Nueve escritores invitados a la última edición de la Semana Negra de Gijón hablan de la escritura de sus libros; de la chispa que la motivó, las procelosidades de su proceso de documentación o las dificultades y obstáculos encontrados durante la redacción y cómo se resolvieron, con vistas a aconsejar y ayudar a escritores noveles o que aspiran a serlo. Publicamos los textos tal y como fueron apareciendo en los sucesivos números de A Quemarropa, diario del festival.
Abel Aparicio sobre ¿Dónde está nuestro pan?
El entorno del puerto de Manzanal y el valle del río Tremor, en la más septentrional de las tres provincias leonesas, es un enclave idílico para ambientar una novela. Regatos, terrenos que simulan ondulaciones de un mar en calma en contraste con otros escabrosos, pequeños pueblos, túneles de ferrocarril, restos de edificios históricos de gran relevancia en su época, espléndidas puestas de sol, abundantes nevadas en invierno, refugios de la guerra civil… Y todo ello impregnado por un reciente pasado minero. En definitiva, una zona señalada para que allí se desarrolle, como indiqué al principio, la trama de una novela.
Lo descrito anteriormente fue lo que me empujó a recorrer cada rincón de esa zona de forma casi obsesiva. Una vez conocido el terreno, tocaba hablar con los vecinos y vecinas de sus pueblos. En cada casa que paraba a preguntar, una nueva ventana llena de información se abría ante mí. Recuerdo a Felicitas en Manzanal, Julio en Montealegre, Isidro en Brañuelas o Aurora y Toño en Almagarinos. Personas, algunas de ellas, que sin conocerme de nada escarbaron en lo más profundo de sus recuerdos para mostrarme abiertamente sus propias cicatrices o la de sus familiares. También, claro, sus triunfos personales. Ambos, a fin de cuentas, son los hilos con los que se teje la historia que llega hasta nuestros días. Algo que considero necesario para ampliar lo recogido es comprobar si existe documentación escrita sobre esos testimonios orales. Esta necesidad la cubrí con creces gracias a un buen amigo, Alejandro Rodríguez, que me facilitó la documentación existente en el Archivo Intermedio Militar Noroeste, ubicado en Ferrol.
Con esta mezcla de paisaje y paisanaje, era el momento de sentarme frente a mi ordenador y empezar a plasmar, de una forma estructurada, la información —y los sentimientos, algo bajo mi punto de vista imprescindible— recogida. Lo primero que hice fue dibujar un esquema con los datos que tenía. Rápidamente me di cuenta de que quizá tenía mucho que contar en una sola novela, por lo que decidí dividir el libro en tres relatos o novelas cortas. La primera, sobre la revuelta de un grupo de mujeres en Torre del Bierzo en octubre de 1941, propiciada por la ausencia de su ración de pan correspondiente mediante la cartilla de racionamiento. La segunda, el asalto, entre las estaciones de Brañuelas y La Granja de San Vicente, al tren correo que en octubre de 1939 llevaba una caja fuerte con 127.451 pesetas con 92 céntimos en su interior. La tercera y última, la historia de Aurora, una mujer que fue la encargada de la línea de baldes que trasportaba el carbón desde su pueblo, en la cuenca del río Tremor, hasta el cargue de la estación de ferrocarril de Brañuelas. Aurora, además de contarme su experiencia vital, me habló de la persecución que sufrió su familia por parte de los golpistas que en julio de 1936 se levantaron contra el gobierno legalmente constituido.
La necesidad de contar lo allí ocurrido me llevo a buscar una editorial comprometida con el medio rural, la minería y la memoria histórica. Esos dos temas hay que llevarlos muy adentro, como es el caso de Marciano Sonoro Ediciones: si no, el resultado final puede ser demasiado frío.
Más de dos años de trabajo, correcciones, modificaciones, volver al terreno, reescribir y pasarle el trabajo a varias personas conocidas para que me dieran su opinión dieron como resultado el libro ¿Dónde está nuestro pan?
Dos frases me acompañaron durante el proceso de creación de la obra: «Sólo muere lo que se olvida». Espero que esta parte de la historia, al menos, sea recordada y trasmitida. La otra se la escuché en una entrevista a Paco de Lucía: «Que la inspiración te pille trabajando». Con estas dos premisas nació ¿Dónde está nuestro pan? La opinión de los lectores será el mejor baremo de mi trabajo. Por mi parte, el esfuerzo mereció la pena.

