Mieres del Camino
/por José Luis Argüelles/
Lo mejor de Mieres mío, si no me lo lleva el río.
Al viajero bien informado que llega a Mieres del Camino le sorprende, después de una primera incursión en esta pequeña ciudad asturiana —«hermosa villa», dice una de las letras del optimista cancionero local—, que apenas existan correspondencias entre lo que está viendo y lo que leyó o le contaron sobre este lugar de largas melancolías y súbitos arranques de genio. Esa impresión liminar, casi siempre poco satisfactoria, suele traducirse en la convicción de que nada está como uno imaginó; y que serán suficientes unas pocas horas para ver a fondo esa cuadrícula, orgullo en tiempos de algunos urbanistas que defendían con vehemencia la línea recta y los planos semejantes a los escaques de ajedrez; y que, en ese breve tiempo, el recién llegado podrá incluso conocer, aunque sea someramente, los alfoces, pueblos y barrios que hacen de este sitio la evidente capital de una antaño industriosa y rica comarca que llaman del Caudal por el río que atraviesa el valle principal del territorio, veloz y con mucha agua en los inviernos que se desploman percutientes desde los cercanos puertos de montaña.
A ese cauce expansivo y otrora peligroso por sus grandes avenidas, afluente avasallador del Nalón, lo llamaban el Grande en los papeles viejos y era famoso por sus muchos salmones y sus truchas majestuosas. Los trabajadores que tendieron la vía del ferrocarril que viene de León y entra en el Principado por Payares, desde el vecino concejo de Lena, llegaron a ponerse en huelga para protestar por la repetida dieta de salmón que les ofrecía la empresa constructora en los principios del siglo XX, cuando un ejemplar del rey de los ríos no alcanzaba los astronómicos precios a los que se subasta hoy. Mieres del Camino, paso de una de las rutas jacobeas que hacía parada en Oviedo para honrar al Salvador —el verdadero señor, según el escalafón católico— antes de seguir hasta Compostela, creció así en competencia feroz con las arremetidas fluviales, frecuentes hasta hace aún pocos años, cuando la autovía que bordea la fachada oeste de la villa obligó a un desmesurado encauzamiento —y hasta enclaustramiento— de unas aguas que fueron de mucha y afamada pesca primero, mineras y negras después, y otra vez limpias con el final de las centurias del carbón y la llegada de las subvenciones europeas. Éstas trajeron la regeneración ecológica de la zona, pero no prosperidad económica.
Hablamos del Caudal porque Mieres del Camino es ininteligible si no se conoce esa larga y problemática relación con un río que los lugareños no han logrado amar, quizás por esa sostenida disputa territorial para hacer del estrecho valle el emporio hullero y siderúrgico que este lugar llegó a ser durante décadas: uno de los grandes talleres de la industrialización española. «Lo mejor de Mieres mío, si no me lo lleva el río», asevera un conocido dicho, repetido de generación en generación.

Pese a las muchas explicaciones que se han tejido sobre el origen del nombre del concejo y de la villa, todas muy entretenidas, empezando por la del mío eres, que libraría a este territorio de cualquier nefanda mezcla con los musulmanes que invadieron la Península tras el desembarco de Tariq en el 711, parece la más acertada aquella que lo relaciona con el hidrónimo meramero, con /e/ abierta, según análisis de José Manuel González recogido por Julio León Costales en su imprescindible Noticias históricas sobre Mieres y su concejo. Y es que este fondo de valle es un precipitado de ríos, no sólo del rápido Caudal (suma del Lena y el Aller), sino también de arroyos y regueras que conceden al territorio una característica humedad que explica la querencia ocasional de sus moradores por las tierras leonesas, donde van a secas los achaques reumáticos y los huesos, como ellos mismos afirman, en los veranos de inclemente bochorno.
Un poco contrariado porque lo que ve no acaba de corresponderse con lo que esperaba, el viajero ignora aún que Mieres del Camino es sobre todo una temperatura y una singular paleta de colores casi siempre apagados que exigen, para ser disfrutados sin dejarse vencer por la murria que puede provocar la exposición prolongada a sus efectos, refinamiento y entereza de ánimo. Algún secretario o mayordomo de Jovellanos dejó testimonio de su malestar cada vez que al gran ilustrado le daba por pasar unos días en la villa, en el palacio de su amigo el marqués de Camposagrado, cuando proyectaba la carretera a Castilla y escribía la adivinación de un porvenir hullero tras escuchar con atención a su amigo el presbítero José Sampil Labiades: «Señales de mucho carbón en las montañas del lado. Dice que hay muchas minas en ellas»; un pasaje nuclear que el historiador Ernesto Burgos, ejemplo del buen mierensismo, ha recordado en unas eruditas páginas sobre el gran ilustrado gijonés y su relación con Mieres.
