/ por José Luis Gómez Toré /
I
Los primeros días del encierro no podía escribir. Lo hago ahora e intento rescatar (sin demasiada fe en poder hacerlo) esa primera impresión de irrealidad. Me corrijo: de realidad, pero de realidad en exceso. Como si de pronto nos hubiéramos percatado de que solo podemos soportar una dosis mínima de lo real. Pero lo real se nos pega a la piel, como el olor a lejía que lo invade todo.
II
La lejía (creo) ha dejado manchas en mis muñecas y en el dorso de mis manos. Pienso en mis manos. En las manos. Las manos que han alcanzado un extraño protagonismo, convertidas en agentes de infección, en una amenaza para los otros y para nosotros mismos. Noli me tangere, no tocar, es quizá el lema de estos días, más allá del repetido «Quédate en casa». Días, por ejemplo, en los que no pocos sanitarios, y sus parejas, optan por dormir en camas separadas, para evitar el contagio y, sobre todo, para no transmitir el virus (que no saben si portan) a los pacientes o a sus propios familiares. Parece el mal argumento de un cuento de terror. Amenazas invisibles, manos transformadas en un apéndice extraño, como aquella vieja película muda, Las manos de Orlac, en la que a un pianista que ha perdido ambas manos le trasplantan, en su lugar, las de un hombre ejecutado por asesinato. La extrañeza de una mano: mano-araña. Manos que matan sin quererlo. Manos también que curan.
III
De esa extraña mezcolanza de realidad e irrealidad parece hecho el insomnio: como si todo lo que el trabajo, las tareas domésticas, los niños… han ido dejando a un lado, se abalanzara sobre uno de pronto por la noche, arrebatándole el sueño. Y eso que ya no está el dolor de los primeros días, la angustia del número de infectados y muertos, ese dolor en gran medida abstracto, en cierto modo prestado y no sé si del todo legítimo. Latía entonces la sospecha de cierta impostura, la de pretender encarnar el dolor de otros. Eso casi ha desaparecido. En su lugar, viene de vez en cuando la culpa por haber incorporado los muertos diarios a lo cotidiano, por celebrar incluso el número de fallecidos que decrece. La muerte convertida no en algo individual, sino en pura suma. O resta. Todo número miente.
IV
La irrealidad de la realidad, podría escribir, si no temiera caer en un juego de palabras, en ese hilar de pensamientos vanos que tejen una maraña apenas soportable en los periódicos y en las redes sociales. Por un lado, la epidemia ha vuelto inesperadamente real ese mundo que siempre era de los otros, las lejanas comarcas del ébola y de la malaria, aquello intolerable pero que tolerábamos con tanta facilidad en otras latitudes y colores de piel. Por otro, la cuarentena nos ha vuelto ya definitivamente habitantes de un ciberespacio, que nos da forma tanto como nosotros se la damos. Se repite estos días que la falta de contacto, el forzado aislamiento, va a dar lugar a nuevos modos de relacionarse, cuando al fin esto pase (pero, ¿qué es realmente esto que tiene que pasar?). Aprenderemos —se dice— a valorar un tipo de relación más cercano, más apegado a la presencia real del otro. Y, de nuevo, ¿qué es una presencia real? Como si bastara la proximidad física para abolir distancias.
Se habla con demasiada frecuencia de solidaridad precisamente ahora, en este mismo hotel llamado Europa que hace nada mostró su cara más dura con los refugiados. Y donde sigue habiendo habitaciones de primera y de ínfima categoría. Mientras, el Último (ese fascinante personaje que da título a una de las más hermosas películas de Murnau) se prepara para dejar su imaginario puesto de mando y limpiar, con rabia y con tristeza, los lavabos del hotel donde acecha la infección.
V
¿Servirá, por ejemplo, la temida parálisis del mercado para percatarnos del carácter ficcional de una economía, en la que, al parecer, solo el capital creaba riqueza, mientras que los trabajadores conformaban una suerte de pasividad informe, al modo de la materia aristotélica? ¿Esta especie de huelga general involuntaria hará que dejemos de hablar del trabajo como un maná inmerecido? Lamentablemente, y por sorprendente que pueda parecer, para desterrar una ficción hacen falta más que hechos. Si no se abren caminos a otras formas de pensamiento, a otros imaginarios, las cifras del paro no harán sino apuntalar esa convicción que hace del trabajo un regalo venido de los dioses, que solo cabe agradecer.
