Arte

Pervivencia icónica: pasión, muerte y resurrección en ‘La colina’, de Borja Sánchez Marcote

Arturo Caballero reflexiona, a partir de una exposición en el Patio Herreriano de Valladolid, sobre cómo el artista acude a veces a recursos plásticos de un sistema iconográfico de probada eficacia (el cristiano, en este caso), para presentarnos otra opción temática por completa diversa de aquel.

/ por Arturo Caballero Bastardo /

Entre el 6 y el 27 de febrero de 1937 se desarrolló, cerca de Arganda y de Morata de Tajuña, la batalla del Jarama, que se considera una de las más cruentas de la guerra civil, puesto que se cobró alrededor de 15.000 bajas, sumadas las de ambos bandos, con la inutilidad añadida de que nadie pudiera darse por vencedor. Borja Sánchez Marcote (Vigo, 1989) ha presentado en la Sala 0 del Patio Herreriano de Valladolid el montaje La colina, que recrea plásticamente (restos, fotografías, videos) uno de los acontecimientos de dicha batalla en la que, entre otros, fueron machacados por la artillería sublevada, que casi acaba con todos ellos, soldados británicos de las Brigadas Internacionales, incluidos irlandeses que lucharon contra otros irlandeses del bando fascista, que, en la denominada Colina del Suicidio, se vieron obligados a cavar con sus propias bayonetas la trinchera en la que resistieron.

La colina

No voy a tratar en este artículo sobre «un proyecto de investigación acerca del estado anímico de un paisaje devastado por la guerra […] un estudio analítico, aséptico de los refugios de las trincheras del frente de batalla y de los fragmentos de metralla que se encuentran diseminados por el campo» (del flyer de la exposición). Tampoco de las dificultades para recrear convincentemente desde una perspectiva artística acontecimientos bélicos en la época contemporánea, una época en la que la fotografía primero y el cine y la televisión después han terminado por sustituir (Arturo Pérez-Reverte considera en El pintor de batallas, de 2006, que poco convincentemente) las imágenes dibujadas, pintadas o esculpidas con las que nuestras sociedades han conmemorado tanto a vivos como, especialmente, a muertos.

Voy a centrarme en los valores simbólicos, como los definió Ernst Cassirer, presentes en las fotografías y algunas de las vitrinas que conforman la muestra. Y lo voy a realizar desde una perspectiva iconológica que, si no es habitual al enfrentarse con el arte contemporáneo, tampoco es totalmente extraña a él, como podemos apreciar en los diferentes estudios con los que abordó Santiago Sebastián el Guernica (1937) el cuadro más icónico, pero quizá el de menor grado de iconicidad, que nos ha dejado nuestra guerra incivil.

Es evidente que cualquier interpretación debe tener unos límites que en el caso del arte, y más en el del arte contemporáneo, se extienden casi hasta el infinito por la voluntad de los artistas de no hacer explícitas verbalmente sus lenguas visuales (y no hay por qué criticar esta postura) y porque consideran su obra, una vez concluida, como algo ajeno a ellos y con vida propia. Si a este planteamiento añadimos el momento histórico de pensamiento débil, de modernidad líquida, en el que nos encontramos, se entenderá que, sin alto coste, podamos adquirir bula (el término, como se verá, sí es pertinente) para realizar el acercamiento que voy a plantear.

Y el planteamiento debe partir de una descripción previa del conjunto. La sala 0 es un espacio diáfano con paredes blancas en el que Sánchez Marcote ha ubicado una serie de fotografías en escala de grises; a la izquierda de lugares de refugio realizados desde el interior y a la derecha de fragmentos de metralla que aún pueden encontrarse en el lugar. Distribuidas por la sala ha dispuesto tres vitrinas; dos de ellas con trozos de la metralla real y otra con un único fragmento de valla metálica. En uno de los extremos —el del interior de la sala— una pantalla en la que se proyecta un video de la colina en la actualidad; en el otro, otra pantalla digital que recoge diversos aspectos del enfrentamiento bélico a partir de películas de la época.

De todo el conjunto me fijé especialmente, y este fragmento de la instalación es el que pretendo glosar, en una de las vitrinas y en dos fotografías que me remitieron, indefectiblemente, a un ámbito sacral propio del cristianismo que tiene que ver con el título que he dado al artículo: «Pasión, muerte y resurrección».

Podría decirse que la relación la establece el espectador y que no tiene por qué ser asumida por el creador. Y es cierto. Pero bien debiéramos tener presente, en lo que respecta a esto, lo que escribe Panofsky en una de sus obras más célebres: «El descubrimiento y la interpretación de estos valores “simbólicos” (generalmente desconocidos por el artista mismo y que incluso pueden diferir marcadamente de lo que el artista intentaba expresar conscientemente) es el objeto de lo que llamamos iconografía en un sentido más profundo: de un método de interpretación que aparece como síntesis más que como análisis». (Erwin Panofsky: Estudios sobre iconología, Madrid, 1976, p. 18). En consecuencia, se trata de demostrar —por nuestra parte— si las imágenes responden a una mera invención del artista o se hace eco de otros valores semejantes en otra época. No en otro espacio, porque en este caso se rompería la unidad cultural, aunque no la base subyacente y común a los valores de la humanidad, que también los hay.

Y esos valores a los que nos referimos tienen que ver con el cristianismo, que durante siglos fue una máquina casi perfecta de generar ideología transmisible de forma coordinada y sistemática a través de todos los sentidos, aunque aquí vayamos a referirnos especialmente al de la vista. A las imágenes.