Inviernos de frecuentes heladas y frío por el viento de aguja que desciende de los montes próximos, como lobo de ojos tenaces, y estíos con profusos días de calor asfixiante pese a que Mieres no está lejos del mar Cantábrico y de sus límpidas brisas; la lluvia, el orbayu, la nieve en las cimas cercanas… La variedad climatológica hace del mierense un gran observador de los fenómenos atmosféricos; de sus ciclos y caprichos.
Afirmar que uno conoce Mieres del Camino sin pararse a entender, durante el tiempo necesario, sus peculiaridades fluviales y meteorológicas es engañarse. Y hay que contemplar durante años la sucesión de las estaciones para comprender un poco el carácter del mierense: ahora irónico, burlón, expansivo, cantarín… y al poco, cultivador de sus introspecciones, como si una tristeza definitiva le amarrara de pronto al paisaje lento y se diera cuenta, en esas reflexiones, de que necesita hacer con urgencia algo para reengancharse a la vida. Esos contrastes anímicos explican la vehemencia con la que mis paisanos han intervenido en la historia española de los dos últimos siglos: el levantamiento contra el invasor francés, las grandes huelgas o la revolución minera de 1934, que tuvo su inicio aquí y que los estudiosos describen como la última de las protagonizadas en Europa por obreros armados.
El mierense, en esos momentos, quiere trastocar el mundo debido al peso de intuiciones que han ido arraigando en su imaginario a lo largo de décadas de convivencia con la explotación laboral y la muerte. Cree, entonces, que es posible alguna forma de justicia social y que no hay otra vía para ajustar cuentas con las desdichas de la vida y los sinsabores de su duro y subterráneo trabajo que hacer algo sonado, definitivo. «Hay que armala», gritaban los mineros cuando caminaban desde los pozos, no hace tantos años, a las oficinas de Hunosa en Mieres del Camino o cuando se concentraban en Oviedo, a unos veinte kilómetros de la villa, frente a la sede central de la ahora ya declinante empresa estatal hullera.

Dos tumbas
Mieres y su capital tuvieron un pasado castreño, tal y como indican algunos restos arqueológicos y varios topónimos; y sin duda, también romano y medieval. Las legiones que penetraban en Asturias por la llamada vía carisa —y no sin esfuerzo bélico, de hacer caso a las últimas investigaciones— debieron de ver en este valle que es puerta a las tierras de los ástures un enclave estratégico en su afán de conquista y dominio. En Ujo, a tiro de piedra de Mieres del Camino, aparecieron testimonios que avalan esa interpretación. Y la villa, que se consolidó sobre el crecimiento de tres núcleos fundacionales con fisonomía propia (Oñón, Requexu y La Villa, valga la repetición), tuvo sin duda cierta importancia en los tiempos medievales al ser, como ya se ha dicho, lugar de parada de los peregrinos en una de sus últimas etapas hacia la catedral de San Salvador de Oviedo.
Pero Mieres, que durante siglos y hasta 1836 compartió de manera reticente concejo (el conceyón lo llamaban, debido a la gran superficie que ocupaba) con la vecina Lena, sólo empieza a adquirir una rotunda notoriedad en las primeras décadas del siglo XIX, con la llegada de la Asturias Mining Company y, posteriormente, con la de un empresario de tan evidentes cualidades para el emprendimiento, diríamos hoy, como las que demostró el avispado francés Numa Guilhou. El riquísimo coto hullero sobre el que se asienta Mieres (ojo, también hay mercurio, que llegó a explotarse en La Peña), junto con las inversiones e indudable visión económica de aquel auténtico capitán de la industria, propiciaron que el lugar se convirtiera en el más moderno centro metalúrgico de la época. Si el viajero quisiera ver hoy algún resto de aquella fábrica de obligada cita en todos los libros que hablan de la industrialización española, nada podría mostrársele. Y es que nada queda salvo la tumba de don Numa frente a los solares que ocupaba su demolido imperio fabril, convertido hoy en un polígono industrial sin demasiado aliento. Y si esa sepultura sigue ahí, como una extraña invitación a las cavilaciones sobre el ubi sunt, es porque descansa en uno de los escasos cementerios protestantes que hay en el norte español.
