/ por Michel Suárez /
Hace más de cuatro décadas, Richard Sennett afirmaba en El Declive del hombre público que las virtudes cívicas ya no son lo que eran. Según el sociólogo y músico americano, el curso del capitalismo durante el siglo XX había corroído lentamente el papel que el espacio público había jugado como escenario de la representación simbólica y las relaciones sociales. Encaramándose a lomos del sentido de colectividad y de los viejos códigos de conducta, el narcisismo, la irresponsabilidad y el egoísmo habían escalado posiciones hasta convertirse en principios dominantes de una civilización decidida a no mirar atrás. Una de las consecuencias más evidentes de haber pasado la esponja por la pendiente de la Historia fue la pérdida de referentes en el arte de vestirse, esa actividad de nivel superior que preparaba para el encuentro con los otros en el marco público.
Es evidente que el “hombre público” no es lo que era en materia estética. No sugiero, sin embargo, que se haya despreocupado por completo del signo, al menos en aquellos dominios donde la presencia y la puesta en escena continúan teniendo cierta importancia. Pero lo que me parece poco discutible es la práctica desaparición de hombres que sientan la necesidad de buscar inspiración en los modelos de elegancia de la tradición clásica. En este sentido, el caso del presidente de la República francesa resulta ilustrativo. Tras ver coronadas por el éxito sus indisimulables ambiciones, la primera medida adoptada por el tecnócrata Emmanuel Macron a su llegada al Palacio del Elíseo fue la de ordenar a su portavoz que hiciese público el precio de sus trajes. Según informaron desde el Faubourg Saint-Honoré, por cierto, centro neurálgico de la moda parisina, el señor presidente substituiría sus habituales trajes de confección, que rondaban los mil euros, por ternos adquiridos en una determinada boutique por valor de cuatrocientos cincuenta euros. Este gesto ha sido interpretado como la apoteosis de lo políticamente correcto, pero, en realidad, lo que refleja es la imparable descomposición del gusto de los “hombres públicos”: poco antes, nos habíamos enterado de que otro candidato al sillón presidencial, el señor Fillon, se había dejado corromper, ¡qué fatalidad!, pero al menos había vendido su alma por media docena de trajes artesanos de la mítica casa Arnys, a seis mil euros la unidad.
Con el fantasma de la crisis recorriendo Europa, a Macron le ha parecido un ejemplar acto de trasparencia detallar a sus conciudadanos cuánto les va a costar vestir al representante de la soberanía nacional. No obstante, además de constituir un habitual ejercicio de hipocresía (la prensa francesa filtró posteriormente que durante los tres primeros meses de su mandato monsieur le président había fundido ¡¡veintiséis mil euros!! en maquillaje usado en eventos y apariciones televisivas, una cuenta que hará pagar a los más desfavorecidos mediante su criminal política de recortes), el sorprendente anuncio de los precios de sus trajes transparentaba dos temores: el de pasar por presuntuoso a ojos de una población pauperizada y el de ser acusado de malgastar el dinero de los contribuyentes. Sobre este último punto es inútil decir nada; sencillamente, habría que pasar por alto que el Estado es la quintaesencia de la opacidad política y una gigantesca máquina de dilapidar recursos. En lo que se refiere al temor de ser tildado de vanidoso, Macron no tiene de qué preocuparse. A juzgar por sus trajes, se puede afirmar que su amor propio no demanda nada excepcional en el campo estético. Su portentosa mediocridad le ha llevado a vestirse como un colegial inexperto en una fiesta de fin de curso: se echa de menos tela en esos trajes ceñidos y enjutos que transmiten la imagen de un eterno adolescente, a pesar de que el señor presidente de la República francesa ronda los cuarenta años. Aunque pocas cosas resultan más estrafalarias que la obligación de ser perpetuamente joven, las empresas de relaciones públicas continúan empeñadas en infantilizar a sus clientes, y Macron, desde luego, está encantado con su apariencia de enfant. En cualquier caso, un ojo educado sabrá contemplar con piedad sus muy modernos slim fit.
