/ Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto/
Es posible que a algo así como un noventa y cinco por ciento de quienes, fuera de Gran Bretaña, se adscriben a la izquierda política en cualquiera de sus familias no les diga absolutamente nada el nombre de Aneurin Bevan. Y es sin embargo paralelamente probable que el porcentaje de los que sí saben quién fue Salvador Allende se aproxime al cien por cien. Es un desequilibrio extraño e injusto, pues Bevan y Allende, salvando algunas distancias (y sobre todo la de que Allende fue presidente de su país, y Bevan no), comparten idéntico perfil. Ambos eran socialdemócratas radicales occidentales que creían en la posibilidad de acometer grandes reformas de tipo socialista siguiendo cauces estrictamente pacíficos y legales; y ambos las acometieron de hecho. La única diferencia de talla es que Allende fue derrotado por las fuerzas de la reacción, mientras que no sucedió lo mismo con Bevan, quien como ministro de Salud en el Gobierno laborista de Clement Attlee inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial puso en marcha el sistema de sanidad pública más ambicioso y generoso del mundo (incluía incluso la odontología y la adquisición de gafas), modelo después para otros países y el que, aun asediado por la voracidad recortadora neoliberal, sigue funcionando hoy en el Reino Unido, prestando asistencia sanitaria de altísima calidad a cualquier ciudadano independientemente de su poder adquisitivo. En Chile, mientras tanto, hay hileras de cajeros automáticos a la salida de los hospitales: así son las cosas en la Cuba neoliberal desde que Augusto Pinochet abriera las puertas de su país a la secta enloquecida de los Chicago Boys, cuyas felonías no fueron revertidas después por los gobiernos democráticos, teóricamente izquierdistas, de la Concertación.

De tal manera, Bevan parece bastante más celebrable que Allende, digno de muchísima admiración en todo caso por su muerte heroica defendiendo la legitimidad democrática en el Palacio de la Moneda, pero cuya ingenuidad política y un cierto mesianismo («Toca aquí, ¡esta carne es bronce para la historia!», cuenta Patricia Verdugo que solía decir señalándose el brazo izquierdo con el derecho) facilitaron el golpe que arruinó todas sus conquistas y aun las más modestas de gobiernos progresistas anteriores al suyo. Sin embargo, en ninguna parte se serigrafían camisetas con el rostro de Nye Bevan; ni nadie corea «Bevan vive, la lucha sigue»; ni nadie en la izquierda se sabe de memoria sus citas más hermosas, como la de que «ninguna sociedad puede legítimamente llamarse civilizada si una persona enferma se le deniega la ayuda médica debido a su falta de medios». Y la inconfesable razón es que a la izquierda —a cierta izquierda que no es propiamente la comunista ni la socialdemócrata, sino la gruesa y equívoca frontera entre ambas, habitada por quienes rechazan la violencia y la dictadura del proletariado como parteras de la revolución pero también la renuncia al horizonte anticapitalista, los sucesivos descafeinados de la socialdemocracia sedicente y un antileninismo visceral que se niegue a reconocer los logros de los regímenes socialistas— le gusta la derrota. Le gusta o, por mejor decir aunque sea decirlo de manera más pedestre, le pone. Bevan y Allende lo demuestran tal como lo hacen otros contrastes del mismo tipo. Es esa misma izquierda la que celebra al Che Guevara pero no a Fidel Castro, la Segunda República española pero no las socialdemocracias nórdicas o las comunas libertarias de nuestra guerra civil pero no los kibbutzim israelíes.
Nos gusta, sí, perder; o más bien desconfiamos del que gana. Los calvinistas —y hoy los evangélicos— creían que el éxito en los negocios era indicativo de la benevolencia de Dios hacia quien lo tenía y de su futura salvación ultraterrena; y nosotros sostenemos de algún modo la creencia inversa: la de que el éxito en el negocio de mejorar las condiciones de vida de los desheredados de la Tierra encanalla, pervierte, revela la no limpieza del trigo revolucionario. Sólo una derrota total, sin paliativos, abre las puertas de nuestro panteón. La misma bandera roja que ha sido la genérica de la izquierda desde hace siglo y medio tiene su origen en una derrota iniciática: la de la Comuna de París. Y desde entonces, tanto más se celebra entre nuestras filas una figura o un acontecimiento histórico cuanto más estrepitoso fuera su fracaso. También ensalzamos más el 34 asturiano que su 62 y alguna camiseta hay con el rostro de Marcelino Camacho; algo se ve por ahí su frase de «ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar», pero menos que la efigie de Pasionaria y sus citas, y ello se debe a que la generación de Pasionaria perdió calamitosamente, mientras que la de Camacho no ganó, pero tampoco perdió, y esa victoria parcial (por ejemplo, la de una Constitución con uno de los derechos de huelga más generosos de Europa, en pocos de cuyos países se permiten las huelgas de solidaridad, que sí son legales en España) ya hace sospechosos a los Miguel Ángel Zamora u Horacio Fernández Inguanzo.
