texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez
Ningún otro mes salpica con tanta gracia desde su nombre todo lo que toca: abril.
«No hace falta entender el agua para zambullirse en ella», dice refiriéndose al amor Bruno Ganz, que interpreta a Sigmund Freud en El vendedor de tabaco, la película de Nikolaus Leytner. Freud le dio muchas vueltas al asunto del amor como un sentimiento que se escapaba de la voluntad del sujeto. Y no me extrañaría que esa frase estuviese en alguno de sus ensayos. En todo caso, es una apuesta por aceptar ese arrebato que puede con todo, incluso con la sensatez. Me viene a la memoria ahora El nombre de la rosa, la película de Jean-Jacques Annaud sobre la novela de Eco. Y fray Guillermo (o sea, Sean Connery) mascullando aquello: «Qué pacífica sería la vida sin amor, qué tranquila, qué segura… y qué insulsa».
Esta paloma quieta, acochinada contra la pared del porche exterior de la casa. Parece padecer la inmensa agonía del extravío. Nosotros la miramos despacio y luego seguimos andando. Ella queda ahí, con la cabeza enterrada entre las alas como el símbolo de una dimisión definitiva. Hasta aquí llegué, aquí me paro. Eso parece decirle al mundo. No esperéis más de mí, dejadme tranquila. Y yo me veo a mí mismo cuando observo a esta paloma agotada y confusa. Ya no quiero ir en pos de la vida de nadie; ni siquiera de la de mí mismo.
Sus cuadros inacabados adrede, con esa negativa a ponerlos del todo del lado de la réplica perfecta, que no deja de ser otro simulacro. La voluntad de que se vea a las claras que son cuadros, que se trata de pintura, por mucha fidelidad que pueda haber a la realidad representada. Hay en el artista una sinceridad extrema que parece avisar a los espectadores de que los límites de la expresión no admiten trampas, y mucho menos la trampa de la réplica impecable: es solo pintura; no hay vida. ¡Entonces…. lo verdadero es el cuadro! Eso es lo emocionante, lo único real en los espacios de José María Mezquita. Esa lealtad a todo lo que ocurre en el territorio intransferible de la pintura, de su pintura. Encinas nunca terminadas, casas de adobe sin rematar, claves geométricas que flotan inexplicablemente por algún lugar del cuadro… todo más cerca del aviso de Magritte («Ceci n’est pas une pipe») que de la célebre cortina de Parrasio.

El niño tiene los ojos cerrados. Aún es de noche y apenas se distingue la carnosidad brillante de sus dos párpados. Pero entonces llega el lubricán, la hora temida de los pastores, ese momento confuso que precede al amanecer, y todo comienza a cobrar tamaño y forma: un baile de borrones que se frotan contra sí mismos. Con el primer pellizco de luz el niño abre los ojos. No mueve nada más. Parece necesitar el reconocimiento absoluto de cada cosa para asegurarse de que la vida sigue ahí. El primer bostezo no es de desgana, es de agradecimiento.
Me hace saber Juan Luis Calbarro lo que un alumno ha escrito en un examen sobre Miguel Delibes. «La sombra del ciempiés es alargada». Así exactamente cita el muchacho esa obra del novelista. ¡Ni tocar esta joya errática y errante del muchacho!
La quietud de los trasteros, donde se acumulan todos los relegamientos. Entramos en ellos como en la habitación de un enfermo, con la prevención de que vamos a visitar sin permiso a cuanto expulsamos un día de nuestra vida. Allí nos manejamos tocados por la vergüenza del desagradecimiento. Todo lo más, vemos cifras y nombres descoloridos en etiquetas muy sobadas por el tiempo. Cuando al fin salimos y cerramos de nuevo la puerta, oímos detrás de nosotros un sofocado estertor. Es el rencor de la materia.
Se desata ya el perfume de las acacias del paseo, que están floridas. Este año no han esperado a junio para hacerlo. ¿Otro signo de la revuelta climática? Da igual. El aire de abril se llena de algo parecido a una melodía memorable. Y sacan las acacias sus racimos de pámpanos blancos; solamente una, en mitad de la hilera, los tiene de un color violáceo, casi sangriento. Cuántas veces es necesaria la disidencia para mostrar la belleza de lo mortal.

