Alberto Castrillo-Ferrer presenta una nueva adaptación teatral de Tristana, pieza escrita en 1892 por Benito Pérez Galdós que aborda el tema de la independencia y la autonomía de la mujer desde una perspectiva que no escapa al escepticismo irónico y descreído de la crisis de final de siglo. Un montaje actual para una historia adelantada a su tiempo, cuyos paralelismos con nuestra sociedad son evidentes y que se sirve de las reacciones ante las situaciones inesperadas y los reveses de la vida para utilizar los recursos propios de un “thriller” sorpendente casi en cada escena.
Esta versión innovadora de Eduardo Galán cuenta con Olivia Molina en el papel protagonista y completa el elenco con María Pujalte, Pere Ponce y Alejandro Arestegui.
Alberto Castrillo-Ferrer, formado en París, se especializa en teatro del gesto y Commedia del Arte. Ha trabajado como director en diversos países europeos en obras como La comedia de los enredos de Shakespeare, Feelgood o El mercader de Venecia en España, ¡Ay Carmela! en Francia o Pas de fumée sans feu en Suiza. En el ámbito educativo, ha sido profesor especialista de interpretación en la Escuela de Teatro de Zaragoza y en otras instituciones. En la actualidad es profesor de interpretación de la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Además, ha sido actor y director invitado a festivales y symposiums en Francia, Uruguay, Venezuela, Panamá, Paraguay, Brasil, Argentina, etc.
José María Castrillón disecciona en este artículo los pormenores de la representación que tuvo lugar el pasado 26 de mayo en el Centro Cultural Internacional Niemeyer de Avilés (Asturias).
Tristana, de Benito Pérez Galdós
Dirección: Alberto Castrillo-Ferrer
Adaptación: Eduardo Galán
Intérpretes: Olivia Molina, Pere Ponce, María Pujalte y Alejandro Arestegui
Diseño de escenografía: Mónica Boromello
Diseño de iluminación: Nicolás Fischtel
Centro Niemeyer, 26 de mayo, 2017.
Todo es igual, y descubrir sólo la nada aumenta
/ José María Castrillón /
En esta versión de Eduardo Galán aparecen dos referencias literarias tal vez superfluas y se echa de menos, en cambio, una que podría ser significativa. La afirmación se vuelve aún más contundente si se piensa en que ese par de alusiones no están en la obra de Galdós, mientras que la tercera sí forma parte de la novela. No se trata de que resulte apremiante el asunto de la fidelidad al texto originario: lo que aquí ocupa es la significación que tales presencias y ausencias textuales añadan o resten a la recepción de Tristana y lo que de síntomas tengan a la hora de comprender cómo se ha enfocado la adaptación teatral. El apego a la novela queda en asunto secundario.
El quijotesco Don Lope, un donjuán que entra ya en la vejez, se convierte por su amistad con la familia, en el tutor de la joven huérfana Tristana. Que terminen siendo amantes por las artes y apetencias del caballero no sorprende a nadie, y menos al lector mínimamente avezado en la literatura del XIX. Para alimentar la curiosidad cultural de la joven, y de esta manera contrarrestar su incipiente rebeldía (en la que el anciano sospecha, y con razón, otro amante, y más joven), Don Lope la invita al teatro y alienta sus deseos de lectura. Tristana regresará a casa embelesada por el coraje de la protagonista de Casa de muñecas, y entretiene sus tardes con la lectura, entre otras obras, de La Regenta. Insistamos en que la inclusión de ambas referencias no nos parece ningún acto desleal al texto que da origen al espectáculo. Lo verdaderamente interesante se halla en lo que su inclusión tiene de sobreescritura, al menos en dos sentidos. Uno, por lo que tiene de innecesario, pues cualquier espectador con un mínimo de competencia las tendrá automáticamente activadas en su imaginario junto con, por ejemplo, Madame Bovary o Anna Karenina, (y si no tiene esa base literaria sencillamente no le «dirán nada» ninguna de las menciones). El segundo aspecto se revela nuclear en la medida en que las obras de Ibsen y de «Clarín» puedan delatar un sesgo decisivo de esta versión. Es en esta clave en la que las referencias incluidas cobran verdadera relevancia y deben ser, por ello, revisadas y puestas a prueba.