Ana Merino sobre El mapa de los afectos
He llegado a la novela desde el espacio de la madurez. La curiosidad por entender a los demás, y los pensamientos que he ido acumulando a lo largo de los años, se fueron transformando en las tramas de una novela de personajes. Me fui a vivir a los Estados Unidos hace más de dos décadas y la atmósfera de ese país ha impregnado mi mirada. Somos seres sociales; son las relaciones con los que nos rodean lo que da sentido a nuestra existencia. En mi novela he querido celebrar el sustrato de bondad que está en todos nosotros y que tiene tanto derecho a convertirse en trama literaria como la maldad. Además, en los gestos amables de mis personajes queda un poso vitalista que da un ritmo esperanzado al conjunto de la ficción.
Hay en esta novela momentos muy difíciles. La repentina desaparición de una joven madre llamada Lilian dejará un poso de angustia y desolación a todos sus familiares. Cuando pienso en el vacío que deja su ausencia, me acuerdo de sus hijos pequeños y de su marido militar que vuelve de una guerra en el desierto y es incapaz de dar sentido a la pérdida de su mujer. Los niños, Adam y James, crecerán contemplando la fragilidad de su padre alcoholizado, interpretando las señales del mundo desde dos visiones opuestas. Para Adam la imaginación es la capacidad de inventar una realidad posible en la que redimir a la humanidad, mientras que para James la iconografía de las guerras es un lenguaje que le fascina y quiere imitar los pasos de su padre. Hasta que no viví en Estados Unidos, no entendí el peso de una sociedad militarizada sobre la masculinidad de los jóvenes. Después del 11 de septiembre de 2001 vi cómo mandaban a los jóvenes soldados a combatir en guerras absurdas en regiones que apenas sabían ubicar en un mapa.
A lo largo de los años, esos jóvenes soldados retornaban quebrados y les tocaba reinventarse dibujando una nueva vida. Pero cuando arrastras el dolor de las guerras, tu personaje está lleno de cicatrices. En esta novela hay tres veteranos que sienten sobre sus hombros el peso de las bombas de racimo y las ráfagas de los fusiles, la desolación de la humanidad en continua lucha desde el origen del mundo. Quería que esos hombres tan frágiles, tan golpeados, también vivieran en mi mapa. Por eso conoceréis a Tom, a Marcus, y a James, y sentiréis como ellos el peso de la historia con mayúsculas.
En mi novela está el amor fraternal que te cobija dentro de un gran abrazo. Hay abuelas que adoran a sus nietos, maestras con vocación entusiasta que llenan de energía a sus alumnos, madres que se quedaron solas sacando todo adelante o sobrinas responsables que saben perdonar las peores afrentas. Están las virtudes de la convivencia generosa y la paciencia, y con esos ingredientes se esquivan los terribles tornados y se interpretan las señales del cielo. Hay muchos personajes que se parecen a todos nosotros, porque esta novela se alimenta de la vida sencilla que nos reconforta y nos hace interpretar el mundo con un secreto gesto ilusionado. Y esa ilusión comienza con un adolecente que se llama Sam y sube a contemplarlo todo desde la rama de un árbol inmenso. Con esa mirada en picado, he querido recrear la felicidad vertiginosa de la adolescencia que comienza e interpreta el mundo observando las pasiones de los demás y leyendo cómics. Conoceremos bien a este niño que crece buscando parecidos entre las ficciones de los superhéroes y la realidad cotidiana. Se hará mayor, y la magia de los cómics le seguirá acompañando.
Escribir te permite celebrar miradas misteriosas que construyen el alma inventada de personajes genuinos que podrían ser grandes amigos. Quiero pensar que mi mapa de los afectos también respirará con el aliento de los lectores y que todos nos encontraremos en las páginas de esta novela sintiéndonos menos solos. Quiero imaginar que al menos uno de mis personajes te hará creer en la bondad y celebrarla.

Carlota Suárez sobre La tumba del rey
Todo lector tiene espíritu aventurero y hay quienes, perteneciendo a esta raza desde que tenemos uso de razón, nos dejamos cegar por letras e invenciones ajenas, hasta el punto de obrar con verdadera temeridad. Digo temeridad y lo hago con intención, porque pocas actividades entrañan tanto riesgo y exponen tanto a quien la practica como la de escribir.