De entre todos los aspectos que rodean a la figura de Jesús, hay dos que suelen considerarse fundamentales: la pasión y muerte por la salvación del género humano condenado por el pecado original y su resurrección con la que dejaba zanjadas las dudas sobre su divinidad. Dice san Pablo, quizá el verdadero fundador del cristianismo, al respecto: «Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» y «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Cor 15:3-4 y 14).

Sobre el tema de algunos aspectos de la pasión, que guardan relación con las imágenes, los evangelios son explícitos: «Y los soldados entretejieron una corona de espinas, y la pusieron sobre su cabeza, y le vistieron con un manto de púrpura» (Juan 19:2); «Cuando pasó el día de reposo, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirle. Y muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro, ya salido el sol. Pero decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? Pero cuando miraron, vieron removida la piedra, que era muy grande. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Mas él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron» (Marcos 16: 1-6).

Está claro que no se trata aquí de establecer las diferencias entre las distintas fuentes ni la veracidad de lo relatado; si se juntasen todas las espinas de la corona de Jesús distribuidas por la cristiandad se podrían tejer cientos de ellas. Y sobre la resurrección… No es, por tanto, lo que ocurrió o no, sino aquello que nosotros, como sociedad, hemos considerado tal. Y en una doble dirección: respecto al tema en concreto («Pasión, muerte y resurrección», repito) y cómo las formulaciones literarias o plásticas —en este caso— han quedado condicionadas por la antigua fe. Porque lo dice claramente Fritz Saxl: «las imágenes que tienen un significado especial en su momento y lugar, una vez creadas, ejercen un poder magnético de atracción sobre otras ideas de su esfera; que pueden olvidarse de repente y recordarse de nuevo pasados siglos de olvido» (Fritz Saxl: La vida de las imágenes, Madrid, 1989, p. 12).

Admitidos estos aspectos como punto de partida, debemos proceder a la recontextualización de todos los elementos.

El primero tiene que ver con el lugar. No creo que se me tome por una exageración decir que, para la mayoría de los jóvenes actuales, el mismo valor cultural tienen una iglesia que un museo, de tal forma que los objetos presentados tienen un valor semejante al de las imágenes de los retablos e incluso a las reliquias que es como parecen mostrarse los objetos de los que hemos hablado. Se exponen en vitrinas, se iluminan convenientemente y no aparecen como objetos arqueológicos sino como objetos de veneración, como si se tratase de instrumentos sagrados de un culto laico.

El asunto me parece diáfano en el fragmento de alambre de espino. Para nosotros es posible que si citamos alambre de espino, lo relacionemos visualmente con las luchas de ganaderos y agricultores en el lejano oeste, con la fase de trincheras durante la primera guerra mundial, con los campos de concentración, con las fronteras que pretenden detener las avalanchas migratorias… En todos los casos va unido a la idea de desarrollo o masivo o longitudinal. Pero este el fragmento de alambre de espino está extraído de su contexto y transportado a otro. Este objeto, por haberse ubicado donde y como está, se asemeja más a una joya, a una reliquia y, desde este punto de vista, más parece un fragmento de una corona de espinas que una barrera. El asunto de las reliquias es fascinante: por ejemplo, la corona de espinas por antonomasia, la adquirida por san Luis, rey de Francia, y para la que se construyó la Sainte-Chapelle, costó más del doble que la capilla gótica que la albergaba.

En cuanto a las fotografías, y con independencia de que en el programa de mano aparezca de uno de los agujeros en la colina, la opción de haber elegido como punto de vista el enfoque a la luz desde la oscuridad hace que vinculemos la segunda, la oscuridad, con lo negativo, con lo rechazable, con la muerte y la sepultura; mientras que la primera, la luz, con lo positivo, con lo deseable, con la vida y la resurrección. Son convencionalismos admitidos por todos, sea cual sea la ideología que se profese.

Kenneth Clark (¿Qué es una obra maestra?, Barcelona, 1980, p. 11) reformula una idea original de William Lethaby y sentencia —con la admirable concisión con la que suele hacerlo la cultura anglosajona—  que una obra maestra, para ser tal, no debe tener «el espesor de un hombre, sino el espesor de muchos hombres».

Porque hay aspectos que tienen que ver con lo que somos como género humano y otros que se relacionan directamente con nuestro desarrollo cultural. Nos resulta difícil alejar de nosotros los viejos hábitos. Renunciar al lastre de tantos años de historia y de cultura… En el fondo, aunque no lo queramos, seguimos siendo como el personaje de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929). Tiramos de la cuerda y arrastramos dos trozos de corcho, dos calabazas, dos hermanos maristas y, de remate, dos pianos de cola sobre los que están en plena putrefacción dos asnos…. Y todo ello acumulándose en perpetua continuidad unas veces respetuosa con el sentido original de la imagen, y otras proporcionándole nuevas connotaciones.

Desde mi punto de vista, creo que el asunto está claro: el artista no ha podido por menos que acudir, porque su formación se lo facilitaba, a recursos plásticos de probada eficacia en un sistema iconográfico, el cristiano, para presentarnos otra opción temática por completo diversa de aquel: la melancolía de lo que pudo ser y no fue más que el desarrollo factual de una guerra que todos sabemos cómo acabó.

Si Borja Sánchez Marcote tuvo presentes todos estos aspectos cuando preparaba su exposición, pues muy bien, porque se hace eco de la continuidad histórica que también se manifiesta a través de los objetos y del valor que les proporcionamos.

Si no lo era, todavía mejor.


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. Próximamente la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.

1 comment on “Pervivencia icónica: pasión, muerte y resurrección en ‘La colina’, de Borja Sánchez Marcote

  1. Borja S.

    Muchas gracias por tu reflexión Arturo. La verdad es que todo objeto tiene infinitas interpretaciones. Me ha resultado muy interesante conocer tu interpretación/lectura sobre la exposición. Saludos, Borja S.

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: