Escenario

Lo que punza

Jorge Praga reseña 'Mientras dure la guerra', la recién estrenada película de Alejandro Amenábar sobre Miguel de Unamuno durante la guerra civil española, de la que razona por qué la considera fallida.

Lo que punza

/por Jorge Praga/

Agosto de 1939. A pocos días del estallido de la segunda guerra mundial, Adolf Hitler se pasea en solitario por las calles de Varsovia. La gente le mira con gran sorpresa, los comerciantes cierran las tiendas. Se forma un corrillo en torno al hombre de gesto serio y desafiante, con bigotito y uniforme militar. Una niña rompe el círculo y se acerca: «¿Me da un autógrafo, señor Bronski?». La representación ha sido descubierta. Es el comienzo de To be or not to be, rodada por Ernst Lubitsch en 1942, en Estados Unidos, en pleno fragor de la contienda bélica, con Hitler vivo y el nazismo todavía triunfante y amenazador. Toda la película gira en torno a capas superpuestas de representación teatral, y en esta escena se pone en evidencia la dificultad, la imposibilidad final, de transformar en una simulación histórica lo que todavía está vivo y en marcha, en catastrófica marcha. Hitler no puede ser introducido como un ser real en la película, siempre habrá un abismo insalvable entre su existencia de líder político y el esfuerzo actoral por imitarlo. Su paso por Varsovia se reducirá a un eco lejano del convoy militar en el que viaja, a militares vitoreándole y a golpes de tacón. O a representaciones imitativas de su poder por actores que no dejan de ser lo que son, actores. Más o menos convincentes, pero actores.

Mientras dure la guerra acomete el desafío de reconstruir los primeros días de la guerra civil en Salamanca. Uniformes y trajes de época, coches, ambientes, calles. Una producción cara (y con resultados discutibles). En ese envoltorio se mueven los protagonistas: Miguel de Unamuno, Millán Astray, Carmen Polo, Francisco Franco. Un reto actoral sobre el que pivota la obra, y que tiene un saldo positivo: convincente Karra Elejalde, histriónico Eduard Fernández, creíble Mireia Rey. Tras un gran esfuerzo de caracterización cada uno se diluye en el personaje, olvidamos al actor que le da cuerpo, aunque ciertos chispazos de Eduard Fernández desentonan. Pero en el caso de Francisco Franco vuelve a aparecer el fracaso de Bronski en las calles de Varsovia. El actor gallego Santi Prego pone todo su esfuerzo profesional en lograr aquella frialdad silenciosa que mostraba el dictador en público, pero es inútil. Nunca será Franco; la distancia entre su trabajo de actor y la realidad incrustada en la memoria consciente o inconsciente del espectador es insalvable. Los días del estreno de la película de Amenábar todas las portadas recogían los últimos plazos para el traslado del cadáver desde el Valle de los Caídos al cementerio de Mingorrubio. No fue casualidad, sino muestra de que, cuarenta y cuatro años después de su muerte, Franco todavía no ha sido enterrado ni absorbido por la historia de este país, no ha sido neutralizado en una narración consensuada y aceptada. Es una roncha nacional del que muchos, muchísimos, guardan recuerdos y sentimientos, vivos o heredados, reales o inventados. No hay chiché que absorba al militar golpista y lo convierta en personaje. Cabanellas, Mola, también Millán Astray, ya son biografías establecidas y fosilizadas, pero Franco…

Lo que se anota para Franco valdría también, en otra dimensión, para la guerra civil. A los ochenta años de su finalización se comienzan a desenterrar muchos de los muertos amontonados en cunetas y fosas comunes. La herida no ha dejado de sangrar, impidiendo su normalización narrativa, su accesibilidad representacional. Mientras dure la guerra flaquea, como tantas otras películas que quisieron mirar de frente la contienda, reconstruirla, domarla. El cine documental, resguardado en su canon, sí ha sido capaz de organizar con eficacia sus materiales, aunque su alcance, y su riesgo, es mucho menor. Cabe aquí, y casi es necesaria, la mirada externa de Morir en Madrid o Sierra de Teruel, sin trabas de censura ni desgarros de cercanías. Aun así, frente al documento directo de Basilio Martín Patino en Caudillo, el mismo autor es capaz de ahondar mucho más en la guerra y posguerra en esa obra maestra de mirada indirecta que es Canciones para después de una guerra. Pero la ficción, la representación… Tal vez el cineasta que mejor ha sabido leer esos años gélidos ha sido Víctor Erice en El espíritu de la colmena, trabajada precisamente sobre la metáfora, sobre la sinécdoque, sobre la potenciación oblicua desde el mito de Frankenstein leído por unos ojos infantiles. «Un lugar en la meseta castellana, hacia 1940…», proclama un título en la primera escena sobre un campo yermo. Y lo demás viene dado apenas sin palabras: el soldado que viaja en el tren y mira a la mujer en el andén, el hombre que oye la radio en la madrugada, la entrada temerosa en el cuartel de la Guardia Civil. Mientras, dura la guerra.

Para entender esas dificultades tan enormes en la escenificación de la guerra civil, y medir el fracaso anunciado de la película de Alejandro Amenábar, bastaría con enfrentar la esperada secuencia final con las fotografías que se conservan del célebre acto del 12 de octubre de 1936 en Salamanca. 12 de octubre, el Día de la Raza (y ya un temblor frío recorre el espinazo). La película ha tratado de ser fiel a los hechos acaecidos en aquel acto, aunque las versiones de los historiadores y documentalistas no sean completamente unánimes. El problema no es tanto la fidelidad a las palabras y al lugar, sino más bien la puesta en escena. Amenábar se inclina por un tono efectista, que culmina en la mano salvadora de Carmen Polo que se lleva la desconcertada de Miguel de Unamuno. Pero, ¡ay! quedan fotografías que abren el abismo entre realidad y representación. Una o dos. Suficientes. Roland Barthes, en La cámara lúcida, habla de dos aspectos que anota en las fotografías. Uno es el studium. Con él «me intereso por muchas fotografías, ya sea porque las recibo como testimonios políticos, ya sea porque las saboreo como cuadros históricos buenos». Testimonio, cuadro histórico, guías adecuadas para el filme de Amenábar. El otro elemento es el punctum: «Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi consciencia soberana el campo del studium), es él quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme». Mirando las dos fotografías de la salida del acto de Salamanca, que corresponden a dos instantes muy cercanos, una emanación violenta brota de ellas y asciende a los ojos, inundándolos, saturándolos, alejando la tranquilidad de cualquier studium. El brazo en alto de los jóvenes falangistas, la fiereza de los rostros, los uniformes sin uniformidad, los símbolos, los cuerpos famélicos, un viejo desconcertado al lado de un obispo. El ruido, el frío, la desolación de aquella mañana en Salamanca se expande y llega hasta la actualidad, «viene a punzarme». La ficción, la de Amenábar y la de tantos otros, se queda lejos, demasiado lejos, de ese punzamiento que albergan las fotografías.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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