Al otro lado del Muro

El extremismo de derechas en la RDA

Fernando Ramírez de Luis se estrena como colaborador de EL CUADERNO contando la poco conocida historia de cómo lidió la República Democrática Alemana con la reviviscencia del neonazismo en su territorio.

/ por Fernando Ramírez de Luis /

Alemania es conocida por ser el epicentro del neonazismo europeo de los ochenta. Comenzó siendo un espacio fértil para el extremismo en el deporte. Luego, crecieron los casos de agresiones racistas y xenófobas. Después llegaron las trifulcas y palizas a punkis y gais y las profanaciones de tumbas en cementerios judíos. Finalmente, varios extranjeros pagaron con la vida el cruzarse con ultras.

Nada de esto sorprendería si estuviéramos hablando de Alemania Occidental. En realidad, los hechos arriba descritos tuvieron lugar en la socialista República Democrática Alemana entre 1979 y su fin en 1990. Este artículo pretende abordar las causas del problema, sus síntomas y la forma en que el régimen socialista intentó confrontarlo. Sus acciones tuvieron un gran impacto y pueden explicar el vigor del movimiento ultra en el este de Alemania.


Antecedentes: hacer de la necesidad virtud

La relación con el nazismo del régimen socialista fue compleja desde sus inicios. La cooptación de la Wehrmacht fue un factor importante en la estrategia bélica y política soviética contra Hitler. A tal fin, se creó el Comité Nacional por una Alemania Libre en 1943. Su discurso era inicialmente cercano al nacionalismo alemán, aunque este afán decayó tras el complot de 1944. Para entonces, pese al uso de símbolos del Reich como la bandera imperial, el grupo estaba compuesto por comunistas exiliados.

El vínculo continuó en el proceso de creación de la RDA. Así, Stalin impulsó la integración del nazismo sociológico en el sistema político de la Zona Soviética de Ocupación. El fin fue crear un nacionalismo alemán potable para la pequeña burguesía y complaciente con la URSS. Esto permitiría combatir el anticomunismo de la derecha capitalista y mantener a raya tendencias extremistas. El proceso comenzó con la Orden 35 del Comando Militar Soviético de 26 de febrero de 1948, que puso fin al proceso de desnazificación. Su punto álgido fue la creación del Partido Nacional Democrático de Alemania (NDPD). Este fue liderado por miembros de la SA y excomunistas, los llamados nazis chuletas (por ser marrones por fuera y rojos por dentro). Sus inicios fueron problemáticos y generaron tensiones entre el PSUA y las autoridades soviéticas. Algunas propuestas, como la de continuar publicando el diario del Partido Nazi, resultaron inaceptables. Finalmente, el NDPD se integró en el frente electoral único de la RDA hasta su disolución en 1989.

Otros antiguos simpatizantes nazis, por oportunidad u otros motivos, consiguieron hacer carrera en el PSUA. Esto se permitió a partir de 1946, cuando la militancia se abrió a antiguos miembros del Partido Nazi. El propio PSUA comenzó a investigar los antecedentes de sus militantes tras los juicios de Waldheim contra criminales de guerra. Gracias a esos datos, se puede estimar el número de compañeros de viaje que engrosaron sus filas. El historiador Jan Foitzik los cifra en un 27% de la militancia en 1954. Ese año, el partido cuantificó la cifra de afiliados vinculados con el régimen nacionalsocialista en 330.586. 106.377 pertenecieron al Partido Nazi, 74.223 a su órbita y 149.986 militaron en la Juventud Hitleriana o las Muchachas Alemanas. La discrecionalidad sobre los antecedentes (muchas veces irrelevantes) puede explicar ciertas tendencias en el partido.

Irónicamente, muchos de estos miembros del PSUA no dudaron en reivindicar su pasado nazi tras la reunificación. La periodista Daniela Dahn narra la historia de un profesor de formación profesional activista del partido. Su pensión fue congelada durante la instrucción de un procedimiento sancionador por su militancia comunista. Al probar sus servicios como funcionario en el Ministerio de Aviación nazi, se le reconoció la pensión máxima. Además, el gobierno alemán le abonó atrasos por casi 150.000 marcos, en torno a 80.000 euros.