Esta extravagante querencia derrotista tiene alguna explicación. Una de ellas es que la derrota nos instala en las cómodas estancias del pudo ser; nos ofrece un lienzo en blanco de la imaginación en el que cada cual puede pintar su propio cielo, tal y como en la película Más allá de los sueños se ofrecía a quien fallecía. El mundo del fue es, muy en cambio, un cuadro ya pintado y lleno de irreversibles imperfecciones por más que el conjunto pueda ser hermoso pese a todo. La nostalgia de lo que jamás sucedió suele ser más poderosa que la corriente.
Por otro lado, seguramente también aquí operen ciertas pervivencias de lo religioso que atraviesan a la izquierda desde su nacimiento, y sobre las que hemos escrito en otro lugar. En este caso concreto, pareciéramos encontrarnos, reconstituida bajo formas laicas, la vieja santidad cristiana del martirio, «supremo testimonio de la verdad de la fe» según el Catecismo de la Iglesia católica. El primer mártir cristiano fue el propio Jesús de Nazaret, de quien las Escrituras nos cuentan que entró en Jerusalén montado en un burro coreado por la muchedumbre, pero acabó crucificado entre el entusiasmo castigador o la indiferencia de ese mismo pueblo que gritó «¡A Barrabás!» cuando se le pidió que señalara a un preso al que liberar. Más tarde, el martirio será deseado y buscado activamente por los cristianos: era una forma de parecerse al Mesías; y algunos cometían adrede infracciones de las que sabían que su castigo era la crucifixión para terminar sus días así, de la misma guisa que el Salvador. No es endeble la comparación que puede hacerse entre aquello y cómo a la izquierda la ha movido muchas veces la emulación de la especie de Cristo crucificado colectivo que fue la Comuna parisina. De ella decía Lenin que «somos sólo enanos posados sobre los hombros de aquellos gigantes»; y Marx ya había afirmado, empleando un vocabulario de inequívoco aroma a incienso eclesial, que «el recuerdo de sus mártires está piadosamente conservado en el gran corazón de la clase obrera». La Comuna permanecerá después en la memoria de la izquierda mundial como un éxtasis revolucionario tan puro que su reino no era de este mundo; y sobre esos cimientos insólitos, asentados en las arenas movedizas del fracaso, fue construyendo posteriormente la progresía mundial su propia mitología, poblado su particular Olimpo de fiascos monumentales reconvertidos en hermosos dramas en tres actos: la preparación de la revolución, el paroxismo de la revuelta y una derrota épica, también en la cual verá la izquierda el supremo testimonio de la verdad de su fe, desplegada en toda una imaginativa retórica sobre las victorias morales.

La cuestión es que, mientras esa izquierda obsesionada con el bronce y las arias operísticas sacrificaba una y otra vez a los mejores de sus hijos en batallas perdidas de antemano, otra acometía con discreción victorias que no eran morales, sino reales, tangibles y duraderas. Lo cierto es que, si sometiéramos la historia de la izquierda occidental a un tribunal al que nada más le importase que una fría contabilidad de logros concretos, Rosa Luxemburgo o Pasionaria suspenderían, porque acreditarían muy pocos, allá donde sí conseguirían el aprobado cientos de anónimos ediles progresistas que, sin la menor pretensión de hacer un hueco para su retrato en los libros de historia, agarraron ciudades arrasadas de desigualdades dickensianas y supieron obrar la alquimia política de volver justo lo injusto y salubre lo insalubre. Algo se aplica aquí aquello de John Lennon de que la vida es lo que sucede mientras nos empeñamos en hacer otros planes. La izquierda, cierta izquierda, los hacía revolucionarios mientras aquí y allá iban triunfando sin alharacas revoluciones parciales, microscópicas a veces, que sin embargo, al ir amontonándose a lo largo de las décadas, se fueron convirtiendo en la revolución más grandiosa que hayan conocido los siglos. No hay nada más frágil que un copo de nieve, pero muchos copos de nieve acumulados forman grandes nevadas que el Sol más implacable puede tardar semanas en derretir.
