Sorel en Barcelona
/por José Manuel Querol/
«Havoc! And let slip the dogs of war»: «¡Matanza! ¡Y suelta los perros de la guerra!». Pero todos sabían que los perros, una vez sueltos, no eran suyos: eran de otros. La escena del Julio César de Shakespeare, de donde proviene esta cita (acto tercero, escena I), es muy llamativa. Marco Antonio imagina, delante del cadáver de César, a Atis, la diosa de la venganza, llamando al pillaje. La expresión perros de la guerra viene a considerar la autorización al robo, el asesinato, la violación y el saqueo por parte de los soldados. Havoc es de origen militar, y hoy los perros de la guerra hace referencia a los mercenarios.
De Barcelona, en estos días, se dice que es otra vez la rosa de fuego de los anarquistas de aquella Semana Trágica de 1909, y la cuestión es si aquella frase que Marx rescató de Hegel para su El 18 de brumario de Luis Bonaparte se aplica aquí: «la historia se repite siempre dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa».
Mantras aparte, el nacionalismo catalán no es ni pacífico ni belicos: esa es una cuestión que atañe al carácter individual de cada uno y al contexto, pero, sobre todo, al relato emocional que hace de carril de los actos de cada quién. El discurso enloquecido del presidente de la Generalitat ha soltado los perros de la guerra, aunque no se lo haya pedido con una orden militar. El discurso del becario de Waterloo (Flandes, siempre Flandes: no nos quitamos la humedad y el olor a sangre que allí se destila) ha soltado los perros de la guerra. El relato de los medios, del nacionalismo de la burguesía, la española y la catalana, ha soltado los perros de la guerra. El hastío y el aburrimiento de niños pijos y maleducados que creen, como el molt honorable president (el vicario y el hierofante), que el mundo es su voluntad y su representación (sin seguramente haber leído ninguno a Schopenhauer) ha soltado los perros de la guerra. La política emocional a este lado del Ebro (como en el otro) y las ansias de poder, o quizás el miedo a perderlo, no vaya a ser que alguien levante las alfombras de la Transición, ha soltado los perros de la guerra. Todos seducidos por una ensoñación (a veces los jueces muestran su lado lírico) que se trasmuta en pesadilla cada hora que pasa; ensoñación individual irreconciliable con la del otro. ¿Cuántas ensoñaciones guarda en su interior la rosa de fuego?
Son los arquitectos inversos de estos días, los que deconstruyen Barcelona levantando adoquines y quemando contenedores, grupos de exaltados, radicales, incluso extranjeros; gente venida de Italia, de Holanda, del extrarradio, como puede verse, de la civilización; en definitiva, eso dicen, antisistema (lo que no es decir mucho si no se explica qué es el sistema). No nos representan. No representan al conseller de Interior; no representan a los pequeños agricultores que ponen en marcha sus tractores, no para labrar la tierra y ofrecer sus frutos a quien pasa hambre, sino para mostrar con orgullo que ellos no se avergüenzan de aquello de la Blut und Boden de Heidegger. No representan a las señoras que, Vuitton colgado del brazo, se calzan las adidas un sábado por la mañana para pedir la independencia de este capitalismo tan global como sus ropas y de la tiranía del Estado que lo garantiza. Ni a las profesionales liberales, tan estresadas y agobiadas por el mismo Estado represor. Ni a los hombres que trabajan en una multinacional y no tuvieron tiempo ni ganas de vivir un mayo español y se conforman con soñar el francés. Ni a las universitarias y universitarios que creen que hacen historia sólo por oponerse sin saber muy bien a qué y a quién hacen el juego, ni qué relato están sosteniendo realmente. No representan, por supuesto, al chulo madrileño, gomina en mano, ni al banquero, ni al jubilado que mira pasmado los programas especiales pensando si esto es sólo una farsa o si debe preocuparse de sus hijos y sus nietos, y además siente la rabia de que sus fuerzas ya no le permiten hacer algo para poner un poco de orden en las cabezas de todos y en los relatos que oye. Orden quizás no sea la palabra: bastaría con usar sentido común.