Supe que había nacido escritora cuando atravesar Siberia en las botas de Miguel Strogoff no fue suficiente y desenvainar las espadas de los piratas de Salgari me supo a poco. Quise poner el parche a mi propio pirata y cruzar Somalia, después de Siberia, lo que me llevó a pasar al otro lado de la página y empuñar la pluma. Pero esa fue solo mi primera aventura. Hoy, desde A Quemarropa, te hablaré de otra más reciente, fascinante y plagada de serendipias: La aventura de escribir La tumba del rey.
Para ponerte en situación, confesaré que construyo mis historias a partir de una idea principal que, hasta la gestación de La tumba del rey, llegaba siempre sin anunciarse. Eso creía yo hasta que Luis Sepúlveda borró mi certeza de que las ideas llegaban volando, de mano de las musas o colgando de sus largos velos de energía inspiradora. Fue Lucho, en ese punto de reunión que es La Buena Letra gijonesa, quien contradijo mi enquistada teoría de la idea voladora. El escritor que homenajeamos en esta XXXIII edición de la Semana Negra y al que siempre tendré presente me explicó que las historias permanecen agazapadas, esperando a quien esté destinado a narrarlas. Confirmé su teoría pocos meses después de nuestro encuentro, sobre la colada de lava de la necrópolis de Maipés, donde en efecto, me esperaba La tumba del rey. Tuve tan presentes las palabras de Sepúlveda, que transcribí nuestra conversación en la propia novela, usando como interlocutora del chileno a Soledad Morales, una de mis personajes, que comparte conmigo su condición de escritora.
Confieso que cuando visité el Maipés de Agaete y la idea principal de La tumba del rey se dejó ver, yo estaba trabajando en otra novela, que se quedó encerrada en un cajón frente al que paso a menudo, para asegurarme de que desea ser contada por esta juntaletras.
Otra señal de que esta historia debía ser escrita y publicada fue una serendipia que siempre cuento en las presentaciones de la novela y que deja absorto a quien la escucha. Más me asombré yo, te lo aseguro, el día que me encontré, sin saberlo, frente a uno de mis personajes. A fin de que comprendas la magnitud de esta casualidad, te explicaré que vivo todo el proceso creativo rodeada de mapas, fotografías y cuadernos. Es en estos últimos donde planteo la estructura principal, líneas temporales… El más preciado de todos, aquel que salvaría sin duda de una catástrofe apocalíptica de tener que elegir, es el que contiene las biografías detalladas de mis personajes. Conozco al detalle la vida y obra de cada uno, con independencia de la presencia que vaya a tener en la historia. Inventarse una vida implica también bautizar a quien va a vivirla sobre el papel y para que el resultado sea sólido, es importante aplicar cierto rigor. Mi método de bautismo consiste en investigar los apellidos más frecuentes en el contexto geográfico e histórico donde me muevo, para escoger los que dibujarán mis árboles genealógicos. Como es natural, estos apellidos irán precedidos de nombres propios que seleccionaré siguiendo la misma premisa. De este modo gesté a Javier Santana, sargento de la Policía Judicial de Las Palmas de Gran Canaria y uno de los personajes principales de la novela.
Como parte del proceso de documentación, la Oficina Periférica de Comunicación de la Guardia Civil de Las Palmas, me concertó una entrevista con el responsable de la Policía Judicial de la Compañía en cuya demarcación se desarrollaba la trama de La tumba del rey. Cuando la entrevista tuvo lugar, yo ya contaba con el tercer o cuarto borrador de la novela y llevaba conviviendo con mis personajes más de un año, algo que, como todo escritor sabe, los hace tan reales y cercanos como tu propia familia. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, a los diez o quince minutos de hablar, preguntar y cotejar datos con mi interlocutor, reparé en que la placa metálica que reposaba sobre su mesa estaba grabada con el nombre y apellido que yo había elegido para el personaje que interpretaría su papel en la ficción. La expresión de mi cara me delató y tuve que confesar la usurpación involuntaria de identidad ante el sargento Santana de carne y hueso que, para mi fortuna, me permitió mantener el nombre del personaje.
