Para solicitar favor y apego
Sobre Oración en 17 años, de Francisco Layna Ranz
/por Antonio Ortega/
Para empezar traigo a cuento unas palabras y declaraciones, unas citas leídas estos últimos días, acá y allá, en la prensa escrita y electrónica, en las redes sociales y en libros, y que así, de primeras, dicen cosas que nos interesan y nos llevan en dirección casi única hacia Francisco Layna Ranz, hacia su obra poética en conjunto y, en concreto, hacia su libro nuevo libro, Oración en 17 años.
La primera es de Nélida Piñón: «Yo no quiero el mundo esclarecido. Quiero el asombro. Porque el esclarecimiento tiene un aspecto dictatorial, tiene una versión única. El misterio garantiza múltiples versiones. Y el misterio alimenta la imaginación. La muerte y la vida son un misterio. Los dos se confunden. No se pueden resolver. ¿De dónde procede el arte?», se pregunta, y dice: «De una concepción divina, de una narrativa previa. Siempre pienso que el arte proviene del caos. Un caos que no acepta expurgos, que siempre está en evolución, y para organizar vas cortando, ajustando, escribiendo, […] pero mientras (se) está en proceso de crear hay que saber que el origen es múltiple. Tanto que uno tiene el mundo entero para crear».
La segunda es de Mario Montalbetti:
Porque el poema es una forma de pensamiento que no se basa en transmitir información sobre objetos. Ni, estrictamente hablando, en producir conocimiento. El poema descree tanto de los objetos como de com-prenderlos; si algo, trata de hacer es des-prenderlos. El poema trabaja con establecer flujos, circulaciones de algo que podríamos llamar sentido. No significado. Los significados siempre están atados a los objetos. Sino sentido, dirección. Por eso, creo que en un poema lo que dices no es tan importante como lo que le haces a la lengua. Todavía nadie sabe qué fue lo que dijo Vallejo en Trilce, pero sabemos qué le hizo al lenguaje. Y el lenguaje no volvió a ser el mismo.
La tercera es de Antonio Gamoneda, que dice así en La pobreza, su segundo libro de memorias: «Escribo para respirar mi relato, para escribirlo en realidad. La realidad ha de estar en el cuerpo de las palabras y manifestarse en el temblor de sus límites. La poesía se cumple en la percepción, y la percepción es comprensión».
Y la cuarta es de Henri Meschonnic:
Pero el poema hace de nosotros una forma de sujeto específico. Nos hace un sujeto diferente del que seríamos sin él. Esto ocurre por el lenguaje. Es en este sentido que nos enseña que no nos servimos del lenguaje pero devenimos lenguaje. No se puede contentar en decir, sino como una condición previa aunque vaga, que somos lenguaje. Es más preciso decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Es cuestión de sentido, de sentido de lenguaje.
Paco Layna habita en eso que Walter Mignolo llama un territorio de frontera, un no-lugar entre el dentro y el afuera, la presencia y la ausencia, entre la tierra de los vivos y el reino de los muertos, pero un lugar al fin y al cabo, pues como desea y reclama Henri Meschonnic, es necesario «hacer un lugar para el poema», un lugar que, como saben estos poemas, está «En el suelo,/ igual que el río/ o el asfalto», y que, como quien los escribe, sabe que «Todo lo mío (lo suyo, lo nuestro) sucede/ en el suelo» y que «Suceder también significa/ descenso, aunque/ sea acepción en desuso». Su lenguaje se abre así a lo que, acaso, puede ser dicho y a lo que, asombroso y prodigioso, no puede ser dicho, y sus poemas fluyen entre el mundo físico (la edad y el deseo, el cuerpo que deja de ser fiel, la enfermedad, la ceguera, las versiones del engaño, finalmente) y el espacio de la memoria, entre el sueño y la imaginación, mostrando el ritmo inquieto y caótico (Nélida Piñón al fondo) de nuestras mentes y de nuestra existencia. Vean si no el poema «Consideraciones acerca de los juros» y en concreto su segunda parte, la titulada «18 de agosto: el ridículo de los compasivos».