VI
La obscenidad de la refriega política a la que estamos asistiendo tiene que ver, por supuesto, con cálculos electorales, pero más allá de eso, quizá haya una necesidad más imperiosa: la de generar anticuerpos no contra el virus, sino contra cualquier alternativa frente a un modelo político y social que se ha revelado mucho más frágil de lo que creíamos. En ese combate de fondo se afanan, con todo su arsenal, no solo representantes políticos, sino también toda una legión de expertos, opinadores y grupos de presión. La consigna pareciera ser «Todo ha cambiado, pero nada ha cambiado». Pangloss insistiendo frente a Cándido en que, pese a todas las apariencias, vivimos en el mejor de los mundos posibles. Por eso, lo más probable es que vivamos esto (otra vez esto) como un mal sueño, como un intervalo, tras el cual intentaremos reanudar lo que llamábamos vigilia. En esa normalidad no cuestionada el trabajo individual se percibe solo como el combustible de un perpetuum mobile. No otro mensaje se ha lanzado a nuestros niños y adolescentes: pase lo que pase, la maquinaria debe seguir en funcionamiento. Las tareas escolares como metáfora de un mundo sin aliento, en constante estado de actividad.
VII
Otro pensamiento piadoso que se repite estos días: la experiencia de la enfermedad y el aislamiento abre la puerta a una nueva civilización del cuidado, una nueva cultura que tome conciencia de nuestra propia vulnerabilidad y de la de los otros. Pero que algo nos suceda no significa necesariamente que se constituya en experiencia.
Benjamin identificó la afasia de quienes volvían de la primera guerra mundial con una imposibilidad de construir lo vivido como experiencia propia. Paradójicamente, una realidad tan traumática como la de la Gran Guerra encontraba dificultades para formar parte de la trama individual de los individuos que la habían sufrido. Como algo que no cabía alojar en un relato personal y colectivo, y que, por tanto, no podía hacerse lenguaje.
VIII
Y, sin embargo, es urgente encontrar palabras. El aislamiento que vivimos corre el riesgo de extremar aún más las tendencias egocéntricas de un mundo, en el que cada vez nos cuesta más hacernos cargos de la vivencia del otro. Ni el encierro es igual para todos, ni constituye, en la mayor parte de los casos, el verdadero trauma. Pero, conforme avanzan los días, los muertos parece cada vez más lejanos. Y eso que tal vez el más doloroso de esta pandemia sea la soledad de los enfermos y los agonizantes, unida a la angustia, por parte de los más próximos, de no poder despedirse.
IX
Tras la primera guerra mundial, toda Europa se llenó de monumentos funerarios al soldado desconocido. La brutal maquinaria bélica, con una capacidad destructiva desconocida hasta entonces, hacía con frecuencia imposible recuperar los cadáveres y, cuando se lograba, resultaba a menudo difícil atribuirles un nombre, unos apellidos. De ahí la necesidad de levantar memoria de esa ausencia, de la imposibilidad del adiós (de ese adiós truncado también saben, por cierto, los familiares de las fosas comunes de nuestra guerra civil y del franquismo).
El escritor alemán Wolfdietrich Schnurre escribió una breve elegía, no exenta de un cierto sentimiento de culpa, en memoria de las víctimas del exterminio nazi: «Epitafio/ aquí,/ esta piedra: /según la costumbre/ de los padres,/ me hubiese gustado/ ponértela ahora/ sobre la tumba como muestra/ de que yo estuve allí./ Sin embargo,/ dónde estaba yo/ cuando el hollín/ escogió como tumba/ los vientos;/ ¿y acaso tienen/ las piedras alas?». El epitafio de Schnurre es un epitafio imposible para una tumba que no existe (¿cómo no recordar la «tumba en el aire» de la Fuga de muerte de Paul Celan?). Por supuesto, no cabe comparar lo que estamos viviendo con el horror de la barbarie nazi y de otros genocidios y violencias. Pero esos adioses frustrados me recuerdan, casi inevitablemente, la piedra de Schnurre, que no tiene lugar donde posarse.
X
Hemos construido una sociedad de espaldas al duelo, y ahora sentimos de pronto, y de qué manera, la necesidad del luto. Hemos vivido de espaldas a los muertos, y solo ahora nos es posible darnos cuenta. Esa certeza puede resultar, y resultará insoportable. Y, sin embargo, ahí, en ese lugar vacío, tal vez sea posible construir una experiencia. O al menos constatar de verdad la ausencia de esta.
XI
Otra vez, Antígona. Antígona en los tiempos del coronavirus es el recuerdo de una piedad que ya no sabemos cómo ejercer. Piedad, más que heroísmo, es tal vez lo que necesitemos ahora.
La palabra héroe, tan repetida hoy, me suscita —lo confieso— un sentimiento ambiguo. Por una parte, es reconfortante que podamos volver a admirar a alguien. La admiración se nos había vuelto sospechosa, algo casi inverosímil en una sociedad cada vez más narcisista. Apenas sobrevivía, y de manera harto ambigua, en el terreno del deporte. En ese sentido, quizá sea beneficioso recuperar cierta dosis (¿cuánta?) de héroes y heroínas. Por otra parte, sin embargo, la apelación al heroísmo recuerda demasiado a una retórica de guerra. Se trata de algo que excede el puro terreno de la ética y del sentido cívico, por más que, de manera irrisoria, se hayan querido calificar como heroicos actos como quedarse en casa o lavarse las manos. Temo exagerar, pero no puedo evitar preguntarme si una democracia que necesita héroes no corre el riesgo de anhelar también caudillos y victorias.