Nadie lee —ni quiere leer, es verdad: es un laberinto— las resoluciones de la ONU, en especial los Pactos Internacionales de Derechos Humanos; y quien lo hace se encuentra con la idea generalizada de que el derecho de autodeterminación, pensado para la descolonización de territorios, concibe una acepción compleja que es en sí misma un problema semántico de magnitudes enormes, y es la propia definición de pueblo, que precisa nada menos que de la clara distinción de diferentes pueblos en el seno de un Estado (yo me pregunto si también seré el pueblo, como protestaba aquel personaje de Doctor Zhivago). La argumentación combinada del artículo 1 común de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y de la resolución 2625 (XXV) de 24 de octubre de 1970 entraña un riesgo que denuncia la desprotección efectiva de ese mismo pueblo al que se pretende emancipar. Aproximadamente el noventa por ciento de los Estados actuales son sociológicamente plurinacionales (sí, no somos tan originales como nos creemos), y advierto: sociológicamente, adverbio que entraña una semántica perceptiva, no real (concebir otro modo no es sino biologismo nazi o darwinismo social, igual de peligroso). Por ello, la comunidad internacional considera que la aplicación de este derecho fuera de causas muy concretas (racismo, tiranías o pogromos contra parte de la población y otras barbaridades) conduciría a la inestabilidad y fragmentación continua (la teoría de la infinita divisibilidad) derivada de la propia lógica nacionalista (localista siempre), algo que además está muy estudiado en nuestra triste contemporaneidad y que se denomina tribalismo posmoderno. Por eso se acepta sólo en casos de peligro para una parte determinada de la población este derecho, tal y como confirmó el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial en 1996. La posibilidad de la libre determinación externa está en la citada resolución 2625 (XXV) de los Pactos, pero sólo cuando la autodeterminación interna sea imposible porque el pueblo sufra persecución, discriminación externa y sistemática y no haya otra solución posible. Habrá que dejar a los juristas que ellos solos desenreden este enorme ovillo provocado por la desmembración de los imperios y que ese tribalismo posmoderno victimista quiere ahora disfrutar.
Sin embargo, la rosa de fuego quizás tenga otro perfil. Quizás lo que se está jugando estos días en Barcelona no sea una cuestión de independencia, aunque, desgraciadamente, parece que nadie lo sepa o quiera saberlo. El relato, los relatos, se han vendido a los dos lados del Ebro con pasión y esfuerzo por parte de todos; pero puede haber algo más, algo viscoso y negro tras todo esto, además del juego sentimental y el amor por el terruño (como si fuera nuestro, como si lo hubiéramos elegido, como si en cada pueblo, en cada ciudad, no mandaran los mismos, no ejecutaran las mismas órdenes de desahucio, no permitieran que una viuda con menos de seiscientos euros al mes pasara frío por no poder poner la calefacción) y además del juego de tronos de las elites locales y las élites nacionales; la misma burguesía catalana y la mesetaria que representaron la Lliga y la CEDA en 1934, cubriendo sus vergüenzas económicas con las banderas. Como digo, además, puede haber otras cosas: Sorel ha llegado a Barcelona.
Seguro que todos esos niños pijos, tan universitarios y guapos, tan llenos de salud y ropa cara, tan inteligentes como sus referentes, a los que se les regalan másteres y tesis, que hablan tan bien inglés como si hablarlo fuera el paradigma de la inteligencia, pero nunca leerán a Shakespeare porque ellos y sus maestros desterraron a las humanidades al estercolero poco cool de la inanidad social y económica; seguro que esos que necesitan de adrenalina, como comentaba uno de ellos que, harto de estar en casa viendo la fiesta quería sentirla y vivirla él en persona, sin plantearse siquiera fugazmente qué van a hacer cuando el Dios en el que no creen les dé aquello que han pedido (siempre se les ha dado todo, los padres, los Reyes Magos, Papá Noel…), ni si están sirviendo a un amo que no les quiere, o que les quiere tan poco como, en el fondo, les quiere el sistema que pretenden derrocar, seguro que casi ninguno de ellos, digo, sabrá quién fue Georges Sorel.