Ucrania libera por fin millones de toneladas de grano y lo deja en manos de cuatro países, entre ellos España, para que lo distribuyan y hagan mercado con él, a modo de gestores del hambre. Se llenan los graneros europeos mientras en las costas africanas las pateras se lanzan cada día, irremediablemente, en busca de lo suyo, lo que no les llega, lo que los administradores de lo sobrante reservan mientras calculan cómo conseguir pingües beneficios sin mancharse las manos, al menos aparentemente.
Discretamente, asistido tan solo por la luz de Castilla, sin ruido de rumba en los medios de comunicación, muere en la ciudad de Palencia el poeta Marcelino García Velasco, el único escritor cuya muerte me ha conmocionado en estos días.

Estar entre dos casas. Cuando llegamos a una, los primeros actos pertenecen aún a la otra. Abrir cajones equivocados, buscar algo donde no está, hacer itinerarios domésticos contrarios… La memoria no se desentiende fácilmente de sus patrones inmediatos y hay una extraña tenacidad que tiende a acomodarnos en lo reciente consabido. Inquilinos de un solo territorio, hemos perdido aquella capacidad del nomadeo.
Esa criatura del bosque que no sabe nunca dónde esconderse y entonces se refugia en el revés de las palabras: el poeta.
En los jardines urbanos hay ruidos joviales que dejan secretos crujidos de compañía. Son los seres de la invisibilidad: insectos y pájaros menudos que se atarean en lo oscuro entre ramas aún mondas. Es la oculta proclamación de lo vivaracho, los primeros timbres que anuncian que ya se abre paso, aún con esfuerzo, una luz hambrienta.
Fue en un recital poético. Tras lo inflamado y lo excesivo de las lecturas anteriores (un derroche confesional que llenó el aire de patetismo glandular) se adelanta al estrado, como si estuviera en un cadalso, Luis Santana. Su figura afilada, su voz huidiza pendiente de no molestar, su poesía quebrada de imágenes que entrechocan sin pretender encajar… Es verlo y oírlo así y entender ya que la más alta condición del poeta es la vulnerabilidad. Absorto y en vilo. Así leía quien una vez dijo de sí mismo: «Voy, como las hojas, apagando los nombres del verano».
Noruega. Como una muselina, la niebla ha ido vendando la montaña a media ladera. La nieve aún consigue brechas blancas, y entre los pinos resisten medallones de luz tumbada. Es abrir la ventana en la habitación de un hotel y entrar en ese juego de resplandores que la niebla movediza va velando y desvelando bajo un cielo pastoso. Así amaneció en Loen, con luz revenida y ya fatigada desde el principio, que no irá mucho más allá en todo el día. La luz noruega, escasa y turbia para que bajo ella los actos no alteren una general discreción civil.
Estatuas de Oslo. La de una niña entristecida (alguien le ha puesto piadosamente una golosina entre las manos desoladas de bronce), la que representa a una mujer joven con el torso desnudo (le falta un pecho, amputado por una mastectomía) y tiene flores frescas junto a ella, en el suelo; hay otras de músicos, poetas, científicos… La estatuaria de Oslo es numerosa y asalta suavemente las calles de la ciudad. Parece que te cruzas con ciudadanos corrientes como tú mismo. Bien distinta de esta nuestra de espectros militares y eclesiásticos que nos miran con severidad desde sus podios inalcanzables.
Una maleta abierta y revuelta. Así fue siempre el vivir para ti. Tú tocabas sin guantes la luz y eras la única a la que no le quemaba. Amaste hasta el final ese ejercicio de consternación que era dejar suelta la consciencia junto al ímpetu. Sabías otro alfabeto; tú misma lo dijiste: «Falta léxico, faltan letras…». Te detuviste en abril. Nunca adiós, Marta, nunca adiós.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
¡Ay!, José María Mezquita y esa gente nuestra que acostumbra a irse sin avisar…