Si hacemos caso a Roland Barthes, la historia del arte va en paralelo a la historia de la mirada. Eso es lo que propone hoy Hilario J. Rodríguez en “Rosebud”, convirtiendo las imágenes en viajes y a los espectadores en viajeros.
/ por Hilario J Rodríguez /
Toda imagen es una operación de rescate [i].
Hay un poema de Stephane Mallarmé donde un cisne queda atrapado en la superficie congelada de un lago, envuelto –seguramente– por uno de esos paisajes invernales de postal, tan bonitos que no se pueden describir sin caer en la cursilería. Mallarmé, de hecho, prefirió no hacerlo, no describirlo, dejarlo estar en blanco, como una secuencia de palabras Bartleby, cansadas de decir lo mismo para al final ya no decir nada. Por eso en el poema el lenguaje parece congelado, a varios grados bajo cero, esperando quizás la incandescencia del papel, el blanco, esa pureza con la que la literatura moderna se mide entre decir algo o no decir nada y permitir que las cosas sean.
El cisne del poema posiblemente anhela a sus compañeros, volando hacia lugares más templados para continuar allí sus historias llenas de ruido y furia, pero al mismo tiempo es consciente de su posibilidad de penetrar con su mirada una imagen que los demás abandonaron demasiado pronto y que jamás podrían llegar a entender o hacer suya. No importa qué ve sino cómo lo hace. Su aventura es la aventura del espectador. Y con él la historia del arte obedece la sugerencia de Roland Barthes, convirtiéndose en una historia de las miradas.
Sabemos que Pablo Picasso dejaba a veces partes de sus cuadros sin pintar y que eso irritaba a sus admiradores. Le reprochaban aquellos espacios en blanco porque desposeían al conjunto de uniformidad. A lo que se referían, sin embargo, es a que nadie puede comprar o admirar una obra de arte que renuncia a constituirse en un universo completo y con autoridad, una imagen que deja huecos y no abarca la totalidad de su soporte, como si albergase dudas sobre sí misma. En alguna ocasión Picasso se defendió diciendo que incluso en aquellos espacios estaba su mano aunque no se notase, porque el blanco era suyo aunque no fuese de su propiedad.
El más efímero de los instantes tiene un ilustre pasado [ii].
Mientras cursaba tercero de EGB, tuve un compañero que se llamaba Fernando Dapena. Llegó tarde a las clases, en enero, al parecer de un país extranjero que nunca nos quiso desvelar, adonde se había ido con su familia por motivos posiblemente laborales pero sobre los que no llegamos a tener ninguna certeza pese a que alguno de nosotros habló sobre espías y cosas así. Aquel chico, en realidad reservado y con pinta de figurín (sobre todo comparado con los demás, que teníamos un aspecto asilvestrado propio de nuestra edad), nos molestaba por el misterio que lo rodeaba. Unos sabíamos de los otros y nadie sabía nada sobre Fernando Dapena. Eso nos jodía mucho, así que el chaval se ganó unas cuantas zurras a cuenta de la rabia que nos provocaba, aunque también supo defenderse y darnos a más de uno una ración de palos. Cuando ya nos habíamos acostumbrado a él y a los espacios en blanco de su biografía, que habían dejado de interesarnos, hubo una visita en el colegio de alguien muy importante. Los profesores querían que nos pusiésemos en pie en cuanto lo viésemos acercarse. Fue entrando en todas las aulas, pasándonos revista, moviéndose entre las filas y haciendo siempre la misma pregunta, para poner a prueba nuestra inteligencia
—¿De qué color es el caballo blanco de Santiago?
Yo no me atreví a responderla por miedo a demostrar que mi supuesta sabiduría no era más que una parte de mi ignorancia. Mis compañeros también se quedaron mudos por el mismo motivo, me consta. Sólo Fernando levantó la mano, con la seguridad que lo caracterizaba al contestar al maestro durante las clases, porque la verdad es que se lo sabía todo mejor que cualquiera de nosotros. Cuando aquella persona tan importante se acercó a él, dispuesto a escucharle, Fernando dijo que no había que ser muy listo para saber que el caballo blanco de Santiago era negro. Mientras los demás nos reíamos, en mi caso con una mezcla de confusión y alucine, a él le cayó una hostia de las que retumban y que nos hizo reír todavía más.
La verdad sólo es una pugna entre relatos [iii].
