/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /
La frase Fueron felices y comieron perdices resulta hoy incomprensible para muchos. ¿Cómo es posible ser dichoso con semejante repetición de menú? Evidentemente, de aquello de Contigo, pan y cebolla ya ni hablamos. Además ¿qué significa perdices? En nuestra época de elevada cultura gastronómica se ha de precisar si son escabechadas, braseadas con aceitunas, estofadas o acompañadas de salsa de setas shiitake. Viene más a cuento que nunca una anécdota referida al rey francés Enrique IV, al que su confesor reprochaba sus innumerables escarceos extramatrimoniales con amigas entrañables. El monarca hizo que le sirvieran perdiz en comidas y cenas. Al cabo de dos semanas, el clérigo acabó por solicitar mayor variedad, ante lo cual el rey, que no esperaba otra reacción, le espetó «Entonces […] no se extrañe si cambio: ¿siempre perdices?, dice Usted; y yo respondo a mi vez: ¿siempre la misma mujer?» (Cousin d’Avallon: Le nouveau tambour du monde). Actualmente, en efecto, gran parte de la población no se aviene a disfrutar de la vivencia de una experiencia a largo plazo. La obsesión por la renovación está a la orden del día. Conservar coche, casa o muebles durante años es cosa de pobres desgraciados. No hay más que ver a nuestros aprendices de Masterchef y gourmets vocacionales buscando no repetir plato dos veces, así sea buey de Kobe o caviar Beluga. Por supuesto, seguir al lado del mismo rey o la misma reina es considerado exclusivo de quien no tiene otra opción. Esa alergia a los lazos estables es visible en múltiples facetas de la vida. Las propias relaciones entre seres humanos se han vuelto materia frágil, de fácil rotura, como de modo contundente muestra Bauman en su Amor líquido.
Todo tipo de vínculos han caído bajo el imperio de la mentalidad del consumo de usar y tirar, de la obsolescencia programada. Muy indicativo de la profunda degradación sufrida por Eros es que una expresión como sexo telefónico sea aceptada como designando un ente real. Sin embargo, debería provocar la misma perpleja hilaridad que pensar en algo tan inimaginable como un tratado azteca de hípica o tan imposible como el rugby por correspondencia. En el libro antes citado se menciona una frase de Adrienne Burgess que resume estos nuevos valores alumbrados por el tardocapitalismo: «Las promesas de compromiso son insignificantes a largo término». La vida líquida que nos inunda es una catástrofe moral. Cuando lo que era y debía ser sólido cambia de estado, no sólo termina licuado, sino liquidado. Un escritor barcelonés cuenta una anécdota reveladora al respecto. Durante su visita a un campo de concentración vio a numerosas personas solas, en pareja o en grupos, sacándose fotos en la verja de entrada. Entre el pasmo y la rabia, contempló cómo ponían morritos, sacaban bíceps o hacían toda clase de monerías ante el ominoso letrero Arbeit macht frei. Esa inconcebible disociación entre el significado del lugar y la actitud de los turistas pone de manifiesto una atrofia de la musculatura ética francamente descorazonadora (David Aliaga: Un selfie a las puertas de Dachau).
La colonización completa de las mentes es el último desafío del capitalismo tardío. Las tecnologías de la dominación han justificado por siglos los sacrificios y las miserias con la promesa de un resplandeciente destino, primero en otro mundo de eterna beatitud, luego en este para los descendientes y, finalmente, para los propios sufridores aquí y en un plazo muy próximo. En las décadas recientes, esto había virado hacia el convencimiento de habitar ya una brillante realidad que no puede sino hacerse más y más deslumbrante con el paso de los meses, no ya de los años. Coincidiendo con el mayor auge del pensamiento único, el fin de la historia y el comienzo del milenio que predicaba el neoliberalismo triunfante, se instaló la convicción de que la acumulación de gadgets y bibelots o experiencias a cual más gratificante nos mantendría en una euforia indefinida. Todo se anunciaba predecible y controlable, nada había que temer, la vida iba a convertirse por fin en un largo río tranquilo. Los años transcurridos entre aproximadamente 1980 y 2007 son el último periodo de esplendor de la Totalidad. Con el estallido de la crisis económica y la clara visión de que las circunstancias no van a ser como antes en mucho tiempo, el brillo del radiante presente y del todavía más radiante porvenir se ha disipado. El mito está perdiendo sus prestigios. Cada vez es más difícil anclar en la cabeza de la gente la disonancia cognitiva entre la obligación de sentirse bienaventurado y el estado real de las cosas. La incertidumbre que acecha sobre el ahora —y más aún sobre el mañana— está comenzando a corroer la creencia de que Todo es perfecto, Todo es inmejorable, Todo es pura satisfacción, bienestar, placer. La falacia está quedando de nuevo al descubierto. La fábula de la Dicha persistente y progresiva se desvanece a medida que la realidad sale a la luz. Y la sabiduría ancestral viene a iluminarnos: «Vivir felices, todos lo quieren, pero andan a ciegas tratando de averiguar qué es lo que hace feliz una vida; y hasta tal punto no es fácil alcanzar la felicidad en la vida que, cuanto más apresuradamente se dejan llevar hacia ella, tanto más se alejan y se desvían del camino» (Séneca).
[EN PORTADA: Gota de rocío, de M. C. Escher (1948)]

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
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