Podría explicarte el origen del apellido Santana y el motivo por el que es tan frecuente en la isla de Gran Canaria, pero A Quemarropa tiene muchos temas que tratar y mucha letra que ofrecer, así que dejo aquí mi narración sobre las mieles y hieles de escribir La tumba del rey.
Sólo la aventura de vivir supera la aventura de escribir. Hasta la próxima aventura.

Esther García Llovet sobre Sánchez
El proceso de escribir Sánchez dio más vueltas que un galgo de carreras. Al principio fue una obra de teatro, porque siempre he querido escribir teatro, y eran solo tres personajes en un bar, La Racha, cada uno intentando camelar al otro, con mucho dialogo, muy David Mamet. La obra se la pasé al actor Luis Bermejo, quien no pareció muy entusiasmado con ella; y la dejé un rato en la nevera. O unos meses. Empecé a escribir más prensa y menos de todo lo demás y me olvidé de Sánchez (entonces se llamaba La Racha) aunque seguía en modo piloto de alguna manera en mi cabeza. Hasta que me di cuenta de que la historia pedía aire, salir del bar, y empecé un guión. Me encantaba la idea de que fuera una peli porque el cine me apasiona, más que la literatura sin duda, y la mayoría de las localizaciones son sitios de Madrid que conozco muy bien y son como imanes para mí: los alrededores de la M-30. Lo mejor fue eso: hacer fotos de la cancha de baloncesto donde acaba la historia, el barrio de Begoña, el Bingo Canoe, la noche, la carretera. Ir en coche.
Muy pronto me di cuenta de que una película no son localizaciones, igual que una obra de teatro no son diálogos. Antes de escribir el guión, le mandé una sinopsis al actor Vito Sanz: me parecía perfecto como Sánchez, y me lo sigue pareciendo. Le gustó, quedamos en que cuando acabara el guión se lo pasara y empezaríamos a moverlo, etcétera. Pero el guión no quiso moverse. Y la dejé un rato en la nevera. O unos meses. Lo bueno de dejar un texto en la nevera es que, cuando vuelves a sacarlo todo, se escribe a velocidad de vértigo. De hecho, la primera versión de teatro la escribí en un par de semanas, al igual que el guion, y al final la novela salió en unas cinco semanas. Quizás por tres razones: tenía muy presente el aspecto y la manera de Sánchez (Vito Sanz). Tenía muy claro que el tema de la historia no eran ni la precariedad ni el robo de un galgo, sino la fe en lo mágico. Y tenía clarísimo que la voz no podía ser la de Sánchez, que era demasiado pasivo, sino la de Nikki.
Descubrir a Nikki fue revelador. En casi todo lo que escribo el protagonista es un contreras. Me gustan los contreras: se resisten, se cruzan, no saben lo que quieren precisamente porque lo suyo no es la iniciativa sino todo lo contrario. No quieren algo, que es la premisa habitual en cualquier historia. No quieren nada. A estas altura ya sé que este tipo de personaje, mi preferido, no puede ser el protagonista; o, si lo es, no puede estar escrito desde su punto de vista. Sin embargo, como voz narrativa, Nikki le daba caña a la historia; un matiz de novela negra que al principio no estaba. Sólo el galgo.
El galgo salió de golpe un día que salía de los cines Renoir Plaza de España y me encontré con las pantallas de la sala de juegos Codere, donde había una correa de galgos. Los galgos tenían unos nombres espectaculares y me enamoré de ellos. La carrera me dio un poco igual. Pero la sorpresa llegó cuando al buscar carreras de galgos en Madrid vi que estaban prohibidas, aunque en el Segunda Mano sí se vendían galgos (para carreras, que las hay, clandestinas). El anuncio que lee Sánchez en el coche es literal de uno que venta de galgos que vi en el Segunda Mano (ahora se llama Vibbo). Que sea un galgo, que se hable de una carrera todo el tiempo, y que todo ocurra en una sola noche además le da una urgencia y una velocidad que me gusta: no puedes irte por las ramas, el tono es casi periodístico (algo que con la voz de Sanchez no habría ocurrido) y cortante. Siempre quise escribir algo que ocurriera en una sola noche. Esa fue la premisa de la obra de teatro original, y hace mucho escribí una novela malísima que se llamaba Esta noche tocan Los Ramones que nunca se publicó y que transcurría así. Quizás es todo eso, que ocurra de noche, que se robe un galgo, que sean un poco chorizos, lo que da el aspecto de novela negra cuando no lo es.