Naturalmente, es indudable que Nora Helmer, Ana Ozores y Tristana Reluz comparten anhelos y frustraciones. Pero la voz que las «relata» es bien distinta, y el enfoque, la posición que el autor adopta hacia sus personajes, resulta sustancial para su interpretación. El fracaso final de Tristana en su afán por disfrutar de un amor intenso pero despojado de cualquier idea de dominación masculina es, sin duda, una experiencia lamentable, pero la coloratura y la forma de la lente que Galdós aplica a la mirada del lector diverge notablemente de las que muestran Casa de muñecas y La Regenta, al menos por lo que respecta a la «pasión» (rebeldía y martirio) de sus protagonistas: la lente galdosiana es la ironía, cuando no la parodia o el sarcasmo.
Ya la presentación misma del viejo Don Lope es una fino pero indisimulado remedo del estilo y la mirada de Cervantes hacia su Alonso Quijano. Pero, más allá de intertextualidades paródicas, los personajes, sus situaciones, sus actos y sus aspiraciones, se nos cuentan desde un tono de superioridad que no se percibe ni en la serena y tajante decisión de Nora Helmer, ni en la aplastante acción de una ciudad sobre una de sus ciudadanas más ilustres (y deseada), Ana Ozores. Así nos presenta Galdós los primeros paseos de Tristana con su joven amante, el pintor Horacio Díaz: «Además de cartearse a diario con verdadero ensañamiento, se veían todas las tardes […] La criada los dejaba partir solos, con bastante pachorra y discreción bastante para esperarlos todo el tiempo que emplearan ellos en divagar […] Él iba de capa, ella de velito y abrigo corto, de bracete, olvidados del mundo y de sus fatigas y vanidades, viviendo el uno para el otro y ambos para un yo doble, soñando paso a paso o sentaditos en extático grupo.» Así su estado anímico: «Esto es vivir; lo demás ¿qué es? Dijo, y Tristana, atontada por aquel espiritualismo, que era como bocanadas de incienso que su amante arrojaba sobre ella con un descomunal ‘botafumeiro’, no supo responderle». Y así sus confesiones: «Todo esto, y otras cosas que irán saliendo, se lo contaba Horacio a su damita, y ésta lo escuchaba con deleite, confirmándose en la creencia de que el hombre que le había deparado el Cielo era una excepción entre todos los mortales, y su vida lo más peregrino y anómalo que en clase de vidas de jóvenes se pudiera encontrar; como que casi parecía vida de un santo digna de un huequecito en el martirologio». (No es solo el tonito burlón: ese «y otras cosas que irán saliendo» deja a la vista la tramoya del relato y pone a sus personajes al trasluz de su propia literariedad, de su vida incorpórea.) En fin, que el joven pintor de origen italiano la llama con tierno humor «Beatrice, Francesca, Paquita de Rímini, Frasquita de Rímini, Curra de Rímini o señá Restituta» y a él la castiza Tristana «Señó Juan, carino o mio diletto», mientras se contestan «chi» por«sí» y se hacen picantemente de rabiar: ella «yo no me entusiasmo más que con este pintamonas. ¡Qué mal gusto tengo!»; él «y tú ¡qué horrible!… Con esos dientazos de jabalí y esa nariz de remolacha, y ese cuerpo de botijo. ¡Ay, tus dedos son tenazas!»; y continúa ella «Tenazas, sí, tenazas de ‘jierro’, para arrancarte tira a tira toda tu piel de burro. ¿Por qué eres así? ‘Gran Dio, morir sí giovine’». Obviamente, Galdós traza una burla de lo que podría entenderse como la fogosa ingenuidad del enamoramiento entre dos jóvenes (uno culto y la otra que desea con ardor serlo) que han llegado ambos a encontrarse con hambre atrasada (la expresión proviene de ellos mismos).