La anécdota se perdió en mi memoria durante muchos años, hasta que preparando un trabajo sobre el No-Do, me di cuenta de la importancia de la nieve como motivo que se repetía en aquellos noticiarios. «Nieva en la capital y los niños libran batallas mientras el Generalísimo observa los preparativos de Madrid para las Navidades.» Siempre era algo así: muñecos de nieve, trineos y una felicidad que no cabía en las sonrisas de quienes aparecían en la pantalla. Era parte de la perversidad dictatorial, que se apropia de las cosas obligándonos a verlas como le apetece, dando por hecho que no nos pertenecen o que somos demasiado críos e irresponsables para dejarlas en nuestras manos. Al pensar en todo esto, enseguida recordé a Fernando.
El gran teórico Max Raphael, uno de los maestros de John Berger, estableció que el valor del arte residía en el trabajo del artista (y no tanto en la obra). Para él, el valor provenía de las dos transformaciones que llevaba a cabo el artista, anteriores a la posible intervención (del mercado o la crítica) que luego pudiese ocultarlas, menospreciarlas, perseguirlas o aniquilarlas, por no hablar de especulaciones hermenéuticas o mercantiles. La primera transformación era de orden estético porque convertía materia en bruto (como el óleo o la piedra) en una representación de un objeto o una idea, o ambas cosas al mismo tiempo. Y la segunda transformación era de orden ético porque traducía una concepción subjetiva a una objetiva, al convertir una idea en algo sólido a partir de lo cual el mundo tuviese la posibilidad de crear criterios de certeza, más allá de los dogmas o las creencias. De esa manera, la mirada se nutre de la capacidad transformadora del arte y nos ofrece a los espectadores protagonismo en la realidad, que puede adecuarse a nuestros deseos y necesidades si utilizamos los superpoderes que adquirimos al ver ciertas obras. Verlas nos ayuda a liberarnos de los significados impuestos (hechos de supersticiones y creencias) y a la vez nos coloca ante la posibilidad de generar unos nuevos.
Todo texto acaba convirtiéndose en la biografía de una imagen [iv].
Si regreso ahora al cisne del poema de Mallarmé o a los blancos en algunos cuadros de Picasso, enseguida observo en ellos una ausencia de techné, una renuncia a exhibir la maestría de un poeta o un pintor, suspendida no en un deseo de ejecutar sino de anticipar algo. Podría ser también fruto de la nostalgia, el deseo de realizar un viaje hacia el primer gesto que define el arte, para trazar a partir de él una nueva historia [v].
En una entrevista que le hice a José Luis Guerin en febrero de 2011 para el suplemento cultural del diario Abc con motivo de la instalación La dama de Corinto [vi], que acababa de inaugurar en el Museo Estaban Vicente de Segovia, me dijo que «siempre partimos de proyecciones: el cine ve porque antes ha sido visto o intuido, la amada pinta porque antes ha visto la sombra de su amado poco antes de irse a la guerra… Plinio, al hablar sobre la pintura y en concreto sobre Zeuxis, describió un mundo que ya nunca podremos ver pero que, aun así, ha inspirado a los pintores, sobre todo durante el Renacimiento; yo intento describir una imagen fundacional de ese mundo antes descrito por Plinio, para hacer con ella La dama de Corinto». Reproduzco sus palabras porque ahora mismo me veo representado en ellas, quizás para explicar qué busco yo mismo con estas líneas: una imagen fundacional en la cual se esconde mi inclinación por la nieve. Antes de llegar a ella tendré que hacer un viaje en el tiempo y perfilar el paisaje que encuentre en ese insólito trip. Y que nadie espere una disculpa si en los constantes desvíos de esta historia ahora entramos en el terreno de la ciencia ficción o del psicoanálisis de los sueños, porque al fin y al cabo eso es lo que hace cualquier crítica de arte que pretenda llegar a alguna parte[vii].
Toda imagen es un animal hambriento [viii].
Hace unos años mi hermana mayor me llamó por teléfono unas cuantas semanas antes de que yo me fuese de viaje a la cordillera del Himalaya. Acababan de hospitalizar a mi abuela materna y mi madre había caído en una profunda depresión, pero ella sólo quería contarme una pesadilla.
-Caminábamos por el Polo Norte en mitad de una gran nevada. Tú te agitabas mucho porque hacía mucho frío, ni siquiera respondías a las bolas de nieve que te lanzaba, intentando alegrarte el día como en una película de Harry Callahan, las de Clint Eastwood. Al darme cuenta de que las cosas no iban bien, te gritaba para darte ánimos, aunque no conseguías oírme porque el viento aullaba como un lobo moribundo. Luego se abrió un gran abismo entre los dos, una grieta perfecta sobre el hielo, y en medio, si nos asomábamos al abismo, se estaba proyectando toda nuestra vida de principio a fin. Las imágenes pasaban muy lentas, como en una de esas películas insoportables que tanto te gustan, y tú no ibas a conseguir aguantar mucho más. Pedías socorro y me mirabas aterrado porque no podías soportar aquella temperatura. Te juro que tu cara me dio un miedo enorme. No me habría gustado ver o sentir lo que tú estabas viendo o sintiendo, no lo habría podido entender. Gracias a Dios, conseguí despertarme; nunca me habría perdonado dejarte morir en mi sueño.