Seamos claros: lo único que garantiza el valor que paga Macron por sus ternos es la falta de calidad; pero lo más grave es que también excluye la intervención de un maestro sastre artesano, condición indispensable para conferir dignidad a una prenda. Incluyendo el traje masculino en el terreno del concepto, coto de geniales y vanguardistas diseñadores al servicio de una marca, el marketing ha “puesto en valor”, según la pedante e insufrible jerga empresarial, productos indefendibles y descaradamente caros, por mucho que se vendan a precios bajos, y hasta el mismísimo presidente se ha ofrecido como publicista de este fraude. Me pregunto cómo habrán encajado los sastres franceses, en otro tiempo orgullo de la artesanía nacional, esta inusual confesión oficial de desprecio público por su labor. Ni siquiera las élites respetan ya su virtuosismo.
El mismo fenómeno de ausencia de dominio del cuerpo y autoconocimiento se constata en todos los terrenos frecuentados por el nuevo “hombre público”. En gran medida, las causas remiten al cortocircuito de la trasmisión de las reglas que configuraban el canon de vestimenta masculina, principios generales consensuados por el tiempo que favorecían la innovación personal. De igual forma que el resultado de componer un soneto o cantar un aria de Händel sin conocer las reglas es un garabato o un rebuzno, ceder a caprichos arbitrarios en el arte de vestirse suele desembocar en la extravagancia, o, con frecuencia, en la incivilidad y la descortesía.
El universo de los escritores ilustra mejor que ningún otro, con excepción, tal vez, del de los actores y los deportistas, el fin del deleite de vestirse y el de una urbanidad que desaparece con él. Como el resto de la sociedad, los escritores han cedido a la debilidad de la relajación, y no han hecho el menor esfuerzo por elevarse por encima de la despreocupación general. Basta con echar un vistazo a las entregas de premios literarios para decretar sin vacilaciones el estado de calamidad: señores incoherentes, incómodos, descompuestos, locos por irse a casa y devolver sus trajes de confección al fondo del armario. Por si no bastase, este desinterés se ha visto reflejado en su obra de ficción, donde se buscará en vano a aquellos personajes que rezumaban carisma a través de sus ropas, como sucedía en la literatura de Balzac, Wilde, Proust, Thomas Mann o Scott Fitzgerald. Y aunque quisieran recrearlos, ni siquiera podrían salir a nuestras inexpresivas calles en busca de inspiración, “a la caza de detalles sobre la manera de vestir y el aspecto de las personas”, práctica habitual de Natalia Ginzburg, como ella misma reconocía en un libro delicioso llamado Las pequeñas virtudes.
Sin embargo, la existencia de un venerable anciano llamado Gay Talese demuestra que las derrotas nunca son totales. A sus ochenta y cinco años, este periodista americano de prosa tersa y adictiva, con un don natural para hurgar en la zona oculta de la noticia, continúa siendo el más célebre valedor de un clasicismo vestimentario en horas bajas. A pesar de haber atravesado buena parte del siglo XX, y de ser testigo de las renovadas monstruosidades puestas en circulación por la industria de la moda, la fina capacidad de juicio estético de Talese ha permanecido intacta a lo largo de su longeva vida. Sus magníficos trajes elaborados a mano y a medida han llamado la atención de los periodistas, que no dejan pasar la ocasión de preguntarle por su inusual criterio estético. Resulta sintomático que un hombre como Talese tenga que justificar públicamente su elegancia; sin embargo, mientras él aprovecha con placer todas las ocasiones que se le presentan para exponer sus argumentos y reivindicar un estilo al margen de los calendarios, a nadie se le ocurre pedirles explicaciones a otros escritores por su formidable indolencia y descompostura, que en algunos casos, como el de Michel Houellebecq, caen de lleno en lo burlesco y lo desagradable.