Pero es algo más, porque el tono irónico tiñe el relato entero a través de la adjetivación, de los cambios de registro, del jugueteo con los diminutivos, del paso veloz por los elementos más espinosos y terribles. Ese «mirar desde arriba» a una criaturas avocadas finalmente a la carencia emocional y física (Tristana pierde toda posibilidad de realización personal cuando le amputan una pierna) coloca al lector en una posición incómoda: ¿cómo acordar a una voz desafecta y burlona tal desgarro, tanta mala suerte, tantos sueños consumidos, cuando, además, al novelista canario no le asiste el trazo clínico y caricaturesco, expresionista y definitorio del genial Valle-Inclán? Puede llegar un momento en que sea el lector el que, indignado, le exija una mirada más compasiva y engrandecedora hacia su propia historia, hacia la ruina de su progenie literaria. ¿Qué historia despliega el autor? ¿La broma mordaz del novelista afamado que sale en esos días de una relación con la escritora y combativa feminista Emilia Pardo Bazán? ¿El hombre maduro que hace cuentas de los amores con una actriz más joven que él? Quizá en Tristana debamos encarar no ya la frivolidad del hombre que busca un excusable ajuste de cuentas personal, sino la calculada distancia de un autor que advierte la fuerza arrolladora de lo femenino, la necesidad de un cambio social que le dé cauce, pero que, descreído, relata una historia terrible desde el escepticismo y no desde la beligerancia. En cualquier caso, y esto nos parece lo fundamental, los acontecimientos se acrisolan en un relato brutalmente sarcástico, de un desapego tan manifiesto como cruel hacia sus propios personajes. Un relato sin duda mordaz, ácido incluso, pero no dramático y mucho menos de un dramatismo poético.
Ahora bien, ¿puede el público actual asumir una mirada así sobre unos hechos tan penosamente injustos?, ¿o se ha experimentado un cambio histórico de sensibilidad? Por supuesto, la adaptación teatral tiene todo el derecho a ennoblecer y potenciar los sentimientos de los personajes y, posiblemente, a acomodar los acontecimientos del relato a una mirada más compasiva con el dolor y la derrota de la joven. (Por el contrario, en la versión cinematográfica, Buñuel prolongará la historia para evidenciar el atroz endurecimiento emocional de la mujer tras la «ablación» de sus sueños). La versión preserva con acierto un deje irónico sobre la relación entre los jóvenes, pero se concede dramatismo a la caída en desgracia de la protagonista por medio de eficaces elementos poéticos. Resulta conmovedora, en este sentido, la danza imaginaria (pero real en escena) que Tristana interpreta, a modo de despedida de su entereza física, justamente antes de la operación quirúrgica: delicada y amorosamente despliega todas sus ansias de expresión personal en movimientos que realzan precisamente la extremidad ya condenada a la amputación.
Amputación que en la obra originaria, y como un guiño burlón a la tragedia, ya avanza sutilmente el escritor canario al presentar el abigarrado estudio del pintor lleno de «bastidores de lienzo, cabezas sin cuerpo, cuerpos descabezados, talles de mujer con pechos inclusive, hombres peludos, brazos sin personas y fisonomías sin orejas, todo con el mismísimo color de nuestra carne». De esa carne que le habrán de amputar tiempo después a Tristana, cuerpo también ella al fin incompleto, conjunto desparejado de mujer sin una pierna arrumbado en una buhardilla del querer-ser.
No obstante, el ajuste radical que del tono de la historia lleva a cabo esta versión escénica no resta interés a la propuesta. Aceptado el nuevo punto de vista y acomodado el espectador en una recepción más pausible para nuestro tiempo, esta Tristana se muestra como una eficaz e interesante proyección de la condición de género y del fracaso del mundo subjetivo y anhelante de la joven protagonista. No hubiera sido posible este logro sin la contribución de una estructura literaria bien calculada y una puesta en escena plástica e inteligente.