Más allá de estos exnazis arribistas, también hubo una minoría extremista militante hasta 1961. Tenían contactos con sus congéneres occidentales y aprovechaban la laxitud fronteriza para operar y organizarse. Dejaron tras de sí algunas pintadas y agresiones, pero el Gobierno consiguió actuar contra ellos. Al levantamiento del Muro y ante el recrudecimiento de su represión, la mayoría de ellos huyeron al Oeste.


El auge y sus causas políticas y sociales

Este país fue el que me enseñó a andar;
en él aprendí cómo hay que hablar y pensar;
a comprar solo lo justo, y a compartir con los demás.
También enseñó a mi madre a reconstruir y a gobernar,
y por eso no lo quiero perder jamás;
Esta tierra es mi madre, y mi patria.

Oktoberklub, «La canción de la patria»

El cierre de las fronteras y las medidas de apaciguamiento crearon una apariencia de éxito contra el extremismo. La RDA se reafirmó orgullosa en su discurso antifascista y lo incluyó en su incipiente identidad nacional. La Constitución de 1968 proclamaba como fundamento del orden socialista la exterminación del militarismo nazi. La línea oficial denunciaba la complicidad de la RFA con el nazismo y propugnaba el compromiso con los derechos humanos. Como parte de esa estrategia, se publicó en 1965 el Libro marrón, de Albert Norden. En él se exponían las conexiones de 1800 personas con el nacionalsocialismo en cargos públicos o militares en Alemania Occidental. La lista incluía a 15 ministros y secretarios de estado, 100 almirantes y generales, 828 juristas o 245 diplomáticos. El libro causó una gran polémica en la República Federal tras demostrarse su veracidad.

Con todo, es posible que el chovinismo potenciara el extremismo de derechas, aun indirectamente. El peso del nacionalismo en el discurso político aumentó con la llegada al poder de Erich Honecker en 1971. El nuevo líder logró afianzar su poder incrementando el gasto social y asegurando el prestigio mundial del país. La coyuntura de los setenta resultó muy favorable a sus objetivos. De un lado, ambas Alemanias se encontraban en una situación de distensión que favoreció el crecimiento económico del país. Energéticamente, el crudo subsidiado por la URSS amortiguó el impacto de la crisis del petróleo. El ingreso del país en la ONU y su participación en los Acuerdos de Helsinki dotaron de visibilidad y respeto internacional al país. En retrospectiva, los años setenta fueron la época dorada de la RDA y su mayor fuente de legitimidad.

Sin embargo, este patriotismo socialista también dio un sustrato a la extrema derecha autóctona. A partir de 1974, Honecker hizo especial hincapié en asociar a la RDA con ciertos valores nacionales alemanes. Ello supuso reivindicar las figuras de muchos autores románticos e ilustrados y rehabilitar parte del imaginario prusiano. Estos elementos y la cerrazón fronteriza crearon un caldo de cultivo para el ultranacionalismo. Una situación similar tuvo lugar en Rumanía y en Bulgaria en los años ochenta. En el primer caso, Ceaușescu apostó por posturas cercanas al nacionalbolchevismo con la aquiescencia de intelectuales como Corneliu Vadim Tudor. Sus ataques a la minoría húngara llevaron a la caída del régimen en diciembre de 1989. En Bulgaria, las agresiones a la minoría turca de la mano de Todor Zhivkov condujeron a su declive.

Por esos motivos, la cepa ultraderechista de la RDA es cercana al strasserismo, una variedad de nacionalismo socialista más radical. Su versión del germanismo negaba la legitimidad de la RFA por su degeneración racial y social. Para los nuevos pensadores neonazis, la RDA era la reserva de la pureza racial de Alemania. Al contrario que la RFA, el Este se había aislado de pueblos inferiores como los estadounidenses. Además, la presencia del arsenal nuclear de la OTAN había degenerado el ADN occidental frente a la integridad genética del Este. Por ello, tras derrocar al PSUA por colaborar con eslavos, el Este debería impulsar un nacionalismo revolucionario pangermano.