Y el caso es que Sorel había sido un monárquico tradicionalista que procedía de la pequeña burguesía. Su pensamiento quiso evolucionar hacia el marxismo ortodoxo alrededor de 1890, pero embarró en sus emociones de origen —el conservadurismo moral— y al final se le iluminó, cual anunciación renacentista, un modo heterodoxo de ser marxista. No le interesaba el racionalismo de don Carlos, no le interesaba el materialismo histórico ni el internacionalismo: sólo le interesaba el marxismo como lexema hueco; un discurso necrorromántico que venía a prometer al proletariado la redención frente a la decadente sociedad occidental. Sorel se hizo un sindicalista revolucionario que pivotaba entre el socialismo, el comunismo y el anarquismo (como si algo tuvieran que ver), leyó desordenadamente a Bergson y malentendió a Proudhon y toda su teoría moral del socialismo (a William Morris ni se le ocurrió); pero sí que le sedujo el facilón, el romántico, el antiempático Nietzsche (cómo no). El odio a la mediocridad nietzscheano parece ser el clavo ardiendo al que se agarran los iluminados que se creen por encima del resto de los mortales (como el propio Nietzsche), aunque en algo tenían razón Nietzsche y Sorel. Sorel pudo ver la corrupción de la democracia de su tiempo; Nietzsche, que en el fondo era un poeta, lo vio más apocalíptico todo: «¡Decadencia! ¡Decadencia! ¡Nunca el mundo siguió por peor camino! Roma se ha convertido en burdel, el César de Roma se ha convertido en bestia ¡Hasta el mismo Dios se ha hecho judío!» (Así habló Zaratustra).
Este modelo de pensamiento soreliano coloca al pensador de Cherburgo entre el anarquismo y el fascismo (de hecho, su influencia en el ala strasserista del nacionalsocialismo alemán puede rastrearse), y su posición sobre la violencia fue implementada por diversos grupos de varia adscripción. El terrorismo para Sorel era parte de la revolución. Hoy a Sorel le lee algún marxista revisionista de la nueva izquierda, esa que es identitaria y hasta nacionalista, pero el peligro de fascismo en él es muy cierto.
Y hoy Sorel está en Barcelona. No, no se trata de independentismo. Ese pensamiento va por otro lado, y no hay culpables, porque culpables somos todos. Ahora bien, no hay nada más banal ni más absurdo que la violencia ejercida como diversión, como provocación al poder por la frustración devenida del aburrimiento. La mayoría de los jóvenes que protagonizan la violencia callejera lo hacen sumidos en la ebriedad de las emociones (y hay que disculparlos: son jóvenes) y en la doble frustración, la citada y otra que sí tiene argumentos, la de las promesas incumplidas. Promesas que han sido olvidadas por los irresponsables políticos, los que les prometieron un paraíso independiente y fraterno y los que desde Madrid les prometieron el bienestar occidental como derecho de nacimiento. Detrás de todos ellos está Sorel, y ellos, de aquí y de todos los rincones del mundo que vengan, escupen a la rosa de fuego de los anarquistas de 1909. Al final lo pagarán los verdaderos anarquistas: ya están acostumbrados; ya pagaron en 1934 los sueños infinitos de la burguesía catalana que luego recibió a Franco con los brazos abiertos por las Ramblas.
Pero no es esto solo. El mundo se enreda como los racimos de cerezas. Las protestas de los chalecos amarillos, las manifestaciones violentas de Atenas y las de tantos y tantos sitios hacen que España entre por fin en la modernidad. También la modernidad tiene un lado oscuro, y es este. El consenso buenista de la Transición se ha roto, y no se rompió con el terrorismo de ETA: se ha roto ahora porque hemos ingresado en el mundo real donde estas cosas pasan. La violencia del Euromaidán en Ucrania fue fascista, disfrazada por la geopolítica en los discursos occidentales de primavera de color, como otras muchas. La violencia de los chalecos amarillos es ambigua (más peligrosa aún, ésta, porque nadie sabe quién está detrás realmente), y es verdad: las revueltas de la banlieue parisina de hace unos años anunciaban el hartazgo, el aburrimiento de esperar que el Estado del bienestar alcanzara a todos.