El mismo Layna ha dicho que la poesía, si se trata de poesía verdadera, tiene «la inquietud de abarcar polisemias, de dar cuenta de la inseguridad del océano, del terremoto o de la tormenta». Por eso su escritura, toda su poesía, y esta Oración en 17 años aún más si cabe, se ordena al albur de una dinámica poética al modo y manera de los sistemas no lineales: su movimiento no es previsible, no es sólo el resultado de la suma de sus partes, sino de un cambio o evolución de estado en un(os) tiempo(s) y espacio(s) determinados. Volvamos a Antonio Gamoneda y al libro de memorias antes citado, al momento en el que, discrepando de los términos irracionalista y hermético aplicados al lenguaje poético, dice que «cuando se trata de considerar lenguajes poéticos veraces, estos resultan mejor aludidos precisamente con una calificación contraria: abiertos. Abiertos a la gran polisemia y a las significaciones instantáneas, las creadas en el instante en que la palabra se dice». La pasión del poema como posible aventura real, el texto abierto a la suma de sus posibilidades. Dice Layna, en el poema «Suscitar, signatario, sevicia»: «No conozco(e) otro final excepto el que ahora suscito», de igual modo que únicamente «sucede y suena lo que sucede».
En los sistemas no lineales su proceder no es expresable como una suma de comportamientos o de descriptores, porque siempre está en movimiento y evolución, y no está sujeto a superposiciones, a reducciones más simples, a reajustes o sumas sencillas como lo sería en un sistema lineal, en un poema lineal y explicable, esos que buscan la concordia del lector en sentimientos comúnmente referidos, esos que resuelven equiparar los sentimiento del cuerpo y de las cosas con los objetos y las cosas mismas, con los nombre que las definen y/o las describen. La no linealidad es la responsable de comportamientos complejos y, frecuentemente, impredecibles o caóticos. La no linealidad es una fuente de problemas confusos frente a la linealidad, una linealidad que sí permite hacer ciertas suposiciones y aproximaciones, admitiendo un cálculo sencillo de resultados. Ya que los sistemas no lineales no son iguales a la suma de sus partes, usualmente son difíciles (a veces imposibles) de modelar, y sus comportamientos con respecto a una variable dada (por ejemplo, el tiempo) son extremadamente difíciles de predecir. Aunque algunos sistemas no lineales tienen soluciones exactas o integrables, otros, la mayoría, tienen un comportamiento caótico, no definido o improbable, y por lo tanto no se pueden reducir a una forma simple ni se pueden resolver. Un ejemplo de comportamiento caótico son las olas, a veces vagabundas y a veces monstruosas, la velocidad misma de las olas. Luego hablaremos del tiempo y de las olas. Otro sería el de la imaginación, que también es caótica.
Eduardo Espina dice, con una definición tan acertada como expresiva, que en este libro de Layna «cada poema es un logo-sistema», pues su sistema es la lengua misma, la pasión y la aventura del lenguaje, su posibilidad entre muchas. Vean entonces poemas así, si es que así sea posible, como esos dos poemas reflejos, en el espejo del poema mismo, titulado uno «Probablemente la última oportunidad para evitar la vejez», y titulado el otro «Para evitar la vejez probablemente la última oportunidad», donde el final de uno es principio del otro, y el principio de uno es el final de otro, poemas reflejos y reflejados, donde el derecho es el revés, y donde el envés se hace haz. Eso de lo que antes hablábamos, el cambio o evolución de estado en un(os) tiempo(s) y espacio(s) determinados, se muestra aquí palmariamente. Y volvemos de nuevo a Gamoneda cuando dice que, frente a la imitación, la descripción o incluso la comunicación, la escritura «no está referida a un espacio existencial o a un sufrimiento: ella misma es el espacio y (el) sufrimiento».
Aun así, aquí hay una melodía que se extiende, una «acústica escindida» la llama Eduardo Espina, un ánimo tonal (Gadamer lo aprobaría: decía que la poesía es cuestión de tono, en el sentido griego de la palabra, es decir, una cuestión propiamente de tensión, como la de una cuerda tensada de la que brota la eufonía, y que es lo que define el auténtico poema), un tono que se alza como amplias serpentinas en rápidos arpegios, a través de la página, enroscándose en extensiones e interferencias entrelazadas con secuencias y episodios, con intentos continuos, creando complejas capas de movimientos rítmicos y de sentido. Un tono, Gadamer de nuevo, que sostiene el poema y le da consistencia propiamente como texto, como poema, «algo en el que nada debe y puede cambiarse». Y aun y cuando, como dice de nuevo Eduardo Espina, el poema responda «a las contigüidades del azar, en cuyo interior la temporalidad pospone los instantes en que está completa por separado». Azar y tiempo.
