Escenario

Desvío hacia la niebla

Eduardo García escribe sobre 'Detour', aclamadísima película de serie B, rodada en solo seis días con muy bajo presupuesto, pero una de las obras maestras de la historia del cine.

/ por Eduardo García Fernández /

Se dice que el cine es una fábrica de sueños, pero a veces también crea auténticas pesadillas, y este es el caso del filme Detour (1945), de Edgar G. Ulmer (Chequia, 1904; Hollywood, 1972). Con un título tan sugerente —la traducción sería «Desvío»—, alude a cómo la vida del personaje principal, un auténtico antihéroe, lo va zarandeando, nunca mejor dicho, desviando de sus verdaderos propósitos, de alcanzar lo deseado, que es su amada y un trabajo digno en el que sean reconocidas sus cualidades de pianista. Los dos ingredientes necesarios de toda vida adulta: amor y trabajo, que diría Freud, y, parafraseándolo, «amar tu trabajo y trabajar tu amor». Sin embargo, si toda vida humana es el resultado de tres factores fundamentales, como afirma Ortega y Gasset —la vocación, la circunstancia y el azar—, aquí asistimos a la íntima articulación de estos tres ingredientes, pues Al Roberts, el protagonista, es un pianista cuya vocación no es reconocida en el local nocturno de mala muerte en el que toca (es memorable la escena en la que está aburrido tocando un tema clásico de forma un tanto burda y acelerada; justo en ese momento le dan una propina de diez dólares) junto con su pareja, la cantante Sue.

Si la vocación es el tipo de hombre que toda persona está llamada a ser, o cómo dice Píndaro «llegar a ser el que eres», el protagonista necesita viajar a la costa oeste California, más en concreto Los Ángeles, donde ya está Sue (puesto que ella se ha ido primero), y ser reconocido como pianista, pero para hacerlo no tiene dinero y viajará en autostop desde Nueva York. Las circunstancias del viaje, con más dificultades que facilidades, determinarán su vida. Si el tercer factor fundamental es el azar —y no tercero por menos importante—, este interfiere en la vocación y circunstancia, y, así, en esta magnífica película asistimos a cómo el azar, o la mala fortuna, golpea dos veces al protagonista, incluso con situaciones verdaderamente irónicas. Sin embargo, Al Roberts, más que ver mala suerte en lo que le acontece alude al destino, a una suerte de fatum, y dice: «el destino o algún tipo de fuerza misteriosa puede señalarme a mí, o a uno cualquiera, con un dedo, sin motivo alguno». ¿Quién no ha oído aquello de: «estaba destinado que muriese allí, o no la tenía allí»? Los antiguos griegos utilizaban el vocablo moira, que significa indistintamente «destino», «parte» o «porción» , en referencia a su función de repartir a cada mortal la parte de existencia y de obras que le corresponde en el devenir del cosmos. Aquí Ulmer se aproxima a Fritz Lang, en cuyas películas el destino trágico tiene un gran protagonismo. Ambos cineastas centroeuropeos huyeron del nazismo y vivieron la primera guerra mundial, también llamada Gran Guerra, hasta que hubo otra y empezaron a numerarlas.

El talento de Edgar G. Ulmer brilló como pocos en las películas de serie B, llamadas así por ser de bajo presupuesto, pero también por lo siguiente que decía el maestro del terror Roger Corman:

«Las películas de serie B han sido objeto de una distorsión que induce a error. En sus orígenes las películas B eran la segunda parte de un programa doble. Durante la Depresión, los años treinta del pasado siglo, para que las personas acudiesen más al cine, los propietarios ofrecían dos películas al precio de una. Los estudios tenían una principal, serie A de producción, y una de serie B. Las de serie A eran largos largometrajes; y las de B, cintas secundarias. Sin embargo, cuando hoy hablamos de cintas de serie B, hablamos de cintas de bajo presupuesto».

Así, con un escaso presupuesto y en tan solo seis días, aunque ensayando un mes, Ulmer creó esta maravillosa joya.

En un documental sobre Ulmer, un aficionado a su cine decía algo verdaderamente gráfico: «Las películas de serie B son algo así como los hijastros pelirrojos del cine, que requieren mucha comprensión y mucha atención especial. Son una forma de arte en sí misma». Detour, realizada con pocos recursos económicos y en menos de una semana por una pequeña compañía independiente, es considerada por la inmensa mayoría de los críticos e historiadores del cine como una obra singularísima del cine negro de serie B y aquella en la que el genio de Ulmer brilló con una mayor maestría e ingenio. Ulmer hizo, en definitiva, de la necesidad virtud; era capaz, como se suele decir, de sacar agua de las piedras.