Sánchez trata de la suerte. De la magia. De los milagros. De la fe. Creo que al final escribí una historia apócrifa de santos del siglo I con aspecto de peli indie del siglo XXI, que no es lo que quería pero sí lo que necesitaba.

Felicidad Martínez sobre Hija de las sombras
Si alguien me preguntara: «¿En qué momento te diste cuenta de que habías madurado como escritora?», supongo que le respondería, entre otras cosas, que «cuando comprendí que no sentía el menor remordimiento eliminando texto».
Terminé de escribir Hija de las sombras allá por el 2011 (aunque entonces tenía otro título) y decidí dejarla reposar un tiempo. Por norma, suelo dar unos meses a un texto corto y hasta un año a una novela. Poco podía imaginar que las circunstancias se confabularían para que no volviera a aquel proyecto hasta casi mediados de 2016. Y, la verdad, lo agradezco.
Cinco años es mucho tiempo en esta profesión. Ni siquiera ahora, en 2020, soy la misma autora que publicó La mirada extraña en 2016, novela por la que recibí varios premios. Obra a obra y feedback tras feedback de los lectores (de quienes también hay que saber discernir los comentarios útiles de los que no), fui aprendiendo a cincelar mejor las historias, a pulir las aristas. Cincelar, pulir… Todo ello es restar. Saber dónde hay que restar.
Cuando me enfrenté de nuevo a aquel texto, enseguida comprendí que necesitaba una revisión concienzuda y, en bastantes pasajes, una reescritura completa. Fue una sensación extraña (extraña y agradable) descubrir que me importaba poco borrar y empezar de cero cuando al escribir la novela en su día, cinco años atrás, prefería sumar líneas y líneas a una escena que no me terminaba de convencer, con la esperanza de mejorarla. Ah, parece mentira que aprendamos muy pronto a reiniciar el ordenador cuando nos da problemas y que, en cambio, nos cueste enfrentarnos a la idea de hacer lo mismo frente a un texto. Es verdad que se escribió con mimo, con esfuerzo, y, por eso mismo, ¿cómo vas a desprenderte de él tan a la ligera, sin tratar de salvarlo como sea? Pues porque, por muy cruel y doloroso que nos resulte, es lo más eficiente; nos pese lo que nos pese.
Calculo que en esa revisión reescribí al menos el 60% de la novela. Eliminé escenas enteras, reestructuré otras, añadí pasajes complementarios, cambié situaciones para darles otro enfoque… Porque esa es otra: cuando maduras como persona, también maduras como autora, y de temas a los que antes no dabas importancia comprendes más adelante que sí la tienen, y viceversa. Esos cambios, esas experiencias, sientes que no puedes dejarlos pasar, porque no sólo estás escribiendo una historia sin más. Quieres transmitir algo.
Al final, aquel proceso me llevó casi el mismo tiempo que me costó escribir la novela por primera vez. Y me alegro, tanto del periodo de reposo como del de revisión que le dediqué, porque, ante todo, una debe quedar satisfecha con su obra, por mucho que escriba para divertimento de otros.
En definitiva, empeñarse en adornar lo que no funciona es enmascarar el problema, no solucionarlo. Puede que mucha gente no se dé cuenta al leerlo (no de manera consciente, al menos), pero está ahí, camuflado, lastrando aunque no se note de primeras. Por eso mismo, fue muy satisfactorio para mí descubrir, mientras revisaba Hija de las sombras, que era capaz de cincelar y pulir sin pensar en lo restado como material desperdiciado, sino como el sobrante que, por fin, dejaba brillar a la escultura, a la obra.
De base, lo primero es conocer bien la herramienta de trabajo. Después, aprender a pulir y cincelar sin miedo. Porque muchas veces, menos es más.

Ignacio del Valle sobre Coronado
Uno de los mayores retos durante la escritura de Coronado fue la adaptación del español del siglo XVI al siglo XXI. Tenía claro que quería revitalizar el género de la crónica de Indias, pero también era evidente que había maneras de contar y expresiones que no se comprenderían si no era con prolijas notas a pie de página. El desafío era escribir con el aroma de la época sin dejar de ser una novela moderna. Un ejemplo: ir a matacaballo aún se utiliza, pero ir con la barba al hombro, que significa «ser perseguido», tenía que ser contextualizado de tal manera que se comprendiese sin dificultad. Y, sobre todo, evitar ciertos historicismos que chirrían sonoramente. No basta con decir vos continuamente para entrar en un período: hay que recrear la atmósfera.