A este resultado también contribuyó el papel de la inmigración en la RDA. De manera semejante al programa de Gastarbeiter, la RDA fue el hogar de trabajadores de otros países. El intercambio formaba parte de una relación simbiótica que beneficiaba al país y a naciones salidas de procesos de descolonización. Por ejemplo, Mozambique o Cuba recibían ayuda técnica de la RDA a cambio de materias primas y formación para sus trabajadores. Muchos productos procedentes de esos países, como el café, cítricos o azúcar, se dispararon en precio en los años setenta. Ello produjo desajustes de oferta que empezaron a generar descontento social, especialmente con la crisis del café de 1976. Gracias a este trueque, Alemania Oriental consiguió mantener su creciente ritmo de consumo a flote hasta su declive en los años ochenta.

Sin embargo, el trato dispensado a estos trabajadores contribuyó a su estigmatización y discriminación por raza. En vez de fomentar su integración, el Gobierno insistió en su segregación social. Solían vivir en complejos cerrados y alejados de los núcleos urbanos y sus deseos de socializar se veían con sospecha. Su desigualdad también era económica y política. Los extranjeros no tuvieron derecho a voto hasta 1989, justo antes de la caída del Muro. El salario que recibían era inferior, y las explicaciones para ello, peregrinas. En un caso paradigmático, los trabajadores mozambiqueños recibían una retribución muy inferior a sus compañeros alemanes. La justificación oficial era que parte de su salario sería abonado al regreso a Mozambique. Ninguno de los dos gobiernos se ha hecho cargo de esas deudas. Treinta años después, los trabajadores siguen organizados para cobrar ese trabajo impagado.

La estructura de clase de Alemania Oriental también dio un sustrato a los ultras. El Estado obrero y campesino aún daba cabida a la pequeña burguesía acomodada con varios miembros. Por un lado, sus componentes eran profesionales liberales como escritores o abogados. En el otro costado se posicionaba una clase gerencial-empresarial que previamente había sido propietaria. La causa de su existencia fue la nacionalización de las pymes en 1973. Muchas de ellas producían bienes de equipo esenciales para la balanza comercial de la RDA. Como compensación, el PSUA transformó a sus dueños en directores de los combinados o empresas estatales sucesoras. Estos grupos contaban con sus propias esferas y espacios de socialización, ideales para reforzar prejuicios racistas. Los cubanos, angoleños y mozambiqueños eran comparados con briquetas. Los polacos solían ser llamados por su etnofaulismo clásico alemán, Polack, y los rusos eran considerados infraseres.

A esta estructura social se añadió un grupo con poder político y social: el de oficiales de la Stasi. Se beneficiaban de una legitimidad política y cívica, que también se extendía a sus hijos. Con independencia de sus estudios, eran considerados un buen partido en el trabajo y el matrimonio. Los padres de estos «ciudadanos ejemplares» no dudaron en protegerlos de la policía abusando de su poder.


Los primeros síntomas y la respuesta oficial

Los primeros resultados de ese contexto se hicieron visibles en los setenta. En 1974, Bernd Wagner, cadete de la Policía Popular, fue apalizado por sus compañeros de la academia antidisturbios. Estos se comparaban con sus antecesores nazis cuando acababa la formación. Cuando Wagner y otros policías denunciaron estos hechos, las represalias no tardaron en llegar. Llegado un punto, el fiscal militar intervino y los nazis fueron llevados a la prisión militar de Schwedt.

