Escenario

El cine curativo

Embriagado por el 'Cerrar los ojos' de Víctor Erice, Jorge Praga escribe sobre el cine como «medicina que invade nuestro interior, una dulzura, un camino salvífico frente al azar de la existencia».

/ por Jorge Praga /

I.

Las casi tres horas de duración de Cerrar los ojos no permiten apenas una distracción, una mirada al reloj, un pensamiento errático o divergente. La atmósfera cerrada, los silencios, la intensidad de los rostros de los actores, van conformando una narración que envuelve al espectador hasta succionarlo y envolverlo en la trama. Pero ¿cuál es esa trama? Una película inacaba por la desaparición de su intérprete, seguida por la búsqueda años después de ese actor del que no se sabe ni siquiera si está vivo o muerto. Una investigación forzada por un programa de televisión al uso, en la que el director de la película participa por el dinero que le van a dar, y que no logra interesar ni siquiera a la hija del desaparecido. Tampoco otros amigos o una antigua novia prestan demasiada atención a la búsqueda. Los años han debilitado o cortado los antiguos lazos. Parece poca cosa para sostener el metraje y justificar la atención extrema. Y, sin embargo, algo fluye por debajo de esta carcasa argumental, una atracción que se aleja de las preguntas narrativas de superficie y que tiene que ver con otros pálpitos más ocultos, con temores y esperanzas que la película va abriendo y dibujando imperceptiblemente, casi sin que el espectador se dé cuenta.



II.

Hay una tentación de lectura de Cerrar los ojos que es encuadrarla y desarrollarla desde la filmografía del propio Víctor Erice. Hay motivos y vetas de sobra para ello: la presencia, cincuenta años después, de Ana Torrent y Juan Margallo, actores decisivos en El espíritu de la colmena. La reiteración de la frase que cierra esta película, «soy Ana», enunciándola de nuevo Ana Torrent con los ojos cerrados. El desarrollo de la segunda parte del argumento en Andalucía, en el sur, como prometía el final abrupto del segundo largometraje de Erice. Las reiteradas alusiones a Juan Marsé, a Shanghái, a una película frustrada que va en paralelo a la que nunca realizó Erice a partir de la novela de Marsé. Triste-le Roy, escenario del arranque, es la quinta que Borges crea en un cuento que Erice convirtió en un guion que no pasó del papel… En una larguísima entrevista que Carlos F. Heredero hace en el número de octubre de Caimán: cuadernos de cine al director, este no se muestra demasiado entusiasmado con diseccionar estos ecos, estas coincidencias: «Nada de exorcismos. Nada de ajuste de cuentas con el pasado […] Respecto a ciertos temas, como por ejemplo aquello de lo que pudo ser y no fue, trato de distanciarme, y si es posible no tomarme demasiado en serio». Hay rimas evidentes que Erice admite, pero también hay incorporaciones que nacen de la naturalidad y la facilidad:

«El sur es para mí un paisaje casi cotidiano. Conocía muy bien alguno de los lugares donde he rodado. No he tenido que ir a buscarlos. Estaban delante de mis ojos. Y los he incorporado al relato de Cerrar los ojos. Teniendo presente, eso sí, que cualquier versión cinematográfica de una historia real se convierte en una forma de ficción. El cine, como decía Manoel de Oliveira, es un fantasma de la realidad».


III.

Por debajo de esas rimas y citas, entre sus películas hay entrelazamientos que proceden de las zonas profundas del autor, de una cierta catarsis de sus traumas y carencias. El desamparo de sus protagonistas es la más reiterada. Ana, la niña de El espíritu de la colmena, vive un tiempo de posguerra que deja a sus padres ausentes, sonámbulos en una noche en la que recuerdan esplendores y amores desaparecidos. Ana busca el amparo en el cine, lo aprende de ese Frankenstein que también quiere amor y se emociona con las flores que le trae una niña, un lazo de cariño que ella quiere reproducir con otro excluido, un fugado de la guerra civil. En El sur Estrella oye desde la cama en la primera escena la huida de su padre de la casa familiar, y todo será un penar por su ausencia, con reencuentros como el del baile en su primera comunión. En su obra más autobiográfica, La Morte Rouge, el director narra la conmoción que le produjo su primera película como espectador. Con apenas siete años descubre la maldad y la muerte, y la indefensión que sintió en las pesadillas nocturnas que le acecharon, de las que salió en soledad con la misma pócima que antes le envenenó: nuevas  narraciones, nuevas películas. En Cerrar los ojos se retorna de nuevo a la paternidad conflictiva, aunque al ser realizada décadas después de las anteriores pasa el testigo de la infancia a la madurez. La hija del director desaparecido es una cincuentona que tuvo que organizar su vida sin él. Y su amigo Miguel Garay va dejando caer pistas de la soledad en la que se atrinchera para superar la muerte de su hijo. Estas películas van alimentado entre ellas un juego  de desamparos en que cada obra se apoya implícitamente sobre las anteriores. La propia estructura de Cerrar los ojos confirma esa estrategia, con la película inacabada como fuente y apertura de la narración que se organiza tras el actor desaparecido. «Me pareció que así podía dejar entrever el carácter de documento que con el paso del tiempo adquieren las ficciones cinematográficas sin excepción», declaraba el director sobre ese comienzo. Cabe añadir que Víctor Erice niega la frontera entre documental y ficción. Todo queda en el ámbito de la escritura cinematográfica, y eso facilita su empleo en red, su reutilización, su mixtura.


