, la metáfora es un paso necesario para la determinación conceptual de cuestiones que no son inmediatamente conceptualizables, o la única forma de relacionarse con cuestiones inconceptualizables; quizás, en ciertos contextos de bloqueo o impasse, el rechazo reactivo de la suspensión de la incredulidad política, sobre todo, alienta la parálisis y la esterilidad. Decía Jacques Lacan que «los no incautos se equivocan» y, de forma similar, el rechazo de la suspensión de la incredulidad política, como reacción defensiva frente a la posibilidad del engaño político, se asemeja al ejercicio (en nombre de una supuesta claridad del habla) de tomar en sentido literal las metáforas, desactivando así su valiosa utilidad (de muchos quilates) y vedando el acceso a los aspectos de la realidad que no admiten o dificultan profundamente —aquí y ahora— otro acercamiento que no sea metafórico.
1 José Luis Villacañas: «Élites», Levante-EMV, 18 de febrero de 2014.
2 Hans Blumenberg: Trabajo sobre el mito, Barcelona: Paidós, 2003.
3 Hans Blumenberg: Paradigmas para una metaforología, Madrid: Trotta, 2018.
4 Antonio Rivera García: «Hans Blumenberg: mito, metáfora absoluta y filosofía política», Ingenium, núm. 4 (2010), pp. 145-165.
5 Anónimo: Manifiesto conspiracionista, Logroño: Pepitas de Calabaza.

Jon Ureña Salcedo (Orcasur, 1984) es graduado en ciencia política y de la Administración por la UNED y máster en teoría política y cultura democrática por la Universidad Complutense.
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