/ por Avelino Fierro /
Para unos dibujos de Toño Benavides en el relato El fogonero, de Franz Kafka
Sin duda sopla el viento en la bahía, porque el barco, a pesar de ir deteniéndose en su llegada a puerto parando máquinas, lanza grandes nubes de humo negro, en rachas, hacia el exterior. Es un barco enorme, con cientos de pasajeros, con un sinfín de cuartuchos, pasillos que se retuercen, escaleras… Un barco terriblemente grande, como le dice Karl al fogonero cuando lo encuentra en su cabina tras aporrear la puerta y le confiesa que se ha perdido.
En una segunda ilustración vemos ya a nuestros personajes: Karl Rossmann, el joven de diecisiete años al que sus padres han enviado a América por tener un hijo con una criada que lo ha seducido, y ese otro hombre, grande, de pelo corto y tupido.
El jovencito aparenta tener más edad, va vestido como un adulto, un contable u oficinista, con corbata y sombrero hongo, como el que lleva Kafka en esa foto de sus años de la universidad.
Y puede que así fuera en realidad, que nuestro dibujante haya creado esa imagen tras examinar cierta documentación, grabados, lecturas y fotografías de aquel tiempo.
En sus memorias —El mundo de ayer— Stefan Zweig cuenta cómo la juventud era entonces un obstáculo para cualquier carrera y sólo la vejez se convertía en una ventaja. Todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse para parecer mayor. «Los periódicos recomendaban específicos que aceleraban el crecimiento de la barba, los médicos de veinticuatro o veinticinco años, que acababan de licenciarse, lucían barbas frondosas y se ponían gafas doradas, aunque su vista no lo necesitara en absoluto, y todo con el único propósito de causar en sus pacientes la impresión de “experiencia”. La gente vestía levitas y caminaba con paso pausado…».
Puede que nuestro jovencito lleve también una chaqueta larga, casi una levita, con un bolsillo secreto —esto es bien cierto— cosido por su madre, en el que lleva algo de dinero y tarjetas de visita.
En algún lugar he leído que existe antes del dibujo una educación sentimental del dibujante, proposiciones que actúan con fuerza sobre la estructura de su acción. De toda la maraña de lecturas, dibujos anteriores, viejas fotografías, trazos del carbón, arabescos, volutas del difumino y obsesiones han de abstraerse, elegirse (tematizarse, diría Wolheim) algunos aspectos que tendrán que imponerse a otros en ese conflicto entre la idea y su materialización. Baudelaire hablaba de un «bosque de signos» para referirse al lenguaje.
Uno imagina esos instantes de reflexión del dibujante acompañados de un runruneo, un ruido líquido, un goteo constante, como los sonidos ligeros que percibe Karl de pies de niños en el silencio que se van haciendo más fuertes cada vez y acaban convirtiéndose en una severa marcha de hombres. El sonido de los músicos de la orquesta del barco que acaba de tocar en cubierta y que se retiran ya para hacer el equipaje.
De esa escenografía, de ese bullicio, de ese desfile a veces desordenado, el dibujante elige unos personajes, formas y acordes. Desecha otros. Tiene que dar ese paso, tomar la decisión, atrapar por la cola algunas intuiciones y llevarlas a un lugar cerrado, someterlas a control.
En este relato —que Franz Kafka publicó como texto independiente antes de que pasase a conformar el primer capítulo de su novela América— aparecen aposentos oscuros, salas de máquinas, cubículos, ratas… pero también tres grandes ventanales desde los que se divisa el ancho mar y barcos que cruzan su rumbo con otros cediendo al golpe de las olas, cada uno según su magnitud, con banderas pequeñas o alargadas y metálicos y brillantes tubos de cañones… Y, a lo lejos, Nueva York, mirando a Karl desde las cien mil ventanas de sus rascacielos.
Y sentimientos. Gestos desbordantes y exagerados. Kafka quiere aquí seguir —y criticar— las novelas de Dickens. Así escribió: «Sequía del corazón disimulado detrás de un estilo desbordante de sentimientos».
El dibujante tiene que tomar una dirección —una calle de sentido único, como tituló Walter Benjamin uno de sus diarios—, y escribir, anotar, diseccionar con sus primeros trazos. Comienzan a aflorar grafismos, croquis, encuadres. Un lápiz se desliza por el soporte, rasga o acaricia la textura del papel en blanco. El carboncillo sirve para cubrir ese amplio espacio negro que conforma la espalda del fogonero que se dirige al camarote del capitán, o para enmarcar, arriba y abajo, esa densidad del agua y el cielo en ese dibujo de los barcos en el mar. Luego el gesto amainará, se hará más preciso —casi se parecerá a la escritura, a esas anotaciones con letra pequeña al pie de una página— para delinear los dedos de una mano, los libros en unos estantes, las jarras en la alacena de la cocina de la sirvienta, el rígido y blanco cuello de la camisa de Karl.
En esos momentos en que los esbozos se afianzan y las formas se conjugan en voz cada vez más alta, en que lo momentáneo cede a la invención, y aparece ya una previsión del resultado, es cuando surgirá una cierta turbación sensual, la que se sufre ante todas las formas de la belleza. Y la mano del dibujante trasladará a las ilustraciones, acariciándolos, los párrafos del texto, al igual que Karl toca con suavidad las mejillas del fogonero al final del relato. Y al concluir la lectura, nosotros abandonamos las ensoñaciones, como abandona el barco nuestro personaje en un pequeño bote, con las rodillas apretadas, al lado de su tío Jakob, para volver a estar a merced y al capricho de las olas, tantas veces encrespadas, de la realidad.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).
Una pena no haber estado por León! G.Q.
“Baudelaire hablaba de un «bosque de signos» para referirse al lenguaje.”
Me gustaría mucho saber dónde Baudelaire ha utilizado esa expresión típica de la lingüística del siglo XX. Para mí, si no es un error de cita, se trata de un error de traducción. He buscado en la versión electrónica de sus “Oeuvres complètes” la expresión “forêt de signes” y no aparece por ninguna parte. Es posible que haya confusión con la célebre expression “forêts de symboles” de su soneto “Correspondances”, que Baudelaire no aplica al lenguaje sino a la Naturaleza:
“La Nature est un temple où de vivants piliers
Laissent parfois sortir de confuses paroles ;
L’homme y passe à travers des forêts de symboles
Qui l’observent avec des regards familiers.”
Me parece más creíble y acertado esta observación de Agustín Vilalba👏