Diarios de cuarentena

Notas de Jordi Doce para una cuarentena (31, 32 y 33)

Nuevas páginas del diario de cuarentena de Jordi Doce, que escribe sobre regresos a la infancia, la ansiedad del adolescente confinado o los vencejos a los que parece atraer el aplauso de las ocho.

Lunes, 27 de abril. Ayer fue el gran día, por fin. Ayer salían los niños, y hasta Layla se dio cuenta y paseó con más cautela, si cabe. Íbamos atentos y buscábamos zonas donde no pudiéramos molestar. La mañana tenía sus protagonistas y había que dejar que disfrutaran sin inquietud. Algún pequeño quiso acercarse a la perra para acariciarla, pero Layla es miedosa y se aparta con rapidez de galgo. No vi policía esta vez, pero en las crónicas de los periódicos se dice que algunos andaban de paisano, disimulados entre la gente. Cualquiera sabe. Vi patinetes, bicicletas y mucha ropa de colores vivos, como quiere el tópico. Y vi padres con cara de alivio, más risueños incluso que sus hijos. Vi también una cámara de televisión y a un padre veinteañero, muy deportista, sentando cátedra con dos niños de la mano. Luego pensé que hacía bien, que para eso están los micrófonos. Eran las diez de la mañana, pero algunas de las cintas que precintaban la zona del Templo desde mediados de marzo estaban rotas y había familias paseándose con tranquilidad por el paseo empedrado. Prolongué la salida sin darme cuenta porque quería empaparme del buen ánimo reinante y escuchar algo distinto al canto de los pájaros. Me acordé de ellos, por cierto. ¿Cuánto tardarán en retraerse y volver a su vieja timidez? De vez en cuando se oía, allá por Paseo del Rey, quizá más lejos, una voz hablando confusamente por megafonía. Como esos domingos de carreras populares en los que un locutor ameniza los preparativos con música festiva y el volumen disparado. Aquí no había música, pero creo que todos entendimos que la llevábamos puesta.

Yo también aproveché el domingo para volver a la infancia. Por unas horas estuve en Mercaplana, navidad del 76 o 77, viendo películas de artes marciales y spaghetti westerns, ese mundo de cintas de acción y sucedáneos orientales al que accedíamos sin control (colarnos era nuestra forma de parecer mayores) y que dictaba luego las fantasías violentas de nuestros recreos. Pasé media tarde teletransportado a mis nueve o diez años, y todo gracias a ese flautista de Hamelín que es Tarantino en Érase una vez en Hollywood.

En relación con esos agentes de paisano: imagino que la consigna era no imponer o dar miedo con el uniforme; a cambio, los niños van teniendo, por el mismo precio, una educación en desconfianza y astucia. Hay que prepararlos para el futuro. Pienso en mis sobrinos, que pidieron volver a casa poco antes de cumplirse la hora. Eso se llama tener instinto. Su modo de interiorizar la ley y la aprensión.

Hace justo un mes escribí una lista de buenos deseos con las cosas que haría después del encierro. Era una broma, desde luego, un juego literario basado en mi gusto por las enumeraciones. Pero fue también un síntoma de ingenuidad. Está claro —se han encargado de repetírnoslo hasta el tedio— que la célebre desescalada será lenta, progresiva. Un viaje en modo condicional que podría ser corregido o revocado en cualquier instante si las cosas se tuercen. La vida de diario no tiene interruptores, las luces no se encienden ni apagan en un instante, como se desprendía de mi lista. Ayer fue la salida de los niños, el fin de semana que viene será la del resto, es decir, todos nosotros, jóvenes, ancianos y adultos de diverso pelaje. No conocemos todavía las condiciones, pero parece que al menos la hora de paseo se mantiene (¡aunque sin juntarnos unos con otros ni mucho menos ver a los amigos!). Nos espera, pues, una temporada de incertidumbre y negociación constante en la que habrá ejercer la paciencia, la comprensión, cierta fluidez de comportamientos. Pasar del negro de la cuarentena al blanco de la nueva normalidad nos obligará a conocer todas las gamas del gris. Pero tengo mis dudas. A los españoles, por regla general, el gris se nos indigesta. No se nos dan bien los matices, la medida. Nuestro mundo mental es el sol y sombra del ruedo, la luz oblicua de la tarde cortando en dos los tendidos. Lo dice Max Estrella con su despecho de profeta ciego: «¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo».