La elección del punto de vista también era capital. La primera persona de los cronistas era la adecuada, y la invención de Fray Tomás de Urquiza me dotaba de la capacidad para, no sólo contar la expedición de Francisco Vázquez de Coronado (1540-1541), sino hacer un panóptico de la época. Con los flash-backs entre esas fechas y 1564 era posible hacer una panorámica y tener una perspectiva más compleja, aparte de ayudar a darle ese perfume del siglo, usando también la formación humanista del personaje para concitar opiniones e ideas que hoy son perfectamente reconocibles.
La documentación es otra de las claves de bóveda. Con los años, he ido aprendiendo cómo sacarle el jugo evitando en lo posible el aplastamiento de los datos. Era necesario que yo me metiese en la cabeza de aquellos hombres, guerreros, sacerdotes, colonos… para que el lector esté inmerso en un clima, para que, aunque no comparta determinadas decisiones, las entienda, y se aperciba de que, en determinados contextos, son perfectamente asumibles. Por ejemplo, en un momento dado un oficial, García López de Cárdenas, toma la decisión de quemar a cientos de indios, una resolución salvaje, indefendible hoy, pero que, en aquel momento, y en una tierra en la que los españoles están rodeados por tribus hostiles que les superan en número, la opción de crear terror es lógica. Nada que no hicieran los griegos de Jenofonte en su anábasis hasta el mar. Por otro lado, hay cosas más fáciles de transmitir: uno se enamoraba igual en el siglo XVI que ahora, y los hombres estaban igual de preocupados por quedarse calvos.

José Luis Muñoz sobre El viaje infinito
El proceso de gestación de cada novela es, a su vez, una novela. Ningún proceso es igual al anterior. No suelo acabar una novela y publicarla de inmediato. Cuando la termino dejo que repose unos cuantos años. Pasados éstos, inicio un proceso de relectura que suele acabar en reescritura, porque la distancia me ofrece una perspectiva totalmente nueva y siempre encuentro cosas mejorables. Escribir es también reescribir una y otra vez hasta conseguir un resultado medianamente satisfactorio.
Ignoraba que El viaje infinito iba a ser mi libro 50.º. La escritura de este libro data de unos cuantos años atrás. Cuando empecé a escribirlo, me propuse narrar la vida de su protagonista a través de las habitaciones de los hoteles en los que había pernoctado. Empiezo con el protagonista niño y acabo con él en su última etapa. La novela es también un homenaje al concepto de viaje. En mí, literatura, viaje y vida están muy interrelacionados. Un buen número de mis novelas, desde las históricas como La pérdida del paraíso, El secreto del náufrago, La diosa del hielo o El centro del mundo, novela sobre la gesta de Hernán Cortés que se publicará en septiembre, o las ambientadas en la actualidad como Patpong Road, La caraqueña del Maní, Llueve sobre La Habana o La manzana helada, pueden leerse como crónicas de viaje.
Cuando, pasados los años, releí ese primer manuscrito de El viaje infinito, que se titulaba La habitación del hotel, empecé a realizar una serie de cambios. En el texto original hablaba de lugares en donde aún no había estado, como Benarés, y me di cuenta de que el escenario, el calor y el olor de la ciudad santa de la India no difería mucho de la realidad que me encontré cuando la conocí de primera mano; pero incorporé nuevas anécdotas que favorecieron el texto. Tampoco estaba en ese primer borrador Birmania, y ese espectacular puente de teca de U Bei que es la portada de la novela. Mi gran viaje pendiente es los Mares del Sur, en donde termina El viaje infinito. En ese proceso de reescritura introduje homenajes literarios a todos aquellos autores que, en mi juventud, me hicieron soñar y viajar con sus libros: Jack London, Joseph Conrad, William Somerset Maugham y, sobre todo, Robert Louis Stevenson. La introducción de Stevenson en la novela fue un hecho fundamental y tuvo como consecuencia cambiar el nombre del protagonista por el de Roberto Luis Wilcox. Wilcox es el nombre de uno de los protagonistas de Regreso a Howard End. Eso me llevó a inventar un origen británico de su familia, culpable de su aparente frialdad emocional. El final de la novela también sufrió importantes modificaciones porque quería provocar una especie de catarsis en ese encuentro de Roberto Luis Wilcox y Robert Louis Stevenson.