Solemos no darnos cuenta de lo asombroso de algunas transformaciones que fuimos viviendo poco a poco. En la ciudad desde la que escribo estas líneas, nada excepcional a este respecto, había todavía a la altura de 1990 enormes barriadas chabolistas despojadas de los servicios públicos más elementales y en las que se moría de enfermedades comunes, lo que hoy resulta absolutamente inimaginable para las generaciones que no lo vivieron. Es sólo un ejemplo micro de lo que fue sucediendo también al nivel macro de las naciones gracias al desempeño de figuras como Nye Bevan. Un sistema de salud pública universal puede no ser la revolución, pero como revolución tuvieron que vivirlo aquéllos que, antes de que Bevan lo impulsara, solamente podían fiar su salud a «dudosos —y a veces peligrosos— remedios caseros o a la caridad de doctores que prestaban sus servicios gratis a sus pacientes más pobres», tal y como BBC News consignaba en 1998 en un especial coincidiendo con el quincuagésimo aniversario de la puesta en marcha del National Health Service, celebrado en el titular de la pieza como «uno de los logros más grandes de la historia de la humanidad». Ciertamente lo es que el NHS acabara con esto: «Cada año, miles morían de enfermedades infecciosas como la neumonía, la meningitis, la tuberculosis, la difteria y la polio. La mortalidad infantil —muertes de niños antes de su primer cumpleaños— se situaba alrededor de uno de cada veinte».
Por supuesto, no debe caerse en la autocomplacencia: el mundo, y también Occidente, sigue siendo pasto de injusticias flagrantes y pavorosas que seguramente al mero reformismo no le sea dado resolver, y cuya cura exija en consecuencia que el bisturí revolucionario saje en algún momento el tejido de los límites de la democracia capitalista. La izquierda no debe incurrir en lo que en las últimas cuatro décadas ha sucedido con tantos partidos socialdemócratas, enfermos de la anorexia política de perseguir la victoria electoral desprendiéndose del programa máximo y amenguando cada vez más el mínimo hasta que el corazón socialista les dejó de latir. Debe seguir habiendo un programa máximo; pero, por otra parte, su no realización no debe sumirnos en una melancolía que nos impida celebrar el cumplimiento de los mínimos. Lo explica bien Íñigo Errejón: «Debe haber un equilibrio entre los principios y el pragmatismo. Si sólo tienes pragmatismo puedes acabar dando vueltas en círculo; si sólo tienes principios te puedes convertir en un charlatán, en un fanático. Hay una cierta izquierda que sólo con decir la verdad ya se puede ir a casa. Y no basta con decirla; hay que facilitar las condiciones para que lo que se defiende no sea un brindis al sol sino la posibilidad de una mayoría nueva».
Los presupuestos concertados por el partido socialista y Unidos Podemos cuya no aprobación por los partidos independentistas catalanes en el Congreso de los Diputados ha precipitado un adelanto electoral en España respondían bien a esos principios que deberían grabarse en el frontispicio de la sede de cualquier partido de izquierda o sindicato de clase. Tampoco ellos eran, qué duda cabe, la revolución; ni siquiera, seguramente, una pequeña revolución: no está el momento histórico para planes Bevan. Pero quien haya conocido a algún discapacitado subsidiado por el Estado (y quien esto escribe piensa en su amigo Luis Crespo y el esfuerzo hercúleo que le suponía atravesar el adoquinado casco histórico de Salamanca desde su casa de la calle Espoz y Mina hasta la Facultad de Geografía e Historia con su silla de ruedas antediluviana) sabe que el incremento del 60% en la financiación a la dependencia que los presupuestos contemplaban, si no es la revolución social, sí que lo hubiera sido para esos ciudadanos desdichados cuya existencia requiere toneladas de voluntarismo ajeno, femenino casi siempre, para ser digna. Tampoco merecerá los laureles revolucionarios la prestación para desempleados mayores de 52 años que iba a aprobarse, pero quien haya conocido a alguno de esos parados también sabe que algo así como una revolución hubiera sido la cosa para cualquiera de ellos (y quien esto escribe piensa en Joaquín, un guarda jurado al que la crisis dejó sin empleo y desahució de su casa y que ahora duerme en una nave industrial abandonada del barrio de La Calzada y se sienta todos los días en el bordillo de un cajero del BBVA de la avenida de la Argentina con un cartel que dice: «Asturiano sin recursos pide una ayuda»). Revolucionarios o casi hubieran sido también los frustrados presupuestos para las beneficiadas por el incremento de las partidas de la lucha contra la violencia machista también acordado por PSOE y Unidos Podemos (y quien esto escribe piensa en Ana y en cuánto la ayudó la Casa Malva, una institución municipal gijonesa, modelo para otras que luego se pusieron en marcha en el resto de España, que ofrece alojamiento y protección a mujeres maltratadas). De salvar vidas estamos hablando.