To be continued…
El arte, como el Universo, se expande en el vacío sin encontrar resistencia [ix].
[i] La imagen es de Ichirô Kojima y forma parte del célebre libro Tsugaru, editado en 1963 pero poco conocido para quienes no hayan visitado jamás las bibliotecas públicas de Japón, donde no es difícil dar con un ejemplar, de signos ideográficos ya casi desvanecidos no tanto por la corrosión del tiempo sobre la humilde tinta de sus páginas, sino por la yema de los dedos de cientos -y hasta seguramente miles- de lectores que llevan leyéndolo desde hace décadas, quién sabe si para «ver» o para «verse», para extraviarse en dirección al pasado o en dirección al futuro. Se reeditó en 2014 gracias a una retrospectiva en el Museo Izu de Fotografía, donde la obra de Kojima recordaba un momento de cambio en la historia japonesa, después de la Segunda Guerra Mundial, tras su derrota y su progresiva modernización, desplazando a los márgenes de su historia las imágenes que hasta entonces le habían proporcionado su peculiar idiosincrasia a ojos de un occidental.
Yo conocía la fotografía mucho antes de saber de quién era y sin haber siquiera sospechado que pudiera ser japonesa. Al verla, pensaba en Rusia y en un relato de Nikolai Leskov o Leonid Andréyev, sobre gente caminando con esfuerzo para atravesar un narración. Por supuesto, cuando descubrí a su autor, me vi en la obligación de comenzar yo mismo un viaje, entre la Rusia de mis fantasías y el Japón real de la imagen. No iba a ser fácil, claro. Si me extraviaba en mitad de una tormenta de nieve, con el papel en blanco exigiéndome palabras, jamás podría regresar porque mis huellas desaparecerían en una larga oración subordinada, de modo que ya sólo podría seguir hacia delante, sin saber bien si llegaría a mi destino, evitando los precipicios y los anacolutos, la espesura de los bosques y el ritmo endiablado del fraseo antes de llegar a la punta del lápiz, mientras una idea ya se disipa en el cerebro y aún no ha cobrado forma en el papel. Como el miedo no era negociable, me dije a mí mismo que en los caminos -y en la escritura- suelen producirse encuentros con personas o criaturas bien informadas y no tanto, capaces de darte información, consuelo, alimento o un buen empujón. También me dije, porque lo había leído en Alicia en el País de las Maravillas, que si caminas lo suficiente siempre llegas a algún sitio.
Para Giorgio Agamben, todo relato se fundamenta en la conciencia de una pérdida, por eso sitúa la historia de la literatura (y del pensamiento) en una red de pérdidas sucesivas. En El fuego y el relato nos cuenta cómo Baal Shem, mientras urdía la creación del jasidismo, resolvía sus problemas yendo a un punto concreto de un bosque, encendiendo un fuego y rezando unas oraciones; y cómo las generaciones posteriores fueron olvidándose del bosque, el fuego y las oraciones, hasta que ya sólo les quedó la posibilidad de construir una narración a partir de esas pérdidas y esperar que ésta surtiese el efecto buscado.
[ii] Los versos son de Emily Dickinson, y el aguafuerte es de Martin Lewis y se titula Which Way? (1932). El Met de Nueva York, el Art Institute de Chicago y el Detroit Institute of Arts, entre otros museos, tienen copias firmadas del aguafuerte, pero ninguno lo expone en sus salas. Resulta difícil saber cuántas circulan por ahí. Una de ellas se subastó en Boston (Massachusetts) el 23 de octubre de 2016, con un precio de salida de menos de 8.000 dólares. Yo jamás habría visto la obra de no haber estado en Nueva York el 14 de abril de 2016, el mismo día en que se inauguraba una retrospectiva del artista en The Old Print Shop, una pequeña galería en el 150 de Lexington Avenue.
A Lewis hoy apenas se lo menciona en las historias del arte o en las revistas especializadas, a no ser cuando uno se remonta a los comienzos de Edward Hopper y se entera de la amistad que mantuvieron mientras el primero le enseñaba al segundo todo lo que sabía acerca de la técnica del grabado.