Espina nos dice en su estupenda introducción que Oración en 17 años «apunta a un núcleo confesional en plan de fuga» (de lo confesional diremos algo luego, veremos, pero hablemos ahora de la fuga), pues en este libro hay, y existe y se da cuenta también de un núcleo borroso, de un núcleo cuya «lógica implícita es imaginaria», «una lógica ajena al perímetro de lo gramaticalmente eficaz», y donde «en el haz de sucesos lingüísticos» que expanden este libro «todo puede ser probable». No podía ser de otra forma en una escritura que hace suya una lógica borrosa, o difusa, porque la realidad siempre es borrosa y difusa. Porque más allá del blanco y del negro, las cosas cambian, dejan de ser exactas para volverse inexactas. Nada es verificable o inverificable, no hay categorías, ni fronteras definidas como las de la lógica clásica. La lógica poética es borrosa, y sólo así es posible acceder al mundo real en el que vivimos, un mundo que está en el sujeto que escribe, quien a su vez está sujeto a su lenguaje, pues como precisa este libro, «El mundo es una de varias hipótesis». El lenguaje entonces se adapta, y tiende un hilo entre las palabras y lo que (dice o quiere) nombrar: «Las palabras se han inventado/ para dirimir asuntos/ particulares, proclaman/ en sus ratos de ocio/ el escolástico y el sepulturero./ No hay desenlace en la/ inexactitud, familiar/ o de adoración,/ ni en lo abstracto,/ ni en los hilvanes». Esto que Layna dice en uno de sus poema viene a reafirmarlo Antonio Gamoneda en La pobreza, justo cuando afirma «la existencia de un lenguaje otro no establecido, no registrado ni consabido; potencialmente inteligible, pero ajeno a cualquier inteligibilidad normalizada». Las palabras, como la realidad, son intransitivas, tanto como el tiempo que (nos) falta. Y es también por eso que Oración en 17 años lanza, sin cesar, preguntas: «¿Y qué hacer cuando el tiempo es una miseria y los amigos aconsejan la dirección contraria, es decir, dejar en el coche equipaje y criterios? ¿Y el otro lado de la gramática? ¿Qué sucedió en los suburbios/ que parece que nadie quisiera hablar?».
Es una lógica sustentada en el principio borroso de la realidad, una realidad donde todo es cuestión de grado, de perspectiva, de mirada. Un pensamiento borroso que se enfrenta a esa forma de razonar en términos absolutos, de cierto o falso, y que ya no sirve para nuestro tiempo. Lo que necesitamos, y esto es lo que hace Francisco Layna en su escritura, es aplicar una lógica borrosa capaz de captar los matices del mundo real (recordemos a John Ashbery), pues así lo hace nuestro cerebro en la vida cotidiana. Y es más, este pensamiento borroso lo que hace es modificar nuestras concepciones existenciales. La vida captada en difusos y borrosos fotogramas, «polaroids en cuclillas» las llama Espina. Pronto lo dice el libro: «Era historia de la carne privada, era y es una mentirosa constelación de lunas», y más adelante —como ya citamos más arriba—, en el mismo poema, «Sucede y suena lo que sucede. La tristeza en la nuca, fiel a la tartamudez y a los dedos que entraron en mi boca.// Colmenas en el labio inferior, esa es la mejor definición».
Lo primero que se descubre cuando leemos los poemas y los versos de sus libros, de este libro, es que la experiencia de la escritura es para Francisco Layna (Montalbetti dando aliento) una búsqueda de dirección, una especie de renovada utopía, el fruto de la pasión de un lenguaje que al tiempo que florece parece que se desvanece (me suena en la cabeza Loquillo en Cruzando el paraíso y cantando: «Nada permanece, todo se desvanece/ Sé que no puedo quejarme, tratare de no engañarme/ Siempre es cuestión de tiempo llegar al precipicio/ Yo bajando a los infiernos y tu cruzando el paraíso»). Una y otra vez bajando a los infiernos, y cada vez más próximos al abismo, pues siempre es más intensamente una cuestión de tiempo poder salir de las boqueadas de lo cotidianamente predecible, para poder encaminarse cada vez más a lo alto. Es entonces cuando el lenguaje se transforma en una vía de acercamiento, buscando su dirección en un sendero que dicta la música por la que transitan las palabras. (Una banda sonora: PJ Harvey, Nick Cave, Juana Molina salen y cantan en estos poemas; y las vocales y las consonantes alcanzan vida y sonido, y proponen su jardín cerrado en un poema). Saltos discontinuos, interrumpidos y alternos marcan el lugar de una renovada experiencia con las palabras, y definitivamente se trata de una cuestión de fe en la potencia de esas palabras y del lenguaje mismo. Una potencia que se transmuta en el espejo lingüístico del mundo, en la vanguardia de un extraordinario experimento poético. Un espejo que «se enrama de zarzas/ porque Oración quiere/ nuevas papilas/ en su hendidura»; un espejo en el que «solo existen los verbos, el veneno y el murmullo». Quizás sea esta la meta del libro, la altura a la que se asciende, «Porque esto es/ lo que quiero contar:/ un hombre de 60 años/ busca en el espejo/ los distintos cuerpos/ de su vida».