Me escribe José Luis Zerón a propósito de ese sueño de hace una semana en el que aparecía mi padre con aire de reproche. Su nota es digna de un viejo herbario o libro de remedios naturales: «En la Vega Baja del Segura se conoce por “matafiebres” a una planta no muy abundante que crece en los huertos, bancales y cunetas. En la huerta se utilizaba para combatir los cólicos y hacer cataplasmas analgésicas. Su flor es de color azul violáceo tirando a malva».

Jueves, 30 de abril. Toda la tarde el parque estuvo envuelto en una nube traslúcida que iba y venía con el viento y esfumaba los contornos de los árboles. Pensábamos que podía ser polvo de las obras de la calle Bailén, pero luego se me ocurrió que debía ser polen, el mismo polen de pino que recuerdo esparcirse en nuestro balcón hace semanas. Pero esta vez menos verdoso, más fino y tamizado, como si quisiera anunciar el temblor reseco del verano. Luego pasaba una nube y la hora se enfriaba con barruntos de tormenta. Sol y sombra, una vez más. Y así toda la tarde. La primavera la sangre altera, sí, pero empezando por la suya propia.

La luz dura un poco más cada día, y ahora los vencejos llegan al patio cuando la ronda de aplausos ha acabado. Casi parece que son los aplausos los que hacen de reclamo, convocándolos. Aplausos, por cierto, que han estado bajo sospecha estos días, primero por quienes preferían aporrear cacerolas en señal de protesta y luego por los que dudaron o se retrajeron al ver que el homenaje de los primeros días se había convertido en otra cosa, tampoco estaba claro qué. Yo mismo, después de ver las cifras diarias de muertos, me sentía incómodo al ver grupos de vecinos bailando al son de la música y profiriendo vivas (me temo que mi natural misántropo o poco gregario ha vuelto por sus fueros). Está bien, supongo, que las oraciones de otro tiempo se hayan convertido en ovaciones, pero empiezo a echar de menos un recuerdo específico a los muertos, algo que los evoque o los haga presentes. Un reconocimiento del dolor colectivo, en fin. Todo indica que el viejo minuto de silencio ha caído en desgracia, pero a nadie se le ocurren alternativas. Así que los vencejos se han convertido en mi forma personal de recordarlos. Ese vuelo voraz que limpia el aire y lo prepara para la noche es mi celebración particular, como si en ellos se mantuviera el espíritu de los ausentes. Una tontería, lo sé. Pero más discreta y quizá más fértil, si se me permite el atrevimiento, que radiar Resistiré o Que viva España al alto la lleva.

Otra tontería, esta vez en forma de confesión: pocas cosas he echado más de menos esta cuarentena que ir a Correos para enviar o recoger libros. Pasados los envíos que llegaron con retraso la primera semana, el buzón casi no ha tenido visitas. Y mi vieja costumbre de enviar ejemplares duplicados o números antiguos de revistas a los amigos se vio frustrada desde el primer día. Es verdad que la oficina de Martín de los Heros abre unas pocas horas cada mañana, pero la cola dilatada que se forma ante su puerta es disuasoria. Además, no recibo nada, así que nada puedo reenviar. La cadena se ha roto. Y recomponerla nos va a llevar al menos tanto tiempo como el que necesitó Miguel Strogoff para plantarse en Irkutsk.

Charlan en voz alta a la distancia estipulada de dos metros. Sudaderas con capucha, mascarillas con válvula, zapatillas deportivas, piernas abiertas y mentón en ristre. Llevan a los perros atados muy corto: un bull terrier inmaculado y otro que no reconozco, pero que parece también una variedad de pitbull. Perros chatos, robustos, que esperan aburridos sobre la acera. Uno de los dueños me es familiar: creo que es el mismo que hace días, el sábado, me bufó con desdén por llevar un ejemplar de El País bajo el brazo. La charla crece en decibelios y calor chulesco: algo con la policía que no termino de captar. Como Layla tiene miedo de los pitbulls, damos un pequeño rodeo para evitarlos, pero así también las voces me llegan mejor, más claras. Hablan de los gitanos que están acampados más abajo, en el cruce de San Vicente con Bailén (ahora en obras), y de la negativa de los agentes a intervenir. El dueño del bull terrier está ofendido y hasta agraviado por la indiferencia policial y exige mano dura. Hay que sacarlos de ahí a hostias. El otro, más cauto, le da la razón, pero trata de pensar bien y exculpar a la autoridad. No debe ser fácil. A ver luego qué haces con ellos, dónde los metes. Conversación, ya se ve, de buenos vecinos que pasan el rato antes de volver a casa. Pero yo de ellos tendría paciencia: si la tribu de gitanos sigue instalada junto al polvo y el estruendo de unas obras que muchas veces oigo desde casa (y así está el asunto desde el otoño pasado, salvo por el parón de principios de abril), es que nada ni nadie los sacará de ahí.

