/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
Si nos adentramos en las montañas de Asturias la magia se hace realidad, el tiempo transcurre y no avanza, el espacio se vuelve borroso, el mundo es primitivo, salvaje, elemental, la naturaleza monstruosa, el hierro se pierde en las minas y la historia se vuelve leyenda. Habremos llegado a Valferrado: lugar que existe sin existir, tiempo que no está en los mapas, hueco irreal en lo real, Valferrado es Macondo en las montañas.
Por Valferrado, pueblo imaginario donde los haya, pasan las postrimerías del siglo XIX, pasan los tiempos bárbaros, el nacimiento del siglo XX, la postración endémica, las primeras luchas sociales, la primera guerra mundial, los sueños republicanos, la monarquía arcaica, la ciencia soterrada y supersticiosa, la revolución del treinta y cuatro, la guerra civil española, y, por supuesto, la guerrilla. Los personajes son trozos de pueblo, sus vidas son ladrillos de una vida colectiva, de aldeanos atados a la tierra, donde el menor sentimiento levanta pasiones, donde la intransigencia hace vendavales, donde la brisa se condena a ser tormenta.
En este mundo de leyenda, de pasiones y de brumas, de contrastes violentos donde la libertad es accidente, encontramos ecos de Valle Inclán; el Valle Inclán de Divinas palabras. Y Valferrado, que solo existe en la mente de quien escribe, no nos recuerda a Vetusta sino a Macondo; un lugar donde se suspende la realidad y lo que hay en medio es un paréntesis de abandono, de vida y de misterio, a caballo entre el sueño y la pesadilla. Dicen que los grandes escritores consiguen crear mundos propios y eso han hecho Cervantes, Bécquer o García Márquez. Ahora, también, José Antonio Abella. Ese mundo que corre paralelo a la realidad, pero con las raíces clavadas en ella, es El corazón del cíclope: menester será escuchar lo que sale de la cueva.
Magia. En El corazón del cíclope encontramos niños nacidos con cola, con un solo ojo, seres monstruosos y mujeres que paren monstruos; una cabeza de cerdo sin ojo, el don de la adivinación como locura de la abuela (pues en el saber de la abuela Simona «hay cosas que se saben sin saberlas» por «la extraña luz con que mi abuela descubría presencias invisibles a nuestros ojos ciegos»).
Realidad. Los hechos mágicos, tan irreales, aparecen mezclados con las cosas reales; entiéndase, todo lo que sucede es real pero la realidad insólita se entremezcla con lo habitual. «Mirar por dentro del cráneo», ver crecer los huesos (rasgo realista y mágico a la vez); la imaginación como explicación de la magia. Otro rasgo de realidad es su carácter científico, que desafía a veces el sentido común pero tiene siempre explicaciones: así, las hachas prehistóricas son las piedras del rayo. La vida cotidiana y la historia documentada son, en esta novela, la tercera fuente de realismo: aparece el socialismo, al lado de la ciencia, irguiéndose siempre frente a la magia; nos encontramos con la gripe, con la primera guerra mundial caracterizada como carnicería, los guardias civiles hacinados y miserables, temidos y odiados; se alude a la historia escrita como testimonio de lo real, pero también a los libros que están por escribirse, que contarán el genocidio de la historia; y se habla, en fin, de «los días sin historia cuando vivir y respirar venían a ser la misma cosa».
La obra, sobre todo en su primera parte, revela una gran preocupación por el estilo: en él, casi tanto como en el ambiente creado, está la magia. Hondas metáforas («lágrima de sílex», «las arrugas del alma», «el rostro, hierático, de escultura», «el gusano del hambre reptando por los intestinos vacíos», «respirar el aliento del universo» y la boca convertida en «tintero sin saliva», los pensamientos como «viento de tormenta» o el «labio superior acuchillado», la cueva caracterizada como «pupila de un lagarto», las palabras como «semillas que perduran» y un sueño caracterizado como «isla en el mar»); a veces hay metáforas conjuntas y hasta cadenas de metáforas; también encontramos expresiones ásperas, duras como «la certidumbre coriácea» o el hablar del alemán caracterizado como «lengua de sierra y precisión germánica»; otras son propias de un expresionismo valleinclanesco (cuando se habla, como si oyéramos soplar el fuelle en la fragua, de «la respiración del herrero»; si apuramos, hay expresiones muy cercanas al esperpento como «la bombilla ictérica» o «el oro silicótico» convertido en realidad fantástica; y, con la Pascualina, la mascarada del carnaval haciéndose casi realidad, «ver y pensar sin las ataduras de las tripas».
Hay una multitud de materiales inconscientes y uno o dos hechos que funcionan como incitación al sueño; esos materiales latentes son todas las influencias que pueblan el universo mental de José Antonio Abella; y el motor consciente de la novela son dos influencias desencadenadoras, dos crisoles que él gusta de reconocer: los relatos de Alberto Méndez, que aparecen reunidos en Los girasoles ciegos, y la historia de un hombre que vivió perdido en la naturaleza y que él pudo conocer a través de un reportaje de televisión. Todas las demás influencias no las reconoce como propias; pero uno tiene derecho a pensar que han obrado en él, mientras estaba escribiendo, como un líquido amniótico donde flotaba su historia mientras la historia se gestaba, pugnando por salir. Mención expresa se hace de La Odisea como libro que alguien lee en el relato, y también —metarrelato— hay una cita que sirve de introducción a la novela; una cita en la que Homero dice cómo el cíclope (supuesto salvaje) cuida de sus ovejas amorosamente.
Se ha dicho que puede que el esperpento no sea deformación de la realidad, sino visión fiel de una realidad deforme: en este segundo sentido podría encajar El corazón del cíclope, no en el primero; José Antonio Abella no deforma las cosas sino que se limita a mostrarlas tal como son (tal como fueron), en el convencimiento de que la luz con que se ven no puede ser sino oscura, como lo es el sol en las estrechas gargantas donde el día dura poco, como si encogiera.
La estética de la novela la impone el paisaje. Tanto los colores (del fuego, de la piedra), como el abandono del claroscuro por el contraste, como la predominancia de la oscuridad sobre la luz, están en las montañas de Asturias: no en la intención del escritor, que no se acerca con espejos deformantes a lo que mira. Se puede ser original reproduciendo lo real, acentuando lo insólito y enfocándolo con la luz del paisaje; por eso El corazón del cíclope contiene una estética de las montañas.
Post scriptum: ser crítico literario es una actividad muy noble, supone trascender los gustos personales. Por eso uno nunca está seguro de liberarse de su cáscara, personalmente no creo ser un crítico. Pero hay veces, muy pocas, en que uno se siente traspasado por los vientos del escalofrío, con la intuición sacudida por soplos que sólo nos vienen de tarde en tarde: confieso que eso me ha sucedido el leer El corazón del cíclope. Me atrevo a aventurar, dando un salto en el vacío, que El corazón del cíclope es una de las obras cumbres de la literatura española actual; yo diría más, de la literatura española de cualquier época; y no temería caer en hipérboles si digo también que de fuera de España.

José Antonio Abella
Menoscuarto, 2023
408 páginas
22,90 €

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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