En toda actividad creadora del lenguaje y, por tanto, en cualquier «escritura viviente» (Gamoneda) que sea capaz de crear realidad, se hace inexcusable la condición de posibilidad del lenguaje tanto como esa trama de pensamiento que lo sustenta. Como expresa Francisco José Ramos a propósito de las Soledades de Góngora, allí, y aquí también, «el material poético se distorsiona en el vórtice de una sintaxis especulativa que genera el efecto de palabras que copulan con el ritmo del aire de la vida». Hemos leído bien: sintaxis especulativa, una sintaxis enfrentada directamente a esa otra gramática y sintaxis pedagógica tan común por estos aburridos y premiados pagos poéticos de ahora, esa que solo sabe de las representaciones de lo convenido y enseñado, justamente eso que el poema pide que sea deshecho y vencido. Entonces, «sea cual sea el motivo, el origen, la razón del poema, lo que importa es la imagen de la palabra que invierte sus reflejos sobre la corriente sonora (de sentido) de una línea, un verso, una estrofa», del edificio entero del poema. Una poética que hace suyo el barroco y dinámico reino del azar. Y como pone de manifiesto Francisco José Ramos, ese reino del azar nace también con «el delirio poético de Mallarmé [que] conduce a romper con el tiempo rítmico heredado de la poesía para dar con la poética de un tiempo fuera del tiempo que, sin embargo, se hace con el tiempo». Un reino, el del azar de la escritura, que se materializara «en el cuerpo del poema» con la fuerza de articulación de la célebre frase del Hamlet de Shakespeare: «time is out of joint». El tiempo está fuera de quicio, el tiempo desordenado, el tiempo y los restos iluminados de este mundo y de esta edad, la suya, una edad en la que, a pesar del miedo a envejecer, se sabe que «el cuerpo será lo último, y el vicio de sus sentidos».
No es posible el paso del tiempo sino en la lengua del poema y en el espacio singular de la escritura: «A no ser que me/ necesites, escribo/ a sabiendas de/ ningún vestigio», nos dice en un poema. El tiempo está en las palabras y las imágenes, en el movimiento de los cuerpos, en la duración de las sílabas y las consonantes, en su sonido o en su ausencia de sonido en el sucederse del habla y del poema: «Otorgar silencio como/ sembradura del poema». La escritura de Francisco Layna parece buscar un movimiento propio que dure en el tiempo, justo «En esa extensión/ (donde) se mide la distancia/ de lo que sucedió/ en lo trasparente/ de los velos». Y ahora, cuando «sin embargo, el calendario se endurece», como nos dice en otro poema, es posible también una cronología propia que se hace más evidente, si cabe, en esta Oración en 17 años, donde esa aspiración alcanza una determinación nueva centrada en la posesión y en la fuerza del lenguaje: «El mundo es una de varias hipótesis, lo que alguna vez fue duración, lo que fue afán, jornada, alimento». Acaso sea el sonido y la presencia continua de la voz de un libro como este que comentamos, lo que hace que el poema adquiera su condición propia de lenguaje. La aventura de su voz.
Al leer a Francisco Layna (y esto sólo me ha pasado con Luis Feria), tanto por sus modos de hacer como por el espacio recurrente de sus modos y de su tono, su escritura me recuerda, y me hace volver cada vez con más insistencia, a las acuarelas y grabados del artista japonés Hokusai. Y de entre todas sus obras la serie titulada Treinta y seis vistas del monte Fuji, y más concretamente a una de ellas, La gran ola junto a la costa de Kanagawa. Hokusai representa en esa serie el monte Fujiyama visto, hacia tierra firme, desde el mar, y lo hace desde distintos puntos de vista, a diferentes horas del día y en diversas estaciones. Todas ellas no son sino muestras excepcionales de la relación entre el hombre y la naturaleza, una forma de reflejar lo cambiante, lo efímero y lo fugaz. En concreto, el cuadro de La gran ola junto a la costa de Kanagawa muestra el enfrentamiento tranquilo de los remeros ante una gigantesca y temible ola. En su curva no sólo atrapa a los botes sino al mismo monte Fuji que en medio de la imagen parece, en la distancia, menor que la misma ola. Las garras que surgen de las olas están casi vivas. En una época en que no existía la fotografía, Hokusai detiene el tiempo y expresa el dolor y el des-orden en un instante de des-equilibrio. Un momento antes la ola no ha existido, un momento después la ola ya desapareció. La ola, que es parte de la iconografía común del artista, va creciendo a medida que pasa el tiempo hasta convertirse en la gigantesca ola del cuadro. Después volverá a aparecer nuevamente, siempre amenazadora, pero en ningún cuadro como en este, el agua parecerá un ser vivo y amenazante.