Viernes, 1 de mayo. Desde que empezó el encierro hemos visto transcurrir la segunda mitad de marzo y todo abril, y hoy toca inaugurar nuevo mes. Ocho semanas repartidas entre el final del invierno y esta primavera perpleja, volátil y nada silenciosa. A menudo, cuando hablo con Paula, trato de ponerme en su lugar y recordar lo que significaban dos meses a su edad. ¡Dos meses! En ese lapso te daba tiempo a todo: descubrías discos y libros y películas que te cambiaban la vida, o eso pensabas, escribías un libro de poemas y ya estabas planeando la continuación, no era posible culminar ningún proyecto porque ya habías cambiado de idea o de modelo, o lo urgente era otra cosa. Tener veinte años, al menos para los que carecíamos de talento precoz o estábamos aprendiendo, era básicamente quemar etapas. El invierno se iba en hacer planes para el verano que la primavera refutaba. Dos meses eran una vida. Y pasarlos confinados en casa, como hacen ahora mi hija y los amigos con los que charla por Skype y se intercambia mensajes de voz, lecturas, recomendaciones, nos habría parecido una condena vitalicia. Cómo no entender su impaciencia, si hay días en que nosotros, que vivimos al ralentí (un poema al mes ya es una cosecha aceptable), nos subimos por las paredes. Vivimos el mismo tiempo de reloj, de calendario, pero no lo vivimos a la vez ni al mismo ritmo. Tenemos metabolismos distintos. Y parece claro que ellos digerirán estas semanas de encierro de formas —o con formas— que no podemos ni sospechar. Sería lo deseable, al menos. Son ellos quienes deben leer estos meses y darles sentido, si es que lo tienen. Darles una estructura con imágenes o palabras. Nosotros ya no vemos el tiempo tan de cerca ni con la misma intensidad. Todo lo pensamos a largo plazo. Como la claridad del poeta, que es un don, no estamos «entre las cosas,/ sino muy por encima», y eso no da cierta perspicacia. Pero hemos perdido ese contacto inmediato con el tiempo, esa vivencia perentoria que devoraba etapas en su afán por comprender. Lo queramos o no, todo lo que hacemos después tiene que ver con ese momento inicial: señales, descubrimientos, revelaciones. Dos meses. Tiempo de sobra para escribir un libro, cruzar Europa en tren o tomar la Bastilla.

Cada tejado del gran patio es un territorio aparte. Por el alero gris claro del garaje avanza el gato canijo de otras veces. Va encogido, receloso, tomándose su tiempo. Justo delante, sobre las tejas rojizas que rematan la corrala interior, se han posado las palomas; necias, inquietas, haciendo sonar el émbolo de sus cuellos. El gato las mira desde su lado del tablero. Son diez, quince metros, los suficientes para impedir que salte. Pero nada le prohíbe mirarlas y disfrutar de la escena. Ver y no tocar. Una imagen oblicua del confinamiento.

Fue un sábado de hace dos semanas (lo consigno ahora porque acabo de encontrar el apunte en un bolsillo interior de la cazadora, mientras ponía orden en mis cosas). Estaba en la puerta de El Aleph, esperando la vez para comprar la prensa. De pronto llegaron dos motos de la policía nacional, que dieron la vuelta en contradirección y aparcaron frente al escaparate. Oí que uno de los agentes le decía al otro: «Me parece que esto es más bien una librería». Me temí lo peor. El Aleph es una pequeña librería que ha logrado mantenerse abierta todas estas semanas vendiendo prensa, revistas, fascículos… y también algún que otro libro furtivo, con discreción casi vergonzante (tampoco es que uno pudiera perder la mañana rebuscando en sus mesas; es un local menudo en el que apenas caben tres personas sin estorbarse). Vi también que Manolo, el dueño, los miraba de reojo con alarma. Pagué con rapidez y me hice a un lado. No, no venían a pedir los papeles ni a inspeccionar el local. Uno de ellos se quitó las gafas de sol y preguntó con timidez por el último numero de Labores del Hogar. «Para mi madre», añadió. Nadie le había pedido aclaración, pero él se sintió en la necesidad de hacerla. Y fue escuchar aquello y verlo fugazmente como lo que era: un muchacho, o poco más, que jugaba a ser policía.


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019) y la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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