Hijo de un sastre y una modista, el hecho de haber crecido en el taller-tienda de sus padres lo ha preparado para apreciar en lo que vale el arte de la presentación pública, un arte que tiene como primer mandamiento vestirse para los demás, una exigencia completamente olvidada en la era del just do it. No obstante, vestirse para los demás no significa hacerlo en función del estatus público de los interlocutores: “Eso sería faltarles al respeto; sería suponer que los conoces, que sabes lo que les gusta ver. Yo no tengo pretensiones sociales, pero tengo movilidad. Socialmente soy móvil. Creo que puedo meterme en un territorio cualquiera sin tener que quitarme el chaleco. Lo que considero importante, y lo que influye en la gente a la hora de abrirme la puerta, es que soy educado con ellos”.
Como no se cansa de repetir, el arte de la presentación pública es un poderoso nivelador democrático de las relaciones con los demás; al exponerse de igual forma ante humildes o poderosos, Talese nunca ha llevado en cuenta la posición social y se ha mostrado tal cual es, sin dobleces ni imposturas. La consecuencia inmediata de esta actitud es la decidida negación de que las personas valen lo que su cargo o su trabajo; por el contrario, son siempre un fin en sí mismas. Pero además de esta forma de cortesía que anula la demagogia de las apariencias que se metamorfosean en virtud de quien escuche, para el escritor de Ocean City vestirse es siempre un genuino acto de individualidad, una individualidad maltrecha en nuestros días por el efecto de una propaganda sofocante que no invita precisamente a grandes indagaciones sobre la identidad y el carácter.
Hace más de medio siglo, Herbert Read lamentaba que el hombre común demostrase tan poco interés por la frescura de la imaginación, por la exaltación y vivacidad de los sentidos; este no es, desde luego, el caso de Talese, que siempre ha estado del lado de la sensibilidad informada y reflexiva. Y aquí radica precisamente lo más sugerente de su estilo: como ha manifestado más de una vez, su talento para vestirse es un talento adquirido, fruto de la adopción de una tradición legada por su padre desde la más tierna infancia.
Es interesante comprobar la frecuencia con la que se repite este patrón de transmisión familiar en hombres bien vestidos. El escritor de novelas de espionaje Percy Kemp siempre tuvo en cuenta el consejo que recibió de su abuelo: “lo primero que debes hacer cuando seas mayor es acudir a un buen sastre para hacerte un hermoso guardarropa; te será mucho más fácil sobrellevar los reveses de la fortuna cuando se presenten”. Y otro hijo de sastre, el gran Leonard Cohen, afirmaba que había dos cosas que nunca discutía: “mis amantes y mi sastre”. El desaparecido actor francés Philippe Noiret revelaba en una entrevista que su modelo en materia de estilo había sido su padre, quien “daba la impresión de no cambiar nunca de traje. Mi gusto por lo bello procede de él, y, en reciprocidad, yo he revolucionado su forma de vestirse. Para ir al trabajo llevaba siempre traje con chaleco y corbata. Durante su jubilación (vivió hasta los noventa y cuatro años), le compraba camisas escocesas, cardigans de cashmere rojo, pantalones de franela. Podía ponérselo todo: su elegancia era natural”.
Tradición e innovación, sin duda, pero lo importante aquí es que la tradición en la que se inspira Gay Talese no es una tradición cualquiera; se trata de la época más esplendorosa para el vestuario del hombre: los años treinta del siglo XX. Década tumultuosa y crítica, violenta y aciaga, también fue, paradójicamente, el punto más alto de la celebración del estilo y el refinamiento masculinos. La lista de hombres poseídos por el dulce veneno de la elegancia durante los treinta es sorprendentemente amplia. Ciñéndonos al ámbito literario, la contención de T. S. Eliot y Thomas Mann, el dandismo de D’Annunzio o la distinción de James Joyce, son sólo algunos ejemplos de la excelencia de la década. Si Emmanuel Macron tuviese el menor sentido de la Historia sabría que París fue en otro tiempo escenario habitual de personajes como Maurice Ravel, Stravinski, Jean Gabin, Paul Poiret, Tsuguharu Foujita, Paul Morand, Jean Cocteau o Jean Giraudoux, figuras en las que hubiese podido inspirarse sin correr el menor riesgo.


