/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
Se conoce como semiología médica la batería de procedimientos destinados a recolectar indicadores apoyándose en herramientas físicas, bioquímicas o histológicas. Podría parecer que semejante arsenal automatiza el trabajo. Sin embargo, lejos de una mera lectura y traducción, sigue requiriendo interpretación. El ejercicio de la clínica es una de las más elevadas manifestaciones de lo que Ginzburg llamaba un paradigma indiciario, es decir, el uso de pistas, sus relaciones de inclusión y exclusión, su facultad de significación y su polisemia, para acceder o al menos acercarse a una verdad imperceptible (Atisbos en Gargani [ed.]: Crisis de la razón). En el diagnóstico diferencial, parte verdaderamente creativa de la medicina clínica, un mínimo detalle puede orientarnos a una valoración correcta o a cometer errores irreparables. Los últimos tiempos han revalorizado lo individual en el proceso mórbido, componente olvidado en la edad de oro del positivismo estricto. Se restaura la visión hipocrática de que no existen enfermedades, sino enfermos. En la ciencia y arte de la diagnosis recobra relevancia la apreciación de indicios adicionales, el clásico ojo clínico.
Un simpático abuelo sostiene a su nieto sobre las rodillas. Su mirada transmite sabiduría y cariño; la del pequeño denota un carácter curioso y atento, aunque no parece impresionado por el singular aspecto que presenta la nariz del viejo. Seguramente a un chico de mayor edad le resultaría molesto, pues las granulaciones acumuladas de un rinofema le dan un toque algo repulsivo, a pesar de su deseo de agradar. En las cercanías se sienta una hermosa joven de estilizada silueta con un niño en brazos. La tierna atención que le dedica confirma que se trata de una madre con su hijo. Si nos fijamos en su mano derecha, detectamos en las articulaciones interfalángicas unos engrosamientos que delatan artritis reumatoide. Ahora aparece un muchacho que guarda un aire de familia con la dama, y muestra los mismos signos. A cierta distancia mantienen una conversación dos mujeres entradas en años. Su semblante revela los efectos del paso del tiempo, si bien vestimentas y aderezos reivindican una juventud ya lejana. Al examinar sus rasgos, sorprende la deformidad nasal de una de ellas. Estamos ante una lesión similar a la que recae sobre la lozana andaluza; el diagnóstico de un estadio avanzado de sífilis se impone.
En un rincón apartado, fuera de la vista de las personas sensibles, está sentado un pobre niño. El tamaño desmesurado de su cabeza evidencia una hidrocefalia que se asocia a señales de parálisis facial. Con toda probabilidad es un oligofrénico, quizás afectado de cretinismo, según sugieren los indicios que vemos en su cuello. Una mujer de severo vestido negro y tocada con un amplio sombrero reza arrodillada. Su rostro expresa fatiga y tristeza infinitas. Parece prematuramente extenuada, posiblemente por múltiples partos y una vida penosa. Un orondo caballero con ínfulas aristocráticas se arrellana en su sillón. Su ropa presuntuosa y modales amanerados no impiden que reparemos en sus miembros inferiores: el vanidoso sujeto descansa su pie vendado sobre un escabel. No hace falta evaluar el nivel de ácido úrico en su sangre. Su obesidad y la posición forzada que adopta permiten sospechar una gota en estado avanzado. Observamos a otro individuo de distinguida apariencia, elegante atuendo y cuidado bigote. Algo en su porte ofrece una característica curiosa. Es un caso manifiesto de prognatismo, es decir de proyección de la mandíbula hacia delante, acompañada de ligera prominencia de todo el conjunto facial. Si desviamos un poco la mirada, topamos con unos padres rodeados de sus retoños. De los diez, solo dos parecen sanos. Otros dos sufren sobrepeso, cuatro una visible joroba, y uno más padece raquitismo. El chico y la chica a la vera de la madre tienen un aspecto enfermizo y pálido, mostrando una extrema delgadez. Un ojo clínico advertido capta en esta familia signos de gota, malaria o artritis aguda. El último personaje en el que nos detendremos es un anciano de canosa barba que, mientras come, deja al descubierto su pierna izquierda, que ostenta un aparatoso vendaje. Aunque no se pueden ver sus manos y pies, la calvicie y la localización de sus curas, que probablemente disimulan úlceras, conducen a un diagnóstico de lepra.