IV.

«Soy un director que se deja llevar con alguna frecuencia por la emoción», afirma Erice en la entrevista. Una buena prueba de ello la ofreció en la rueda de prensa en el festival de San Sebastián, en la que la voz se le quebró cuando recordó a Jorge Oteiza, al abrazar en la distancia a Manolo Solo o al subrayar que su vida había transcurrido dentro de una sala de cine. No vimos sus ojos, ocultos tras las gafas negras, pero si sentimos el colapso de su garganta. De alguna manera el director señalaba un ingrediente fundamental de su cine, al que accede con una mezcla de intuición y cálculo, de atención a los actores y sus chispazos. La emoción es ese arrebato que aflora en la pantalla y agarra al espectador sin remedio. Más cuando la edad nos va debilitando. Se nutre de la amistad, o del amor, o de la compasión, o de la pérdida, pero siempre hay algo misterioso en su irrupción, necesitada de siembra previa. Erice suele ligar su aparición a la música diegética. No es una elección casual la del envoltorio, pues la música trabaja sobre territorios ajenos al razonamiento lógico o al discurso de la palabra, sortea las defensas, penetra, empapa. Basta con citar ciertas secuencias inolvidables de su cine, regadas con música, para dar de lleno con las lágrimas del espectador: el baile de Estrella con su padre en su primera comunión, un prodigioso plano-secuencia de El sur sobre el pasodoble En er mundo interpretado por un acordeonista. La copla que ensayan por dos veces Antonio López y Enrique Gran a capela en El sol del membrillo, un canto maravilloso a la amistad. El acordeonista que cierra Vidrios rotos, mientras la cámara recorre los rostros de los trabajadores en la inmensa fotografía. La emoción ligada a la música es especialmente generosa e importante en Cerrar los ojos: la antigua novia que se acompaña al piano en La canción y el poema con letra de Idea Vilariño. Miguel Garay culminando una noche tranquila de amistad rasgueando a la guitarra My Rifle, My Pony and Me, la canción de Río Bravo. En fin, los tangos que interpretan, a modo de trampa de memoria y cepo de amistad perdida, Miguel Garay y el actor desaparecido, al que todos llaman Gardel. ¿Cabe belleza mayor que ese tanteo de estrofas, que esas miradas que se buscan en medio de Caminito?


V.

Con la trama desnudada desde el principio, con los chispazos de la emoción desarbolando al espectador, la película avanza hacia un desenlace impredecible. ¿Dónde quiere llegar Erice, dónde nos lleva? La localización del actor desaparecido va perdiendo fuerza como leitmotiv. ¿Qué queda? Ese final tiene que ser, de alguna manera, la culminación de las emociones atravesadas. Curiosamente el final se cimenta sobe el último rollo de la película inacabada, que a la manera clásica ofrece la satisfacción del reencuentro filial poco antes de la muerte del progenitor. Pero Cerrar los ojos aspira a algo más que la felicidad que remata el cine clásico. Algo que hable al corazón de los espectadores ciñéndolos a su butaca, a la sala de cine que es el marco donde idealmente se supone que están. El cine, el cinematógrafo que en su polisemia nacida en los Lumière es a la vez sala oscura y proyección luminosa, es una droga peligrosa. Perturba a Ana en El espíritu de la colmena, aterroriza a Víctor en La Morte Rouge. Pero también encandila a los espectadores, les ilumina el rostro en un largo período de cincuenta años que arranca con la secuencia inicial de su primera película y termina en el Lecrín Cinema, donde se cierra por ahora su filmografía. En esas secuencias extremas la lección última está en las caras iluminadas de los espectadores, en su concentración uniforme, en la respuesta agitada a las vivencias que contemplan. No importa tanto el contenido o la revelación última —si el actor se acuerda de su pasado o si seguirá perdido—, sino la reflexión oblicua que nace de la luz de la pantalla. Allí, en el cine, en el arte, se juega el sentido de la vida, se encauza la existencia, se templa la angustia y el ánimo. El cine, la suma de sala y proyección, es medicina que invade nuestro interior, una dulzura, un camino salvífico frente al azar de la existencia. El cine es curativo. Para todos, no solo para los perdidos o los desmemoriados. Bien sabe Erice de la precariedad de su existencia, de la poquedad de su futuro. De su sustitución por lo que él llama el Audiovisual. Pero, coherente con su generación y fiel a sus emociones, ordena esta obra maestra que se nutre de su propia esencia. Y que nos retrata y succiona hacia el espejo de la pantalla.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017), Tierra de Campos infinitamente (2021) y La belleza del afuera (2023), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

1 comment on “El cine curativo

  1. Miguel de la Guardia

    Muchas gracias por tu texto. Has conseguido emocionarme y añades argumentos a mi deseo de ver la película y reencontrarme con Erice y Ana Torrent.
    Un fuerte abrazo

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