El visitante debe hacer una parada en ese lugar, restaurado no hace mucho tiempo por antiguos mineros de una asociación empeñada, desde hace años y de manera loable, en conservar los vestigios de un pasado desaparecido por la incuria de herederos, administradores y políticos. Y, como el poeta Rodrigo Caro, también podría decir: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora/ campos de soledad, mustio collado,/fueron un tiempo Itálica famosa». En realidad, lo más interesante que Mieres y su villa ofrecen al viajero está en unos pocos libros —tampoco demasiados—, algunas viejas fotografías, los recuerdos de algunos vecinos respetuosos de su historia y el hilván paciente de todos esos fragmentos de una historia de gran potencia social y con perfiles, en muchos aspectos, de mitología conclusa. Sólo así el viajero obtendrá una imagen cabal de la importancia económica, política y sentimental que tuvo este territorio en el desarrollo y modernización de España.
Ese viajero debería, además, visitar al menos otra tumba. En La Belonga, que es el nombre del cementerio de Mieres del Camino, casi al final del segregado recinto de los enterramientos civiles, reposan en tierra, bajo una lápida más bien ascética y junto a un paredón gris y desabrido, los restos del que ha sido posiblemente el personaje más importante del socialismo asturiano. Es raro que ahí, donde descansa Manuel Llaneza, falten flores. Fue alcalde y diputado. Lo cortejó el dictador Primo de Rivera por su extraordinario ascendente sobre los trabajadores. A él se debe la creación en 1910 del Sindicato de los Obreros Mineros de Asturias (SOMA), entre otras iniciativas de calado, y la penetración de las ideas socialistas en estas tierras tan políticamente significadas, donde la izquierda (el PSOE, pero también el PCE, primero, y más tarde IU) ha sido preponderante durante casi los dos últimos siglos. Langreano casado y avecindado en Mieres del Camino, donde construyó una de las grandes Casas del Pueblo de la época y desarrolló su fructífero proselitismo sindical y político, Manuel Llaneza recibe aún cada invierno el homenaje —al pie de su sepulcro— de muchos de sus paisanos. Algunos de los que se tenían por herederos de su obra no supieron estar, desgraciadamente, a su altura.
Sin los trabajos y los días de Numa Guilhou y Manuel Llaneza, que comparten callejero en Mieres del Camino, es imposible entender cómo un lugar secundario en las vías jacobeas, de pasado agrario y más bien carlista, se convirtió en uno de los complejos minero-siderúrgicos más importantes de España; en la capital de una revolución proletaria triunfante durante breve tiempo y en uno de los territorios que más aguda e indesmayablemente combatieron contra el franquismo; en escenario de historias de maquis o guerrilleros, que aquí eran conocidos como los fugaos, y de los grandes movimientos huelguísticos que empezaron en Mieres (en el pozo Nicolasa) en 1962, cuando Chicho Ferlosio cantaba en plena dictadura aquello de «Hay una lumbre en Asturias/ que calienta España entera,/ y es que allí se ha levantado/ toda la cuenca minera». De ahí que el viajero deba ir de una tumba a otra, ninguna de las dos al cuidado católico, para empezar a ver lo que jamás verá si tan sólo sigue las recomendaciones de quienes regentan las oficinas de turismo.

El Dorado y sus restos
Una vez vistas esas dos tumbas, que concentran muchos de los significantes de un mundo carbonero que se acaba (en Mieres está el único pozo asturiano que sobrevive de momento a los mandatos europeos y a las políticas de la llamada transición energética), el recién llegado puede adentrarse por las calles de la capital de la comarca del Caudal, que lo fue también de aquella revolución que prendió como pólvora, nunca mejor dicho, bajo la consigna Uníos Hermanos Proletarios (UHP). Pero aconsejamos que lo haga sin prisas y buscando, como hemos señalado, la temperatura y el color de esta villa, pequeña ciudad, en la que casi nada recuerda su esplendoroso pasado de indómito enclave industrial. Quedan aún algunos edificios y lugares que ayudan a imaginarlo, aunque las nefastas políticas seguidas durante años en favor de la piqueta y la mera especulación urbanística (aún se recuerda por ejemplo la demolición del añorado teatro Capitol, perpetrada en 1992) han borrado buena parte de lo que eran sus señas de identidad.