Cielos, pero ¿qué es esto? ¿Dónde estamos? ¿Nos encontramos, por casualidad, en un consultorio de medicina general de la Seguridad Social? Eso no es posible. Más bien debería ser una tienda de campaña de Médicos Sin Fronteras en algún lugar del Tercer Mundo. Pues en absoluto. Acabamos de revisar unas cuantas ilustraciones de un libro de arte. El abuelo con su nieto fue pintado por Ghirlandaio, la joven madre es la Madonna Bardi de Botticelli, y el adolescente el protagonista de un retrato del artista florentino. Las animosas mujeres de la charla fueron plasmadas por Goya en un cuadro que recibe diversos títulos, entre otros el más obvio, Las viejas. El desdichado enano es El niño de Vallecas que pintó Velázquez, y la agotada progenitora múltiple es Maria Portinari, tal como la vio Van der Goes en el tríptico homónimo. La misma mujer aparece en la esquina reservada a los comitentes en La pasión de Cristo de Memling, ejecutada un lustro antes. En esa tabla, recién desposada, se la ve juvenil y vigorosa. Cuando se casó contaba catorce o quince años, y su marido, Tommaso Portinari, delegado en Brujas de la Banca Medici, 42. En tan corto intervalo, se ha disipado del semblante de la dama cualquier atisbo de la muchacha que fue. El sujeto gotoso es el conde que preside la sesión, blandiendo su árbol genealógico, en el primer episodio de la serie de Hogarth Matrimonio a la moda. Se escenifica la formalización del contrato, ese acto que tan fielmente refleja el carácter de transacción comercial de estos enlaces. El individuo de prominente mandíbula es Felipe IV de España, inmortalizado por Velázquez. El hogar aquejado de tantas lacras dista de ser disfuncional o de estar compuesto por seres marginales, miserables y excluidos. Nos hallamos en presencia de La familia Gonzaga, el retrato de grupo que Mantegna realizó a los duques de Mantua. En cuanto al anciano que a duras penas oculta las llagas reveladoras de su mal, asoma en un rincón de Santa Isabel cuidando a los enfermos de Elsheimer.
Los casos que hemos visto son un muestrario mínimo de los cientos de piezas pictóricas en las que se observan síntomas de dolencias. Es impresionante que pigmentos sobre unos soportes como muros, tablas o lienzos puedan atestiguarlos. Un examen atento nos descubre los trastornos que padecieron hace siglos esos personajes, de los cuales tal vez no sabemos nada más; incluso detectamos signos que, a ojos de sus contemporáneos, no delataban afección alguna. Las artes plásticas, y en concreto la pintura, consiguen poner ante nuestra mirada evidencias clínicas de larga duración.
Los indicios que brinda la literatura tienen características distintas. Las grandes novelas realistas y naturalistas rebosan de inventarios fidedignos de cuadros clínicos, pero no es eso lo más importante. Si esos textos compiten con la visión científica de la escritura médica, se separan de ella en un punto crucial, aparte de la calidad artística. Además de la lista de los hechos, los novelistas retratan los efectos individuales y colectivos de la afección. En La taberna de Zola, las infaustas secuelas del alcoholismo hablan de enfermedad y, al mismo tiempo, de la catástrofe psicológica y social que arrastra consigo. El relato del delirium tremens de Coupeau en el último capítulo es difícilmente comparable a un seco informe médico:
«Creía que había telarañas grandes como velas de barco en las paredes. Luego esas telas se convertían en redes cuyas mallas se estrechaban y agrandaban […] unas bolas negras se movían entre las mallas […]. De pronto gritó: ¡Las ratas! ¡Ahora vienen las ratas! Aquellos asquerosos animales crecían, pasaban a través de la red, saltaban sobre el colchón y desaparecían. Había también un mono».