Lectores que me conocen y han leído el libro han creído ver muchas similitudes entre el protagonista y yo. Hay algún rasgo en común, pero muchas diferencias. Mi vida sentimental no ha sido tan ajetreada: tengo hijos, mientras que Roberto Luis no tiene descendencia; y he publicado cincuenta libros y no uno, como el protagonista.
En cuanto a la estructura narrativa, me propuse utilizar en cada uno de los capítulos diversas formas literarias, como el diario, el género epistolar, la primera persona y la tercera, el presente o el pasado, para dotarla de una mayor agilidad. También cambia la forma de redactado de los primeros capítulos a los últimos porque el personaje pasa por la infancia, la juventud, la madurez y la vejez.
El viaje infinito es una novela que sólo podía haber salido a la luz ahora que estoy a un paso de los setenta años, porque es fruto de un sinfín de experiencias personales que alguien con pocos años es imposible que transmita. Es, entre otras cosas, una reflexión sobre el hecho de vivir, esa aventura extraordinaria y siempre breve. Es casi un testamento literario, unas falsas memorias, porque siempre estamos escribiendo sobre nosotros mismos para librarnos del diván.

José Ramón Gómez Cabezas sobre La balada de los ahorcados
Estaba terminando el proceso, siempre odioso, de corrección de La balada de los ahorcados, o eso creía yo, cuando vi la convocatoria de un premio literario en el que había sido finalista un par de años antes. Tenía dotación económica, casi simbólica y publicación. Me animé. La fecha de cierre era en una semana y apuré un par de días para terminar de corregirla. Creía cumplir todos los requisitos de la convocatoria y lo envié: estábamos a tiempo; incluso me sobraban días.
A las dos horas recibí respuesta. Mi manuscrito, al parecer, no cumplía parámetros. Me lo devolvieron la primera vez que les pregunté. Habían eliminado espacios entre capítulo y capítulo, el interlineado lo habían reducido al mínimo; título, párrafo introductorio y capitulo 0 estaba todo en la primera página. Con esas directrices, efectivamente, mi manuscrito se quedaba a unas quince páginas de cumplir criterios. Tras varios e-mails cruzados donde no vi posibilidades, me recordaron que a la convocatoria aún le quedaban cuatro días para cerrar.
Nunca fui conformista; tampoco va conmigo el lamento o la resignación. Tenía cuatro días. Bien, estaba dispuesto a aprovecharlos, aunque a decir verdad no soy un tipo de escritura hiperfluida. Recuperé ideas eliminadas, amplié párrafos, profundicé en algunos diálogos, incluso le di más peso a uno de los personajes del previsto inicialmente. El primer día pensaba que no iba a llegar; al segundo me reconfortaba ver lo que llevaba avanzado; al tercero empezó a gustarme todo aquel tiempo apresurado de recorrección; al cuarto no estaba convenido ni mucho menos de ganar el premio, pero sí de haber hecho un buen trabajo sin caer en las garras de la decepción ni del pánico.
Esta vez sí, lo aceptaron. Había estado a punto de pisar el campo minado que rodeaban los límites de la convocatoria, pero lo aceptaron y yo descansé sin escribir nada por lo menos otros cuatro días.
Diez días antes de la entrega, me llegó un correo del organizador, el mismo con el que había estado peleando a través del correo. Mi manuscrito La balada de los ahorcados era uno de los finalistas. También había otros autores, entre ellos José María García, con el que he coincidido como finalista hasta en cuatro ocasiones: incluso he compartido premio literario con él, ex aequo que se dice.
Pero este premio no lo gané, que me imagino es lo que os preguntareis. Saltó el estado de alarma y el festival y todo se hizo telemáticamente. No pude siquiera darle la mano al ganador ni charlar en persona con mi amigo José María.
