Azul cielo azul
Juan Cueto, como lágrimas en la lluvia
/por César Iglesias/
Ser adolescente desnortado en el norte de la España de finales de los años setenta del siglo pasado reclamaba magisterios que la enseñanza reglada y reglamentada era incapaz de ofertar. Eran tiempos de transiciones y transacciones que demandaban una educación sentimental que ofreciese alternativas a la soez formación del espíritu nacional. Difícil se hacía dar con un guía de descarriados que profundizase en el extravío. Los asturianos de la generación del baby boom tuvimos la fortuna de encontrar uno al lado de casa. Se llamaba Juan Cueto Alas. Se nos fue este 14 de enero de 2019, ese año de su adorada y premonitoria Blade Runner, ese año que nunca creíamos que llegaría. Pero aquí está: devastador y estrenando con fiereza los obituarios.
Dicho está que los magisterios eran escasos entonces. Los existentes provenían de docentes de la resistencia amedrentada y silenciosa, de algunos sócrates clandestinos de pubs prohibidos a los menores de dieciséis años o de quejumbrosos docentes interinos, aquellos penenes (profesores no numerarios) condenados a ser fieles a la literalidad más perversa de esas siglas académicas.
En casa, igual o peor. Si tenías la fortuna de que tus abuelos y padres no fuesen unos fascistas convictos, la mayoría vivían atrincherados en la resistencia del miedo y, los más osados, llevaban su atrevimiento a subscribirse a Cuadernos para el Diálogo y Triunfo o a escuchar Radio París o La Pirenaica. Los hermanos mayores militaban en el tedio de las revueltas de panfleto y pintada, trenca y pantalón de campana en aquellos días de bostezos, conspiraciones inútiles, humo de Celtas y Ducados, vino rancio y cines de arte y ensayo.
Si algo hoy somos aquella muchachada y la que vino después se lo debemos a Juan Cueto. Éramos unos guajes del recién estrenado BUP (Bachillerato Unificado Polivalente), desorientados y desdeñados por los mayores que lucían galones de militancia sesentayochista. Sólo Cueto atendía a aquellos pesados adolescentes que hurtaron la vietnamita a sus hermanos para cambiar las pasquines por los fanzines, la política por el rock, la literatura y el cine.
Emparedada entre el miedo y el tedio, aquella generación nacida en los sesenta reclamaba una educación sin doctrinas. Y las encontró en las páginas amarillas del Asturias Semanal, otro de los territorios de la resistencia tolerada, donde Cueto conjugaba local y globalmente todos los verbos existentes, principalmente los transitivos. También las halló en el dial de los mediodías de Radio Asturias, donde aquel francotirador armado de una voz de risotada y tabaco, acotado por el comentario de camisa vieja de Ricardo Vázquez Prada y el de niqui rojo de Lorenzo Cordero, despejaba en tres minutos las nieblas espesadas por los legionarios del dogma.
Aquel tipo se convirtió en nuestro guía necesario. Gracias a sus instrucciones nos adentramos en las geografías de una ilustración sin caspa ni gomina y descubrimos la doxia, con preferencia por la hetero más que por la orto. Aquel Cueto de los setenta burlaba todas las fronteras y en un mismo párrafo escribía de Bob Dylan y de Prisciliano, de Enrique Castro Quini y de Albert Camus, del asturianismo y del estructuralismo. Todo cabía en su mente rápida y catódica, capaz de resetear con dosis de mucha dialéctica y algo de metafísica las mentes de la España del tardofranquismo y de los primeros años de la Transición.
Después vino el Cueto que creó un género —la crónica periodística sobre la televisión— y nos enseñó a ver la única pantalla de entonces para después diseñar las de abono del actual milenio. También fue el Cueto de la Revista de Asturias, los Cuadernos del Norte, El País, Canal Plus y en los últimos años como compañero de viaje en EL CUADERNO. Fue el Cueto que nos educó con conocimientos y sentimientos, tanto los provenientes de los plomizos textos de los sesudos Barthes o Lacan como los procedentes del plomo mafioso televisivo de Los Soprano o Boardwalk Empire.
Recordaremos a Juan Cueto, carbayón de nación y sportinguista de conversión, en el aeropuerto de Asturias camino de todas las terminales posibles; apoyado en la barra del Pico’s, pub con más de medio siglo que diseñó su amigo Chus Quirós; en su gijonesa Villa Ketty de Somió, de la que un nazi huido decoró con esvásticas los suelos de los baños; en su cafetería habitual frente a la escalera 14 de la playa de San Lorenzo con un croissant y un montón de periódicos; en los almuerzos navideños en la Casa del Mar de Gijón, ante un capón enviado desde Vilalba y un Macallan, y en sus risotadas iluminadas, ilustradas y generosas. También lo recordaremos en los silencios de los últimos años, tras la enfermedad, y su avecinamiento en Madrid cerca de su hija Ana y de su nieto Sami, y de Juan Cruz, Manuel Vicent, Alfredo Relaño y tantos amigos leales que vieron en él «el primer personaje del Siglo de las Luces que consiguió vislumbrar el Siglo de las Sombras» (Juan Cruz dixit).
Odio las necrológicas: es un género periodístico maravilloso, al igual que detestable. Normalmente porque los obituarios se suelen dedicar a los buenos, a los mejores. Y Juan Cueto es uno de ellos. Quiero recordarlo, ahora que yace ya en el cementerio de San Salvador de Oviedo, en todos esos momentos. Y en otros muchos en los que repartió su sabiduría torrencial a una generación que hoy está un poco más huérfana.
Se nos ha ido en el año en que Ridley Scott situó la distopía de Blade Runner, donde Roy Batty, el replicante moribundo encarnado por el actor Rutger Hauer, pronuncia unas palabras que siempre creí escritas —aún lo creo— por el mismo Juan Cueto: «Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».
César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016) y Piazza del bacio (Trea, 2016), este último en colaboración con el artista plástico Federico Granell.
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