Freya Klier recuerda episodios de xenofobia en el espacio público en esa misma época. En una fiesta de una cooperativa agrícola de Mecklemburgo, todos bailaban la conga menos «la polaca» y «el tostadito». Pero todo llegó a un extremo el 12 de agosto de 1979 en un pueblo cerca de Leipzig. Las víctimas fueron dos trabajadores cubanos, Delfín Guerra y Raúl García Paret. Tras una pelea en un bar, fueron arrojados por una turba enfurecida desde un puente al río Saale. La familia recibió noticias de los hechos como las de un mero accidente. En realidad, es posible que sus muertes fueran más complejas después de las investigaciones hechas por Harry Waibel. Pese a ello, la fiscalía de Halle ha rehusado reabrir la causa por requerir cooperación judicial con la justicia cubana.


El cénit: antisemitismo, palizas, muerte

Ya en los ochenta, los ultras demostraron una cada vez más eficaz organización. En 1981, tuvo lugar una investigación sobre robo de armas de un arsenal. Los resultados apuntaron hacia hijos de oficiales de la Stasi conocedores de su localización gracias a sus padres. Años después, algunos grupos manejaban material robado de cuarteles del Ejército Popular y de bases soviéticas.

En esta época comenzó también la cooptación de espacios. Destacaron los clubes deportivos, un foco de socialización importante. Cuanto más conectados a la Stasi estuvieran, más fácil era la penetración de neonazis. Además, algunos grupos consiguieron, con éxito variable, infiltrarse en células locales de la Juventud Libre Alemana (FDJ). Los disturbios en partidos de fútbol fueron cada vez más comunes, al igual que las peleas con grupos de izquierda alternativa. Los ultras se beneficiaron del paso de muchos punks a grupos de skinheads carentes de espíritu antiautoritario.

Estos fenómenos pueden explicar un evento aún polémico. El 30 de junio de 1986, la policía de transporte recogió un cadáver de las vías del ferrocarril. La víctima fue Manuel Diogo, un trabajador mozambiqueño. La versión oficial fue que Diogo, borracho tras ver un partido del Mundial, accionó accidentalmente la puerta del tren. Esta versión es corroborada por antiguos funcionarios de ferrocarriles, su jefe y otros compañeros. Pero Waibel, una vez más, discrepa, y afirma la presencia de miembros de un club deportivo en el convoy. La madre de Manuel Diogo murió en 2017, convencida de que la versión oficial encubrió a los ultras. La fiscalía de Magdeburgo cree que no hay motivos para reabrir la investigación pese al interés mediático.

A esta muerte controvertida se suman ataques respaldados por los archivos de la Stasi. Se podría argumentar que muchos de ellos eran puramente xenófobos, y no necesariamente racistas. Ello explicaría la paliza que recibieron miembros españoles de las Juventudes Comunistas que veraneaban en un camping en Sajonia. En otros casos, sí había un claro componente racista. Yemeníes, polacos y angoleños sufrieron agresiones a manos de ultras a finales de los ochenta.

Pero quizá el mayor ataque neonazi tuvo lugar en Berlín Este el 17 de octubre de 1987. Los hechos tuvieron lugar en la iglesia luterana de Sion. Esta era un conocido espacio antirrepresivo, que daba apoyo a un creciente número de pacifistas, ecologistas y okupas. En su sótano tenía lugar un concierto punk del grupo Die Firma con otros músicos de Berlín Oeste. Las casi mil personas reunidas sufrieron un repentino asalto por decenas de neonazis. Se sucedieron los navajazos, botellazos y gritos fascistas, mientras los espectadores intentaban huir como podían. A esta agresión se sumaron otras en los pocos espacios de izquierda y anarquistas que podían escapar de la vigilancia del Gobierno.

Sin embargo, no fue hasta 1988 cuando el problema comenzó a abordarse seriamente. La causa fueron las crecientes protestas internacionales por las profanaciones de cementerios judíos a manos de ultras. Tras una tibia intervención de la Stasi, el Politburó se vio obligado a actuar.


La respuesta: dudas, deudas, disonancias, prioridades

Para abordar el problema, el gobierno creó un grupo multidisciplinar: AG Skinhead. Contaba con la intervención de la policía, la Stasi, y especialistas en sociología y criminología. Sus resultados fueron difíciles de asimilar. Se contabilizaba un total de 6000 neonazis activos en la RDA, de los que 1000 eran reincidentes. Los hechos delictivos llegaban a 500 al mes, y muchos de ellos tenían causas discriminatorias.