Lewis había nacido en Australia 1881. Desde muy pequeño fue culo de mal asiento y bastante bohemio. Se despidió de su familia en 1900, poco antes de irse a Estados Unidos, donde dio tumbos hasta llegar a Nueva York en 1909, casi al mismo tiempo que conocía a la fotógrafa y cantante Esta Varez, de quien se debió de enamorar como uno sólo se enamora una vez en la vida, absoluta y desesperadamente. Ella lo abandonó en 1920, para casarse con un buen amigo de Lewis: Dudley Nichols, un guionista genial que entre los años treinta y los cuarenta trabajó a las órdenes de John Ford, Jean Renoir, Howard Hawks, Fritz Lang, George Cukor y otros grandes cineastas.
Tras la ruptura, Lewis se fue a Japón sin intenciones de regresar jamás. Ya era por aquel entonces un excelente dibujante y un magnífico grabador, enamorado del arte japonés y dispuesto a perfeccionarse. Sin embargo, las cosas no fueron como esperaba. El idioma se le resistía y siempre iba muy justo de dinero. Pero antes de largarse por donde había venido aprendió algo muy importante que más tarde le enseñaría a Hopper, algo que Paul Gauguin también le había enseñado a Vincent Van Gogh: a forzar la imaginación y evitar la pintura al natural o el uso de fotografías, para que así las imágenes estuviesen revestidas de un aura introspectiva y misteriosa aunque representasen escenas cotidianas.
De Hopper no es necesario decir nada, aunque a Lewis no estaría mal que en adelante le prestemos algo más de atención si algún día aspiramos a entender aquella fábula china atribuida a Han Fei Zi:
Había un artista que pintaba para el príncipe de Qi.
– Dígame – dijo el príncipe –, ¿cuáles son las cosas más difíciles de pintar?
– Perros, caballos y cosas semejantes – replicó el artista.
– ¿Cuáles son las más fáciles? – indagó el príncipe.
– Fantasmas y monstruos – aseguró el artista –. Todos conocemos a los perros y a los caballos, los vemos todos los días pero es difícil pintarlos como son, por eso son temas complicados. Los fantasmas y los monstruos no tienen forma precisa y nadie los ha visto nunca, por eso es fácil pintarlos.
[iii] La imagen superior es anónima y fue tomada el 16 de noviembre de 1943 sobre Vemork (Noruega), donde los alemanes producían agua pesada, rica en deuterio para que actúe como moderadora en reactores nucleares. Un grupo de ciento cuarenta y tres B-17 de la 8ª Fuerza Aérea Estadounidense lanzó cerca de 800 bombas de casi media tonelada cada una, sin que ninguna impactase en su objetivo de manera eficaz.
La imagen inferior también es anónima y fue tomada el 3 de febrero de 1945 sobre Berlín (Alemania) durante uno de los más intensos bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, en el que intervinieron mil B-17.
[iv] De izquierda a derecha, las imágenes muestran el Paisaje de invierno con cuervos (1862) de Jean François Millet y el Campo cubierto por la nieve con un carro (1890) de Vincent Van Gogh.
En Vértigo, W. G. Sebald confronta a uno de sus personajes con un grabado de la ciudad italiana de Ivrea, en el que reconoce la luz crepuscular aún almacenada en su memoria, varios años después de haberla visitado. La coincidencia, lejos de resultarle feliz, le lleva a la conclusión de que quizás su recuerdo no sea de la ciudad, desvanecida como un fantasma entre otros cientos de pequeñas ciudades europeas de presencia moribunda y costumbres anticuadas adonde suele ir durante sus vacaciones, sino del minucioso grabado. Todo eso le hace prometerse que en adelante no volverá a comprar grabados ni postales con hermosas vistas de las ciudades adonde vaya en sus viajes, porque -según él- ese tipo de imágenes al final desplazan a los recuerdos o los aniquilan, antes aun de que los lugares remotos donde le gusta esconderse de la vida moderna hayan desaparecido por la propia lógica de su moribundo ciclo vital.
[v] En su Historia Natural, Plinio decía que la mejor pintura de su época y de épocas pretéritas se hallaba en el palacio de César en el Palatino, y que la había pintado un griego llamado Apeles, de quien no se conserva ninguna obra aunque muchas se conozcan a través de obras literarias y recreaciones pictóricas de otros pintores, como Tiepolo, Botticelli, Durero o Salvador Rosa. Su misteriosa descripción la presenta como de gran formato y con varias líneas que casi eludían al ojo gracias a su sutileza. Vacía de contenido en comparación a otras obras maestras, según Plinio, reclamó siempre más atención que ninguna otra pintura quizás por eso mismo.