Si buscamos una definición certera de cine negro, según el historiador de cine Noël Simsolo  en su excelente libro El cine negro, algunos lo consideran el brusco revelador de la otra cara de los espejismos del sueño americano; y otros piensan que esta forma de cine amalgama las complejidades del alma humana en todas las circunstancias y todos los países del mundo. Así pues, este filme es al mismo tiempo la cara B —nunca mejor dicho—  del sueño americano, por el antihéroe y sus infortunios, y a la vez nos muestra la profundidad de la niebla del alma humana en tan solo sesenta y siete minutos.

Como europeo refugiado en Hollywood, su temática es la desesperación, utilizando elementos que proceden del cine alemán anterior al nazismo y también del realismo poético francés. Además, la realidad parce deformada artísticamente, provocando un sentimiento de angustia, utilizando la voz en off, los travellings artesanales poco ortodoxos y el manejo de las sombras, que resulta asombroso. Así, al inicio del flashback (un ingrediente fundamental del cine negro) de Al Roberts, mientras Sue canta, vemos tras ella la sombra alargada de un trompetista, un saxofonista y el clarinetista. Parece que asistimos al sueño de Al Roberts más que a un mero recuerdo. Esta atmósfera entre onírica y de pesadilla está sumamente lograda y es uno de los mayores aciertos del filme. Además, no podía faltar la femme fatale, en este caso una Ann Savage que hace de mala malísima, dotada de un veneno insuperable, quizás solo igualada por Jane Greer en el papel que interpreta junto a un Robert Mitchum rendido a sus pies en la magnífica Retorno al pasado (Jacques Tourneur, 1947), o por Gene Tierny en el papel de neurótica criminal en la estupenda Que el cielo la juzgue (John M. Stahl, 1945). Estas tres mujeres encajarían a la perfección en aquella famosa frase del gran Raymond Chandler, que ponía en boca de su detective Philip Marlowe: «Si sobre ellas se hubiera caído un helado, no se habría derretido». Sin embargo, a juicio del cineasta Wim Wenders, el personaje que interpretó Ann Savage «se adelantó treinta años a su época, porque es un personaje femenino revolucionario. En ella se inspira la mitad de las ideas de los castings de Quentin Tarantino». Incluso la forma en que aparece la femme fatale es inquietante, tanto que cuando un travelling la va acercando hacia el protagonista no habla, y durante un buen tiempo permanece en silencio. Como diría John Milton, «si la serpiente inspira tanta inquietud y ha personificado el espíritu del mal, se debe a su condición de ser radicalmente silenciosa».

Otro aspecto realmente curioso es cuando comienza el flashback con la voz en off. No estamos asistiendo a la historia del protagonista, sino a cómo lo recuerda él subjetivamente. Es su impresión del pasado; no sabemos cuál es la historia verdadera, sino que vemos su delirio, su paranoia. Nunca he visto una película donde se mostrase tan bien el interior de un personaje, esa especie de bruma interior que consigue ser tan desasosegante (David Lynch está muy influido por esta película, en concreto su Carretera perdida, 1997).

Al volver a ver esta película, es inevitable recordar una escena en la que Al Roberts, en una discusión con Vera, la malvada, tira del cable del teléfono mientras ella está borracha y metida en otra habitación con el cable enroscado al cuello, muriendo ahogada por el protagonista, que no sabe lo que realmente ha hecho. Sin embargo, más bien parece que su muerte se deba a que la propia cola de la serpiente (Vera) la estranguló.

A pesar de los solo sesenta y siete minutos de duración, las cortinillas que utiliza para pasar de unas escenas a otras son parsimoniosas, logrando un efecto onírico, como un sueño donde la bruma se levanta y se posa de forma precisa y suave.

Como hemos dicho, Ulmer rodó en tan solo seis días esta pesadilla en blanco y negro por la que el actor Tom Neal quedaría marcado, pues esta película parece una premonición de lo que le sucedió en su vida: cumplió condena acusado por el asesinato de su esposa; acabó en la cárcel y a los siete años salió demostrando su inocencia. Al poco, falleció de un ataque al corazón.  En el comienzo de Detour, el personaje principal, Al Roberts, camina solo en la oscuridad de la noche, abatido, con la mirada perdida y vacía, la corbata aflojada, con barba de varios días, noqueado por la vida. Así podría ser el final de los días de Tom Neal, un boxeador amateur al que la vida golpeó arrojándolo a las tinieblas. La realidad, una vez más, supera a la ficción con creces. Me pregunto: ¿qué diría Tom Neal si se arrimara a la barra de un bar y comenzara a narrarnos cómo había sido lo acontecido? Esta sí que sería una auténtica pesadilla.


Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.

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