Pero pese a estas tajantes conclusiones, fue difícil actuar. Los grupos se organizaban para evitar ser detectados por las autoridades. A ello ayudaba, como vimos, que sus miembros vinieran de familias al servicio de la Stasi. Las investigaciones demostraron que, como antes se comentó, el neonazismo oriental era puramente autóctono. No solo era local, sino también popular, con un 16 por ciento de jóvenes encuestados con simpatías por el fascismo. Además, en Occidente comenzó a hablarse más y más sobre el impacto del neonazismo en el país. Como consecuencia, las autoridades ordenaron archivar las actuaciones y a finales de 1988 se disolvió el grupo AG Skinhead. Para evitar filtraciones al exterior, sus miembros fueron vigilados por la propia Stasi y sus informes se censuraron.

Como salida ante la opinión pública, el PSUA prefirió abordar el problema como uno de desórdenes públicos. Se trataba de una juventud violenta, influenciada por Occidente y sus valores degenerados y materialistas. La solución pasaba por aumentar la formación ideológica, reprimir los altercados deportivos y mejorar las opciones de ocio estatales. El problema, pues, no era el fascismo, porque en la RDA no había fascistas, sino la influencia perniciosa del capitalismo.

Más allá de esto, la República Democrática pasó a sufrir problemas más existenciales. Para 1989, el gobierno prefirió ignorar el riesgo de infiltración en el gobierno y recurrió a la violencia contra la protesta. Ambas partes ganaban: la RDA defendía su soberanía, y los agente neonazis apaleaban a degenerados y desviados. Finalmente, el propio régimen fracasó en su intento de sobrevivir, y para 1990, su existencia pertenecía a las hemerotecas.


El legado y las conclusiones: negligencia y contradicciones

La caída del régimen socialista podría haber permitido investigar y erradicar al neonazismo autóctono. Pero, como Bernd Wagner denuncia, las nuevas autoridades ignoraron la evidencia. Irónicamente, el gobierno alemán y el servicio secreto, el BKA, siguieron la narrativa oficial del gobierno oriental. De esta manera, bastaba reprimir las manifestaciones superficiales de hooliganismo, porque el fenómeno neonazi no era sistemático.

Las consecuencias de esa presunción antifascista fueron graves. El fin brusco de la estabilidad social proporcionada por el socialismo dejó a los ultras a sus anchas. Dos grupos, la Alternativa Alemana y el Grupo 30 de enero, controlaban manzanas enteras de edificios en Berlín, y para 1991 sus ataques a extranjeros eran generalizados. Pese a ello, la policía siguió ignorando los hechos denunciados por el grupo AG Skinhead. Tuvieron que pasar ocho años para que se actuara contra ellos, ya aliados con sus congéneres occidentales. Actualmente, la ultraderecha aún cuenta con una fuerte presencia en el este de Alemania.

Llegar hasta esa situación requiere superar algunas presunciones. Obliga a admitir los efectos perniciosos del nacionalismo alemán y el autoritarismo estalinista. Supone olvidar la complacencia de la que hacen gala algunos mitos de la lucha antifascista. Y precisamente, por ello, nos da un impulso para reexaminar cómo combatir las tendencias ultras en nuestro contexto.


Fernando Ramírez de Luis (n. 1997) es graduado en Derecho y Ciencias Políticas por la Universidad Pablo de Olavide, por el que recibió un Premio Extraordinario. Cuenta con publicaciones sobre nacionalismo, el comportamiento de las élites políticas en la crisis de la eurozona y estudios sobre la representación política en Reino Unido. Sus intereses particulares incluyen el diseño, la etnografía de los países del bloque socialista, sus tendencias reformistas en lo político y lo económico y los movimientos de oposición a las autoridades de dichos países.

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