Aquel alarde de abstracción, sin embargo, tiene su historia. Todo sucedió durante una visita que Apeles hizo a Protógenes en su estudio de la isla de Rodas, donde no lo encontró pero en su lugar vio una tabla sobre un caballete, lista para recibir un baño de colores y formas. Apeles no se pudo resistir y trazó en ella una línea finísima que luego firmó, como si considerase su trazo inigualable. Al ver el resultado, Protógenes no se quedó de brazos cruzados y trazó sobre la línea en el centro de la tabla una nueva línea, todavía más fina e imperceptible, dispuesto a borrar la huella de un crimen, la autoría del cuadro. Y a esa línea superpuesta, luego Apeles le sumó una tercera, más fina y sutil, perfecta, que Ernst Gombrich sugirió que era de un blanco como el de la nieve, brillante y refulgente, muy familiar para el historiador austriaco porque había estudiado con detenimiento los efectos de la luz en el arte antiguo.
[vi] http://www.culturamas.es/blog/2012/11/05/entrevista-con-jose-luis-guerin/
[vii] En su novela póstuma 2666, Roberto Bolaño cuenta lo siguiente: «Al despertarse creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Pero también es cierto que toda crítica, al cabo, se convierte en pesadilla.»
[viii] La imagen pertenece a la película Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940, Orson Welles).
Hay una distancia sutil entre producir y crear, entre crear y entregar algo al público, entre que el público reciba algo y que lo entienda o lo acepte, entre que algo se entienda o acepte y que perdure…
Las artes se definen por sus productos acabados, por sus obras, por la escultura perfecta o el fresco majestuoso, pero la historia de las artes tiene menos suerte y no le queda otro remedio que trabajar en muchos casos con simples esbozos, con sugerencias, al lado de la invisibilidad incluso. Hay obras que sólo conocemos en parte o de las que apenas hemos oído pero jamás visto.
«No hay peor laberinto que aquel que carece de centro.» La frase es de Gilbert Keith Chesterton y la utilizó Jorge Luis Borges en una crítica laudatoria y demoledora al mismo tiempo que escribió sobre Ciudadano Kane, sin darse cuenta de que con el tiempo se convertiría en un arma de doble filo que el mismísimo Orson Welles utilizaría contra él en una entrevista, cuando le preguntaron qué opinaba sobre los reparos de Borges a su obra maestra:
−No es mi película la que está viendo y atacando, se ataca a sí mismo y a su propia obra.
Borges confesó tiempo después, acaso rindiéndose ante la observación de Welles o meditando sobre sus propias palabras, que «nunca vemos las cosas como son sino como somos».
[ix] La frase es de Stanislaw Lem, de su obra Vacío perfecto. Y la imagen es anónima y fue tomada en las inmediaciones de la ciudad de Herisau, en la parte este de Suiza, el 25 de diciembre de 1956; muestra el cadáver de Robert Walser.
Entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre de 1974, el cineasta alemán Werner Herzog realizó un viaje a pie de Múnich a París con el único fin de impedir que la historiadora cinematográfica Lotte Eisner se muriese, tras haber sido hospitalizada en situación crítica. Tenía 78 años. Según él, «no era el momento adecuado, no podía morirse porque el cine alemán no podía permitírselo». Así que decidió desafiar a la Naturaleza y ver si, en efecto, su peregrinaje a través de senderos alejados de otros seres humanos le ayudaba a obrar el milagro. Con un equipaje ligero, cubrió una distancia que en ningún caso establece en kilómetros sino más bien en adversidades relacionadas con el final de un otoño lluvioso y el preludio de un invierno cubierto por la nieve. Lejos de los trayectos históricos de las novelas de W. G. Sebald, Herzog no se detiene en ningún momento para hacer observaciones sobre el paso del hombre por la Tierra, describiendo sus huellas a través del tiempo; solo le interesa consignar la oposición del terreno mientras sus pasos lo desafían. El suyo no es un viaje emocional, es un viaje físico en el que el alma no se doblega ante la Naturaleza sino que se rebela contra ella.
Leyendo Del caminar sobre hielo, el libro donde Herzog narra su extraño viaje, si uno amplía el encuadre de las palabras, castigadas por la lluvia, esparcidas por un suelo encharcado, envueltas por el frío y la bruma pero dictadas por la radical voluntad del cineasta alemán para seguir avanzando pese a todo, uno se encuentra ante las imágenes de sus películas y entiende que quizás tras ellas hay un permanente deseo de moverse en medio de un mundo progresivamente atrapado en la inmovilidad.
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