Para hacernos una idea de la excepcionalidad de ese tiempo bastará con contemplar los majestuosos trajes, y sombreros, que Jack Nicholson exhibía en la “Chinatown”, una excelente película de los setenta ambientada en los treinta.
Talese ha sabido valerse como nadie de los recursos de esos años, desde los característicos martillos de sus chaquetas, hasta los conjuntos de tres piezas con chalecos contrastantes, pasando las camisas de rayas con puños y cuellos blancos, para, adaptándolos a nuestros tiempos, componer una imagen tan singular como su forma de escribir. Como admite con satisfacción, uno de los escritores que ha ejercido una influencia más duradera sobre él, no sólo en su estilo literario, sino también en la indumentaria, ha sido Scott Fitzgerald, un maestro a la hora de jugar con las proporciones, los diseños y las hechuras de los trajes. Su Gatsby es buena prueba de ello.

Desgraciadamente, en esta operación de rescate está prácticamente sólo, a excepción de algunos, muy pocos, intrépidos elegantes, como su colega y amigo Tom Wolfe, un asiduo frecuentador de los traje blancos en la estela de Mark Twain.


Sería un gran equívoco confundir la defensa de Gay Talese del arte de la presentación pública y de la imaginación estética con una simple apología de la voluptuosidad; por encima de todo, constituye un vehemente alegato de los maestros artesanos. Rememorando el esmerado trabajo de su padre, ha explicado que escribe de la misma forma que él deslizaba la aguja por los tejidos: “Hacía cada traje puntada a puntada, sin usar máquina de coser, porque quería sentir la aguja en sus dedos mientras penetraba en una pieza de seda o lana y se movía a la velocidad de un gusano a lo largo de la costura de un hombro o una manga. Si algo que hacía se desviaba de su definición de lo perfecto, lo desbarataba enseguida y volvía a hacerlo. Tenía la esperanza de que las prendas que creaba produjeran la ilusión de no tener costuras, de alcanzar una expresión artística con la aguja y el hilo”.
Educado en la cultura del trabajo concienzudo de los sastres, Talese escribe a mano una prosa tan consistente como los “botones de mi padre, que nunca se caían”. Lejos de compartir la fascinación de nuestra era por la velocidad y el atolondramiento, es consciente de que escribir a mano y a máquina son dos actividades diferentes que producen resultados distintos. Escribe como su cosía padre: lentamente, con enormes dosis de paciencia y perseverancia. El éxito de sus libros le ha concedido el privilegio de poder demorarse en la preparación del siguiente, empleando un buen puñado de años para documentarse y plasmarlo en papel. En gran medida, es también un artesano.
Consciente de pertenecer al club de aquellos “cada vez más escasos caballeros” que valoran el talento de los sastres y están “dispuestos a pagar los altos costes de mandarse hacer un traje a medida”, ha encarado sus encargos a sastres, zapateros y sombrereros con el espíritu de un mecenas; para Talese, agregar una prenda a su armario es una forma de mecenazgo encubierta, un guiño a la resistencia artesana en plena ofensiva de los robots y las máquinas inteligentes.
“Se veía a emigrados vejestorios con aires y ropas de otros tiempos, hombres de lo más respetable, sin duda, pero tan extraños entre la sociedad moderna”, escribió Chateaubriand refiriéndose a los émigrés que regresaban a Francia durante la restauración borbónica. Es posible que muchos consideren que esta imagen se ajusta fielmente a la figura de Gay Talese. Y estarán en lo cierto: este menudo y afable hijo de sastre, que siempre respetó los códigos y jamás cultivó el abandono de sí, pertenece a otro tiempo, al tiempo de los hombres públicos
En una de sus piezas maestras, El Silencio del héroe, retrató a un Joe Di Maggio retirado en la melancólica serenidad de su pequeña barca de pesca, lejos del ruido de la fama y la vanagloria de antaño. A su modo, Gay Talese, también es un héroe, un héroe sartorial que a través de la pluma o de sus trajes ha sabido expresarse de maravilla. Es un héroe elocuente. Un maestro.
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