El nacionalismo es un modo de recusar la modernidad agobiante del leviatán capitalista y también un modo de negociar con él (más con sus senescales: las democracias estetizadas); un modo de construir una ilusión premoderna de felicidad fraterna mil veces divisible que argumenta con emociones locales la frustración del individuo del siglo XXI. Los agricultores catalanes y sus tractores, si hablaran inglés, habrían votado a favor del Brexit, y si hubieran emigrado en el Mayflower en 1620 a mejores y más libres tierras votarían a Trump, pero viven en la vieja Europa, llena de relatos fundacionales, de mitologías medievales: aquí reclaman la sangre y la tierra.
Al margen de la huida hacia adelante ante el descubrimiento de la farsa de la Transición y de la necesidad de impedir el desvelamiento por parte de la ciudadanía del latronicinio generalizado, el relato nacionalista catalán y el relato nacionalista español (además de todos los demás que ahora esperan agazapados) tienen un punto en común que no es baladí, y es el carlismo subsistente, la teologización de la política, concebida además como biologismo racial. En los relatos del nacionalismo español o del independentismo catalán intelectualista no hay sino un darwinismo desviado, componiendo lo que es un constructo intelectual histórico como gracia divina, y esto no sólo afecta a los extremos de la balanza, aunque en ellos se hace muy evidente y es fácil de ejemplificar, sino que afecta a toda la sociedad de la Península, como afecta a todo el mundo en diferentes maneras: más allá de los Pirineos, maurrasianismos posmodernos en Francia, intoxicaciones teologizadas en Polonia o en Hungría, aislacionismos temerosos del mundo que se nos avecina en Inglaterra o los Estados Unidos, identidades solidificadas religiosamente en Oriente Medio, paraísos indigenistas falsos en América Latina, todos ellos jugando a convertir en ontológico, en dogma de fe, lo que no es sino devenir histórico y estructuras, provisionales siempre, de organización de la polis. Debería ser obligatorio leer a Aristóteles, pero claro: las humanidades no son cool.
Lo que duele realmente es el engaño. Tras el pacifismo identitario se esconde el mismo monstruo que en la violencia soreliana; tras la legitimidad insolente del carlismo madrileño con aires que quieren ser liberales se esconde el mismo pensamiento: es el soberano que ata fuerte los sentimientos para, en el mejor de los casos, robar la cartera a quien no sabe que va a volver a ser proletario, si alguna vez dejó de serlo, y en el peor, construir un mundo orwelliano simple, aún más desazonador y cutre que aquél con el que nos avisó Orwell, y nadie parece querer comprender que da igual la ribera del Ebro que uno habite, o el lado del que caigan los Pirineos, los Alpes, los Sudetes, los Cárpatos, los Balcanes o los Urales; que la única lucha que debe competernos es la que libre de pasar frío o hambre a la anciana, la que permita a nuestros jóvenes entender que el mundo no da nada gratis y que detrás de cada relato puede esconderse un lobo como en los cuentos, la que dignifique el trabajo y al trabajador, la que entienda la igualdad entre los sexos, la que permita una vida en libertad, pero, sobre todo, la que rescate por fin el sueño de William Morris y de muchos otros y que ha quedado olvidado en todos esos relatos: la fraternidad, porque no existe ni gen ni RH vinculado a un territorio, y porque la separación entre hermanos sólo la quieren las élites que en la debilidad del pueblo encuentran su fuerza. Luego, que cada uno se sienta de donde quiera. Total, ni siquiera seremos libres de elegir el metro cuadrado donde nos enterrarán.
José Manuel Querol (Madrid, 1963) es doctor en filología hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales y monografías diversas, entre las que pueden destacarse Cruzadas y literatura: el Caballero del Cisne y la leyenda genealógica de Godofredo de Bouillon (Madrid: UAM, 2000), La mirada del Otro (Madrid: La Muralla, 2008) y La imagen de la Antigüedad en tiempos de la Revolución francesa (Gijón: Trea, 2017). Ha editado además diferentes textos medievales. Entre sus intereses destacan la teoría de la literatura y la literatura comparada. El ámbito de aplicación de sus estudios se centra fundamentalmente en la Edad Media y el Romanticismo, si bien también ha dedicado su trabajo a la literatura colonial y poscolonial, con especial interés científico en el ámbito cultural oriental islámico y las relaciones entre Oriente y Occidente.
Excelente artículo, que aclara lo que muchos no quieren que veamos. Me identifico totalmente con él.