Hoy, perdido el pulso de su propia y excesiva historia, es casi la fantasmagoría de un asombroso pasado económico y social, cuando se convirtió en El Dorado para miles de personas que buscaban en el valle del Caudal —y en su gemelo, el del Nalón— un horizonte de supervivencia. Las tornas se han vuelto: los jóvenes se marchan por falta de perspectivas de futuro y quedan sólo las llamadas clases pasivas: pensionistas y prejubilados que ayudan a mantener con sus ingresos fijos la declinante economía de la zona. Esta sangría demográfica (Mieres llegó a tener más de setenta mil vecinos hacia 1960, mientras que ahora cuenta menos de cuarenta mil) aboca a esta localidad y su comarca a una dolorosa decadencia de difícil remedio.
El viajero ha de hacer parada, no obstante, en el viejo palacio de Camposagrado, en La Villa, el barrio donde estuvo el primer Ayuntamiento de Mieres. Transformado en instituto de enseñanza secundaria en 1960 y pese a los discutibles pastiches de que ha sido víctima, conserva muy interesantes restos de su fábrica original y una excelente pinacoteca que debe mucho a los esfuerzos de la que fue durante años la carismática directora de esta auténtica forja de bachilleres, Carmen Díaz Castañón. Cerca está la Casa Duró, el inmueble civil más vetusto de Mieres del Camino. Y es recomendable la visita, además, al hermoso edificio del grupo escolar Aniceto Sela, una construcción inspirada por el modernismo y el art-decó, con proyecto del arquitecto Avelino Díaz Omaña, que se concluyó en 1924; y a unos pasos, también en la calle Manuel Llaneza, el inmueble que ocupaba la antigua Escuela de Capataces, reconvertida hoy en Casa de Cultura. De sus aulas salieron los mejores cuadros medios de la industrialización española. Mieres es sede de uno de los tres campus de la Universidad de Oviedo. Son recomendables, asimismo, las visitas al cercano Ujo (por la bellísima portada románica de su iglesia de Santolaya) o al valle de Cuna y Cenera (por la serie de hermosas casonas que aún conserva) y al santuario milagrero de San Cosme y San Damián, ya en Valdecuna, donde cada 27 de septiembre se celebra una de las romerías asturianas de mayor devoción y arraigo popular.

También es aconsejable acercarse hasta Bustiello, paradigma español de los poblados que se construyeron según las directrices del paternalismo industrial, en ese caso del de Claudio López Bru, marqués de Comillas y otro de los empresarios hulleros que explotaron a fondo esta comarca. Y hay que detenerse en el Pozu Espinos, en el valle del Turón, o en cualquiera de las bocaminas o castilletes (el de Barredo, sin ir más lejos, en el mismo Mieres del Camino) que salpican un territorio cuajado de notables ejemplos de vivienda obrera; un paraíso, en fin, para los aficionados a la arqueología industrial.

Pero al mierense, tan acostumbrado a vivir en punta de las luchas sociales de los siglos XIX y XX, es como si no le interesara la conservación de las cosas materiales de su propio pasado. La portada románica de su templo de San Juan Bautista, patrón de la villa (la patrona es la Virgen del Carmen) lleva décadas en una finca privada de Gijón sin que se hayan hecho mayores gestiones por recuperar este importante símbolo del patrimonio de todos. Da idea de una dejación y una desidia que no se ven en cambio en otros territorios hermanos, como en la vecina cuenca minera del Nalón, donde se pueden visitar el Museo de la Minería, el de la Industria, el Ecomuseo de Samuño o el Pozo Sotón; y donde se conserva, además, el archivo documental de la industria hullera y siderúrgica de los valles centrales asturianos. Lo mejor de Mieres mío, si no me lo lleva el río.