***
El desarrollo de la acción avanza con el ritmo necesario. A ello contribuye en buena medida la labor de trenzado con que se combinan las situaciones, de manera que Tristana a menudo dialoga con su esposo y su amante a la vez, anulando y restaurando las fronteras invisibles del espacio con su voz y su mirada (a veces contrarias: personaje bifronte). El recurso se resuelve airosamente, con agilidad narrativa y hasta con riqueza semántica.
Igualmente eficaz se vuelve la escenografía, que reparte con criterio los espacios y sus connotaciones simbólicas. Lastima que todo el dispositivo escénico se engolfe unos metros hacia el fondo frente a una sala tan amplia y cuando alguno de sus actores adolece de una menguada proyección de voz y presencia escénica. Por encima de esta objeción, se trata de una disposición geométrica “limpia”, que permite el movimiento de los personajes, el trabajo con las distancias, el movimiento ágil y alocado de Tristana (en contraste con su triste final de mujer con una pierna amputada) y que puntúa adecuadamente los tres polos magnéticos de la obra: el sillón de D. L. (el orden), la mesa familiar (el conflictivo devenir de la convivencia) y el pequeño estudio del pintor (la ilusión de un orden nuevo). La combinación de aire de época y esquematismo funcional se nos entrega enriquecida por una luz de tono amarillento que se gradúa a la perfección para sugerir tanto la cálida luz diurna de las calles madrileñas o del Mediterráneo alicantino como el tono macilento de las luces interiores en aquellos años.
La adaptación sale airosa igualmente de la dificultad que plantea una obra inicial que se estructura en buena parte a través del intercambio de cartas. La pericia de los actores y la estructuración dramática de los diálogos son más que suficientes para vencer el obstáculo, aunque precisamente por ello se nos haga artificiosa y fríamente distanciadora la voz en off para algunos fragmentos epistolares que, en cambio, habían sido resueltos con anterioridad de una manera escénicamente más natural a través de la “lectura” o la “evocación” en directo de los actores. No obstante, la adaptación rebosa plasticidad y sabiduría escénica. La música, sincopada, desasosegante, tensa de expectante dramatismo los finales de escena. Más escalofriante aún resulta que, en su afán por agradar a su desafecta amante y antes de que se manifieste el tumor en la rodilla de la joven, Don Lope se endeude para comprar una “pierna de lechazo” (irreverente avance del Cordero Pascual), que entrega envuelta diligentemente a la criada, cuando en la novela la única pierna de la que discretamente se ocupa Saturna es el miembro amputado de Tristana. Frente a la aportación bienintencionada pero vulgar del viejo amante y tutor, la desaparición de los sueños y los anhelos más desbordantes de una mujer joven (convincente e inspirada Olivia Molina), que más que descubrir el mundo, percute contra él y ha acertado tan solo a ver a través de una pequeña brecha otras formas más liberadoras de estar entre los otros.
***
Horacio se muestra mediocremente sensato olvidando a su joven amante impedida. Don Lope y Tristana se casan. El viejo renuncia así a sus creencias de apolillado donjuán en un acto de amor (sí, de amor, y esto da que pensar) para recibir una herencia familiar que asegurará el futuro económico de Tristana. Todo vuelve a su principio pero de una forma si se quiere más esclerotizada. Todo ha quedado en nada, todas las imaginaciones y deseos, todas las convicciones de una mentalidad abierta. Todo, en una boda entre un anciano y una joven tullida que solo espera la llegada del día para acercarse a la iglesia. El autor ha trazado y dispuesto a sus personajes como si fueran restos de algo ya probado, sabido y abandonado.
Y entonces el comentarista piensa en una de las frases que, en la novela, Tristana repetía mientras su joven amante le enseñaba italiano, y que se echaba de menos al inicio de estas palabras. No se dice quién es su autor, aunque se trata de un verso bien conocido de Leopardi (del canto Ad Angelo Mai). La joven rebelde repite, sin pensar en lo que pueda tener de (mal) augurio, «tutto è simile, e discoprendo, / solo il nulla s’accresce». Palabras premonitorias y terribles que hemos traducido para titular este artículo.
0 comments on “Tristana en off”