La gráfica evocación de los síntomas es solo uno de los méritos del escritor, que esboza un fiel retrato del infortunio de unas clases sociales y unos sujetos aspirados por el espíritu de la época. La autodestrucción de Coupeau y el final de Gervaise, a quien «la muerte se llevaría poco a poco, trocito a trocito», no son sucesos neutros; son propiciados por un sistema y una forma de vida específicos.
«Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas ciertas hinchazones, que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas menos que eran llamadas bubas por el pueblo […] manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en brazos y muslos y cualquier parte del cuerpo […] no solamente eran pocos los que curaban, sino que casi todos antes del tercer día […] morían».
Esta descripción de los estragos de la Peste Negra de 1348, que podría estar extraída de un estudio clínico actual, procede del Decamerón de Boccaccio. En forma de crónica y no de ficción, se expone con detalle el avance de la calamidad. Los indicios convencerían a cualquier médico de estar viendo los devastadores efectos de una virulenta plaga de Yersinia pestis. Resulta fundamental para el desarrollo de la obra, ya que es el motivo por el cual los jóvenes se alejan de Florencia en busca de parajes más salubres, y entretienen sus jornadas campestres con la narración de cuentos. La introducción a la Primera jornada presenta también una evocación magistral de la conmoción colectiva generada por la epidemia. De repente la peste, y afloran los más bajos instintos. Orden y disciplina quedan abatidos ante el imperio de la muerte. «Y con todo este comportamiento de fieras, huían de los enfermos cuanto podían. […] estaba la reverenda autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y deshecha […] por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo que le pluguiese». Este patrón en el que una crisis altera las conductas comunitarias y produce un descontrol social total es un lugar común. Basta con que una catástrofe derribe la delgada pared de la cohabitación normal para que despunten los signos de una vuelta a los impulsos más primitivos.
Las mismas quejas por las iniquidades y atropellos cometidos en esas circunstancias se encuentran en el Diario del año de la peste, donde Defoe recrea la de 1665, que causó más de cien mil víctimas en Londres. «Era una época en que la salvación particular ocupaba de tal forma el espíritu que no había tiempo de pensar en las miserias de los demás». Esta obra publicada en 1722 es fruto de una intensa investigación del autor, ya que entonces contaba solo cinco años. Como afirma Artaud en El teatro y su doble a cuenta de la peste de Marsella en 1720, «bajo la acción de la plaga, los marcos de la sociedad se licuan. El orden cae». Ya la exposición de la epidemia ateniense que hace Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso contiene similares ingredientes. Su minuciosa enumeración de los síntomas y secuelas de la enfermedad es de alto valor clínico. Con ánimo sintético, ha recogido los datos que estima comunes a los afectados. También aquí, con la convulsión provocada por la plaga y el desmoronamiento de la apariencia de normalidad, lo que era salvajismo se ha convertido en actos ordinarios, casi normales. La muerte golpea inmisericorde a todos. Los buenos, que cuidan de sus prójimos infectados, acaban sucumbiendo. Pero quienes olvidan o eluden sus deberes solidarios terminan igualmente alcanzados por su karma.
Los que a los suyos enfermos de visitar se guardaban
del harto temor de la muerte y de vida harto de ansia
los castigaba al poco con muerte mísera y mala
su propio abandono
(Lucrecio: De rerum natura).
La calamidad funciona a lo largo de los siglos a modo de señal de una potencial desintegración de la convivencia. Las alertas sobre la cercanía de un desastre social deberían contribuir a prevenirlo y paliar sus consecuencias.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
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