Os sonará a frase hecha, de esas que nuestros correctores nos piden eliminar del texto a la primera de cambio, pero al estar de finalista me sentí ya ganador. Mi autoestima había recibido un empujón, mi persistencia también. No había ganado, pero tenía tiempo, o eso creía yo, para seguir enriqueciendo el texto. Me puse a ello con calma y a la semana o así recibí otro e-mail del organizador de ese premio que no gané, pero del que fui finalista. Me pedían permiso para que leyera el manuscrito la misma editorial que publicaba el premio y al editor le gustó. Tres meses después, aquí estamos. No puedo decir mucho más, ni dar consejos de esos fáciles de escuchar y difíciles de aceptar. Simplemente tened fe y humildad en vuestro trabajo. Curráoslo y, también por si os sirve, ponedle una pizca de persistencia. Suerte.

Nieves Abarca sobre Voraces
Cuando la editora Belén Bermejo contactó conmigo para que escribiera una novela sobre la vida de Juana de Vega, no dudé en aceptar la propuesta. Los escritores podemos ser un poco inconscientes y nos embarcamos en aventuras literarias como los antiguos marinos se iban al Ártico, con latas de carne oxidadas, aguardiente y galletas más duras que un ladrillo. Coruña. Londres. Siglo XIX. ¿Qué podía salir mal?
Juana de Vega era una mujer liberal de armas tomar que conservaba el cuerpo embalsamado de su esposo, el general Espoz y Mina, héroe de la guerra de la Independencia, en una capilla al lado de su salón principal en la calle Real. A partir de esos mimbres, comencé a indagar en su historia, los años compartidos con Mina, los años del exilio en Inglaterra huyendo del puño de hierro del Rey Felón, Fernando VII… Aquello que al principio parecía muy fácil (vida de Juana con Mina, vuelta a España tras el exilio…) se empezó a complicar a las primeras de cambio. Yo no soy una escritora prusiana; soy por desgracia intuitiva, y en cuanto me di cuenta todos los planes que había trazado al principio se habían ido por la borda. Espronceda, sí, el gran poeta de los piratas libertarios se empeñó en salir en la novela. Y con él aparecieron Torrijos y sus compañeros. Torrijos, el general fusilado en el famoso cuadro de El Prado, no quiso quedarse atrás. ¿Quién se iba a imaginar que en el exilio londinense de Juana de Vega se habían juntado los superhéroes del romanticismo español, los grandes desconocidos, los que lucharon por la libertad sacrificando su vida? Si todos estos notables personajes fuesen ingleses o franceses, serían famosos en todo el mundo, pero, como siempre, el desprecio de nuestra propia historia consiguió ocultar las tribulaciones de los decimonónicos, de tal forma que encontrar documentación o rastros de sus vivencias se convirtió en una dificultad añadida. Y si eran pocas las dificultades, el mundo oscuro también se abrió paso. Byron, Mary Shelley, Polidori, desde aquella noche mítica en Villa Diodati pidieron participar, aunque no fuera de una forma directa. Lo pidieron con tanta fuerza que convirtieron al mítico duque de Wellington en una figura amenazante, al barco El Temido en un nido de criaturas del averno y a las epidemias de cólera, tan habituales en la época, en embajadoras del gótico más puro y más británico.
A través de las páginas de Voraces se desvela el porqué de la epidemia de cólera en A Coruña, que diezmó la población hasta tal punto que los enterramientos se tenían que hacer en vertical en el cementerio de San Amaro. Se desvela también cómo Espronceda conoció a su gran amor, Teresa Mancha. El éxito mundial del violinista Sarasate. Los últimos días de Torrijos antes de ser ajusticiado en las playas de Málaga y la carta que envió a su esposa Luisa Carlota como último adiós (imposible leerla sin emocionarse hasta las lágrimas). La relación de Tennyson, poeta laureado, con una sociedad secreta de Cambrigde y los exiliados españoles en Londres.
De la vida tranquila de una viuda liberal de provincias que tenía el cuerpo embalsamado de su marido en una capilla en el segundo piso de sus galerías hasta la imponente cúpula de la catedral de San Pablo en Londres, el viaje de los Voraces abarca tierra y mar, mujeres peligrosas, cementerios, barcos fantasma, gemas que encierran una maldición ancestral y sobre todo, un homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que fueron sin dudar al sacrificio para librarnos de la peor de las desdichas: la falta de libertad.

[EN PORTADA: El escritor y su destino, de Kiril Katsarov]
0 comments on “La aventura de escribir”