Pese a su riguroso encauzamiento, el río —otro río— continúa asolando la historia y sus días con las grandes avenidas de la desmemoria y la incuria. El mierense hace que recuerda, aunque en realidad opone una escasa voluntad y apenas combate los estragos del olvido. Es como si no diera importancia a su sobresaliente significación en las luchas y conquistas del movimiento obrero español; como si no quisiera mostrar con signos externos lo que es evidente materia de historiadores e investigadores. Vive en uno de los pocos concejos asturianos en los que no hay ni un solo museo público dedicado a conservar o estudiar algún aspecto de ese vigoroso pasado. Por su vocación cantarina y ser cuna o villa de adopción de algunos de los grandes maestros de la canción asturiana quiso dedicar una instalación al estudio y preservación de las distintas manifestaciones de la tonada, pero hace tiempo que nada sabemos de esa iniciativa. Y tampoco es amable con sus mejores hijos, excepción hecha quizás del poeta Teodoro Cuesta.
La invención de la noche
Si algo ama el mierense es ver pasar la vida desde una terraza, en un bar, junto a una bebida de su gusto y un puñado de amigos. Ahí muestra sus ambivalentes talentos para la contemplación silenciosa o el bullente debate irónico; también para la hipérbole y el superlativo, que lo emparentan con gijoneses y bilbaínos. La plaza sidrera de Requexu es otro de esos lugares que el visitante está obligado a frecuentar para hacerse con lo que hemos llamado temperatura de esta villa. A otro poeta, José Hierro, le gustaron los atardeceres grisáceos o rubios de este enclave del Mieres del Camino más castizo. Llegó a compararlo con la felicidad de estar en Manhattan, en Nueva York, o en el Tratévere romano. Así son los grandes líricos, los maestros de la metáfora y la analogía.
Al mierense se le han dado bien los oficios siderúrgicos y mineros. Pero también los relacionados con la hostelería y su disfrute. La moderna noche asturiana se inventó aquí. Fue obra de Chus Quirós, el interiorista-filósofo, o al revés, que revolucionó a finales de los años sesenta y principios de los setenta los modos de beber y los establecimientos propios de ese trasiego con joyas como El Palau, Il Gattopardo (donde se utilizaron materiales del viejo y también demolido convento local), Capri o la singular discoteca Baby’s, primera boîte a este lado del Payares, con sus revestimientos en escay rojo y negro. La Vega pasó a ser la calle del viciu y no era raro ver por aquellos locales al fallecido Juan Cueto, tenido por el heraldo de la modernidad, junto a otros ilustres de la progresía asturiana y española. No había nada comparable en Oviedo o Gijón. Durante años, los muchos esquiadores que volvían de las estaciones de Payares y San Isidro se arracimaban en la villa porque encontraban en sus calles el mejor ambiente del Principado. La noche mierense, un espejo e imán de la francachela asturiana, fue multitudinaria y mestiza hasta la entrada del nuevo siglo y la catastrófica crisis económica que migró de Estados Unidos a Europa a partir de 2007.
El visitante puede acercarse aún a alguno de esos viejos templos del bebercio, aunque otros como el rompedor Baby’s se han perdido para siempre. Cerca del lugar que ocupó la vieja comisaría de triste recuerdo por los apaleamientos y torturas que allí se produjeron, la misma que fue asaltada por los mierenses en 1965 en un hecho audaz y único durante la dictadura franquista, abre sus puertas el insustituible L’Abellugu. El establecimiento, que fue desde finales de los años setenta símbolo del asturianismo más activo, mantiene en sus historiadas penumbras los ecos de sucesivas generaciones de jóvenes soñadores que venían a cambiar el mundo y se encontraron, de pronto, con que su mundo se desmoronaba estrepitosamente.
El viajero debe volver una y otra vez para dar con la tecla del cabal entendimiento de Mieres del Camino. Viví allí más de cuarenta años y aún no sé cuándo levita, como el Castroforte del Baralla de La saga/fuga de JB, la gran novela de Gonzalo Torrente Ballester, o está a punto de dar otro salto mortal sin red para enfrentarse a los predicadores de la resignación.
José Luis Argüelles (Mieres, 1960) es redactor del diario asturiano La Nueva España, donde también ejerce la crítica de libros. Es autor, entre otras publicaciones, de los poemarios Cuelmo de sombras (Versus, 1988), Pasaje (Trea, 2008), Las erosiones (Trea, 2013, Premio de la Crítica de la Asociación de Escritores de Asturias) y Gran desconcierto (Trea, 2018). Sus aforismos han sido incluidos en el volumen Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos (Trea, 2013), de José Ramón González.
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