XII
Conviene no olvidar que, antes de la pandemia, comenzaba a asomar el fantasma de lo que, a falta de un nombre mejor, podríamos llamar posfascismo. Si ninguna ideología se ve libre de la tentación de instrumentalizar a las víctimas en su propio beneficio, esa apelación a la muerte constituye un pilar básico del imaginario fascista y de sus derivados. De ahí que resulte especialmente inquietante la constante mención a los muertos en el debate político (por llamarlo de algún modo), y no solo por parte de representantes de la extrema derecha. La crítica necesaria, siempre legítima, deja de serlo para convertirse en un ejercicio de autoafirmación y de negación del otro, convertido en el gran Enemigo. Cuando los muertos se convierten en rehenes de un grupo o idea, solo queda la rueda de reproches y agravios, que gira interminablemente, buscando en vano una culpa primigenia, que solo puede ser mítica… ¿Quién tiene la culpa de los muertos, si es que se puede señalar una sola culpa, como si no hubiera habido un cúmulo de factores, azares, equivocaciones? ¿Los errores cometidos por el gobierno central? ¿O los de las autoridades regionales? ¿Los recortes y las privatizaciones en Sanidad y otros servicios públicos, como las residencias de ancianos? ¿La opacidad de las autoridades chinas? ¿Hasta dónde nos remontamos?
Dice María Zambrano que «la piedad es saber tratar con lo otro». Lo otro abarca todo el territorio de lo sagrado, del que forman parte esencial los muertos. De ahí que la relación primordial con los difuntos es la de la piedad. Y lo sagrado es, por esencia, aquello que no se puede instrumentalizar sin traicionarlo. La necrofilia de algunos discursos políticos convierte a los muertos en fantasmas, en espectros vengadores de impalpables afrentas. Ni que decir tiene lo peligrosa que puede ser para nuestras democracias la combinación de este uso fraudulento de los muertos con la demanda de héroes y líderes carismáticos, en un mundo donde todas las falsas seguridades en las que asentábamos nuestra vida se han volatilizado.
XIII
Es sabido que el coronavirus provoca estragos en las personas con bajas defensas, pero también, de manera paradójica, puede resultar especialmente dañino para quienes tienen un sistema inmunitario fuerte, puesto que el organismo reacciona (provocando lo que los médicos llaman una tormenta de citoquinas) de una manera tan agresiva que acaba por ponerse en peligro él mismo. Me da miedo establecer una analogía simplista entre la enfermedad y determinados fenómenos sociales. Sin embargo, me atrevería a ver en esa reacción del sistema inmune un cierto paralelismo con el momento actual. A diferencia de otras sociedades, que vivían en una perpetua inseguridad, la nuestra se asienta sobre una necesidad constante de control de toda amenaza, o al menos de aquello que se percibe como tal (si bien, a pesar de esto, o precisamente por ello, el riesgo forma parte esencial del juego económico). El miedo no ya al contagio, sino al derrumbe de la economía y de todo aquello que se invoca como normalidad podría propiciar una auténtica tormenta de citoquinas social, una búsqueda desesperada de certezas, y, por qué no, de chivos expiatorios.
XIV
Tal vez Antígona pueda ser hoy el único rostro aceptable de lo heroico. Lo heroico que surge de la piedad, y que, por eso, pone en cuestión las proclamas de la épica. La hija de Edipo se niega a clasificar a los muertos en función de si pertenecen a los nuestros o a los suyos, a los traidores o a los leales, como sí hace, en cambio, Creonte. Ella sencillamente no acepta que un cadáver pueda ser objeto de oprobio o de homenaje, según los intereses cambiantes de una supuesta (o no) razón de Estado. Antígona se nos impone como heroína porque es la antiheroína, la que no entiende, porque no quiere entender, las palabras manchadas de sangre de los héroes, aquella que, en la mirada de María Zambrano, va más allá de la justicia y rechaza contarse entre los victoriosos.
XV
Antígona no puede velar hoy el cadáver de ningún hermano, pero se pasea por los hospitales y por las ucis para recordar que ese lamento, esa protesta contra la muerte, nos constituye como seres humanos. Antígona está al lado de la muerte, porque quiere estar al lado de la vida. Si al menos aprendiéramos eso, no sería poco. Pero, ay, me temo, el olvido también nos constituye y es tenaz y a menudo más fuerte que la memoria.
[EN PORTADA: Edipo y Antígona, de Charles Jalabert (1842)]

José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es poeta, dramaturgo y ensayista. Entre otras obras, ha publicado los poemarios Se oyen pájaros (2003), He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015) y Hotel Europa (2017) y el ensayo El roble de Goethe en Buchenwald (2015).
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