La obra poética de Francisco Layna es esto y más. Como Hokusai, lo que su escritura poética propone es escuchar el ritmo de la vida, dejarse conducir por ella, imaginar el continuo movimiento de la existencia, del fluir del ciclo vital. No hay nada estable, nada permanece inmóvil, todo está en continuo cambio y en ello reside la esencia y la belleza del instante. Como en esa gran ola que se eleva, y por encima de ella, en su cresta, surge una sucesión de otras pequeñas olas de la misma forma que la original, y que sugieren un desarrollo y una estructura fractal, así el desarrollo poético que la obra de Francisco Layna nos ofrece, y no sólo en las formas y la sintaxis de los poemas, sino que también se observa en la propia dinámica evolutiva de su sistema poético que, casi como los denominados sistemas no lineales arriba citados, surge de una dinámica que consta de ciclos (en los que partiendo de una realidad establecida simple, se acaba en la creación de una nueva realidad más compleja); un sistema que, a su vez, forma parte de ciclos más complejos que, a su vez, forman parte del desarrollo de la dinámica propia de una concepción poética casi caleidoscópica.
En las numerosas versiones y traducciones de esa frase citada de Shakespeare, «the time is out of joint», en esa forma de crear una sintaxis que nace en ese juego de Hamlet del y con el «out of joint», se da una posible manera de avanzar: esa polisemia escondida en un juego de palabras nos acerca hacia un punto donde el destinatario textual, el lector, es la/nuestra propia esencia. Nosotros, al final, somos quienes damos sentido a la marcha buscando una dirección de lectura y de sentido, porque «esa es mi (su) propuesta: convertir lo inexpresado en la única categoría de verdad». Y porque sobre todo, ese es el/su imperativo de lectura.
Acabamos, pues, donde empezamos, con Nélida Piñón, con Mario Montalbetti, con Antonio Gamoneda y con Henri Meschonnic, porque en Oración en 17 años no hay intención de esclarecimiento, sólo hay sentido; porque la/su realidad está en el cuerpo de las palabras y se manifiesta en sus límites; y porque en este libro las palabras respiran sobre la, a menudo, dolorosa realidad, y sólo así se cumple la percepción, y la percepción es comprensión; y definitivamente, porque estos poemas, con sus forma(s) específica(s), devienen lenguaje, son lenguaje, lo que más o menos, es una cuestión de sentido, de sentido de lenguaje. El lector que se sumerja abismado y sobresaltado en este libro sabrá, como el poema que lo dice, que «existe un sitio donde la voz es medular y depende del modo de solicitar favor y apego». De la mano, una vez más, de Gadamer («en escuchar lo que nos dice algo, y en dejar que se nos diga, reside la exigencia más elevada que se propone al ser humano. Recordarlo para uno mismo es la cuestión más íntima de cada uno. Hacerlo para todos, y de manera convincente, es la misión de la filosofía», dice Gadamer en «La misión de la filosofía», en La herencia de Europa) y de Meschonnic, el lector deberá encontrar el/su lugar de (la) escucha, porque si algo es el poema, estos poemas, «es (son) el momento de una escucha». Acaso sea que «la verdad es un idioma», una verdad que este libro de Francisco Layna intenta mostrar como «un arco [que] recorre de parte a parte la lengua».
Oración en 17 años
Francisco Layna Ranz
RIL, 2020
15€
Antonio Ortega (Madrid, 1962) es licenciado en filosofía y letras (especialidad de filología hispánica) por la Universidad Autónoma de Madrid. Trabaja como bibliotecario en la Biblioteca Central de la UNED. Es crítico literario del suplemento Babelia, del diario El País. Fue cofundador de la revista El Crítico, ha sido miembro del consejo de redacción de la revista El Urogallo y crítico literario en diversas publicaciones y diarios, entre ellos Ínsula y ABC Cultural. Es autor de la antología poética La prueba del nueve (Cátedra, 1995) y del libro de poemas Arenario (KRK, 1998). Ha colaborado en diferentes volúmenes colectivos sobre las obras, entre otros, de Antonio Gamoneda, José Hierro, Luis Feria, José-Miguel Ullán o Ildefonso Rodríguez.
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