Hay un departamento del infierno —debería haberlo— específicamente destinado a estofar en sus marmitas a quienes tumban estas mejoras concretas y objetivas de las condiciones de vida de la clase trabajadora creyéndose los Kaspárov de quién sabe qué gran partida de ajedrez. Y también lo hay —debería haberlo— para quienes en la izquierda, convocadas ya unas elecciones en las que la derecha más tenebrosa de la historia reciente de España tiene muchas opciones de salir victoriosa y conformar un Gobierno que perpetre una contrarrevolución thatcherista sin precedentes, proclaman a los cuatro vientos de sus atalayitas tuiteras que su opción será la abstención o el voto extraparlamentario. Algunos de ellos apelan con estólida afectación a su conciencia, totémico palabro en estos tiempos de egolatrías desenfrenadas y negativas rotundas a cualquier sacrificio personal en aras del interés colectivo. Otros son marxistas de un marxismo estupidizado hasta reducirlo a un manojo de binarismos, maniqueísmos y maximalismos de tres al cuarto. Incapaces de entender la dialéctica como un juego de análisis concretos de las realidades concretas que nos haga apostar en cada momento por lo que, en el marco de esa correlación de fuerzas o de debilidades, nos permita la ganancia mayor, sea ésta más grande o más pequeña, encogen los hombros ante la posibilidad de convertirse en aliados objetivos del fascismo y aprueban sin pestañear que el mundo entero se hunda con tal de mantener impolutas las ortodoxias liliputienses de sus partidos taxi (en la Transición se llamaba así a aquéllos cuyos militantes cabían en uno). Para estas sectas ridículas, no hay más izquierda que su izquierda; el mundo entero está errado menos sus cuatro y el del tambor. «Si no es mi revolución, no es la revolución». El individualismo moderno también asoma aquí sus orejas insidiosas, como las asoma cuando se clama que no puede criminalizarse al abstencionista o al votante extraparlamentario, lo que no deja de ser una contaminación de la política por códigos neoliberales y concretamente por el principio de que el cliente siempre tiene la razón. No puede tenerla quien ante un momento en que un nuevo fascismo es una posibilidad cada vez más cierta se lave las manos.
Los prosélitos del abstencionismo y de este marxismo dummie suelen ser los mismos que claman, también con histrionismo adolescente, que antifascismo no es sólo ni principalmente votar cada cuatro años, y que lo que hay que hacer es, por ejemplo, «organizarse en los centros de trabajo» (de lo que estos autoerigidos gurúes del abecé antifascista nunca explican qué diantres quiere decir). Y en ello vuelven a emerger las contradicciones de esta muchachada sin más amueblamiento intelectual que los cuadernillos de educación popular de Marta Harnecker. Si el voto no es crucial, ¿por qué no votar entonces? ¿Qué sentido tiene convertirlo en una suerte de sacramento místico que nos vuelva pecadores si en un momento dado, entre que organizamos los centros de trabajo y no, detenemos o postergamos el advenimiento ultraderechista votando con criterios de utilidad y la nariz tapada?
Y sí, ya lo hemos dicho: también nos gusta perder. También sucede que nos desconciertan los gobiernos que comienzan a poner en marcha aquellas cosas que, cuando es el enemigo quien gobierna, salimos a la calle a reclamar a voz en cuello. Queremos protestar, el cuerpo nos lo pide como aquejado de síndrome de abstinencia, pero no sabemos contra qué o sólo podemos hacerlo de manera parcial, contra la insuficiencia de tal o cual medida o contra tal o cual incumplimiento. No nos es dado formular la protesta total, sistémica, inconcesiva, que un gobierno de la derecha sí nos permite. Comenzamos a experimentar una nostalgia pariente de aquélla que Manolo Vázquez Montalbán compendiaba así después de la Transición: «Contra Franco vivíamos mejor». Y en ella también germina la simiente del autoboicoteo.
Bevan decía que el idioma de las prioridades es la religión del socialismo. Y en este momento hay una prioridad en España que debiera estar clara para cualquier progresista: detener a la derecha una y trina y mellar sus tijeras de recortar bienestar. Permítanos el lector, en relación con ello, clausurar este artículo con un ruego desesperado: el próximo 28-A, provéase de las pinzas que haga falta a fin de taparse las narices si lo quiere o lo necesita, pero vote bien a Unidos Podemos (opción que elegirá quien esto escribe), bien al PSOE. La historia nos ubica en un momento en que ello adquiere las hechuras de una exigencia ética. Otro momento habrá para la ética de la convicción, pero éstos imponen de manera clara la ética de la responsabilidad. De no practicarse, y contribuirse con ello al advenimiento ultraderechista, al porfiado abstencionista o votante extraparlamentario no podrá molestarle que le apliquemos este refrán asturiano: tanta culpa tien el que mata como’l que tien pola pata.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cly La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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