/ por Avelino Fierro /
Hace unos días cociné los fideos chinos que compré en esa tienda al volver de enviar el libro de poesía hacia un colegio sevillano. Los tuve varios días a la vista, los llevaba conmigo por la casa como una mascota: en la habitación de arriba donde leo o escribo o trabajo; en la cocina; una vez, en esos trayectos, pararon en el baño, en el bidé; no me los llevé a la cama. Me atraía el envase, esos caracteres, esa caligrafía, los colores brillantes –todavía más al estar recubierto por un plástico refulgente, destellante–, su forma como de pequeño caldero, el tacto blandengue y a la vez firme del cartón, turgente como un pecho de adolescente.
Todo ello por 1,50. Ahora es que no te dan un chato de vino por ese precio. Me parecía que había hecho una gran compra, una compra maestra, y quería disfrutarla el mayor tiempo posible. Hasta compré un libro de poemas de Susana Benet, especialista en haikus, que lo escribe todo en esa onda de lo chino. Veamos: «Aunque quería/ no podía escribir/ ese poema.// Pero al mirar/ en mi balcón la rosa,/ estaba escrito».
La rosa… tan cantada y admirada, tan alimento de poetas a lo largo del tiempo… El bote de fideos chinos fue durante unos días mi rosa, mi objeto —en forma, diseño, tacto, colores– perfecto. Mi alimento espiritual: la caligrafía me hacía recordar los cuadros de Hokusai. Su contenido, una película vista hace mucho tiempo, Tampopo. El argumento: una viuda china, joven, que lleva un restaurante, es ayudada en una trifulca por dos camioneros que tienen maneras occidentales, tipo cowboys. Y luego tratan de que su sopa ramen mejore. La ayudan haciendo espionaje industrial hasta en las trastiendas y basuras de los buenos restaurantes. Sonaba al inicio del filme una música de Mahler.
Mi bote de fideos también me recordaba a mi amigo Roberto Díez. Estuvo en Japón (tiene allí un colega con el que ha traducido un par de libros); vio los arrozales desde una especie de ovni que era la vivienda de la mujer de un violinista de la orquesta de Tokio. Un día comió en Odawara. No había ningún occidental por la zona. Pidió en un local modestísimo una sopa de pescado, verdura y fideos; era el único comensal. Desde detrás del mostrador, el dueño, su mujer, sus hijos y otros familiares o amigos que fueron llegando, lo observaban, lo miraban comer. Si él levantaba la vista hacia ellos, todos sonreían y lo saludaban con una leve inclinación de cabeza. Eso se repitió muchas veces. No sé si la sopa le gustó; imagino que sí, puede que mucho.
Le leí poemas de Susana a mi bote de fideos. Y llegó un día en que lo abrí. Una noche, antes de mi diario paseo nocturno. Dentro había unos fideíllos que dibujaban curvas caprichosas, duros, con color de fósiles calizos del Cuaternario. Y tres bolsitas: verduras liofilizadas, especias. Las abrí y extendí sobre los fideos. Hablé un rato —ya no recuerdo de qué— con ellos. Posiblemente les declaré mi amor, o les pedí disculpas. Herví agua y la eché encima. Estuve observando, no estaba seguro de que el cartón aguantara aquel cambio climático. Aguardé tres minutos, cogí unos palillos. Y allí mismo, en la meseta de la cocina, al lado del fregadero, empecé a engullirlos. Hacía mucho ruido al comerlos, porque abrasaban y tenía que tragar o vomitar o deglutir, o soplar para dentro o para fuera, todo al mismo tiempo. Cerré la puerta para que aquel trajín no llegara al salón, a oídos de mi mujer, que es delicada y exquisita y bastante intolerante con las cosas de las formas del comer, y que veía en la tele El intermedio.
Toda una experiencia; el eros gastronómico me había atrapado entre sus brazos. Ha quedado un olor a lo oriental que ya dura días por toda la casa: no hay forma de eliminarlo. Mi señora está muy enfadada conmigo. Días después, el amigo Óscar me contó anécdotas culinarias, de especialista, de los productos que compra en ese mismo comercio porque es vecino de la zona. También me dijo que había que echar la mitad de la mitad de lo que venía en las bolsitas. Me elogió mucho otros géneros, unas empanadillas rellenas de gambas, pollo gong bao… Yo lo escuchaba y salivaba; se me caía un hilillo de baba y se aceleraban los pulsos del corazón. Era el recuerdo de mis fideos chinos.
*
Otro día que he vuelto a despertarme pronto, Tomás, y no pillo el engranaje del sueño. Así que me levanto resignado, y desayuno. Hoy tenía magdalenas rellenas de crema; ayer era San Valentín y compré cuatro que traje a casa a media tarde en una bolsita que no era de diseño. Como luego no coincidimos en el resto del día mi mujer y yo, no pudimos celebrarlo deseándonos muchos más años de amor y mojándolas en un vaso de leche.
Subí a la habitación de los libros. Tras un rato restregándome los ojos y mirando el lucero del alba, me puse a leer algo de poesía. Eso siempre me sienta bien: coloca como si fumaras un peta. Te lleva, como lector, a terrenos siderales insospechados, casi hasta ese lucero del alba. Recuerda que Platón decía en su Ion que, para crear, el poeta necesita haber dejado de ser dueño de su razón. Pues algo de eso debe de llegarnos a algunos. Seguí leyendo lo mismo de ayer, a poetas que colaboran en una revista, un artículo o dos sobre la necesidad de la técnica, de la métrica y la matemática interna de los versos (volveremos a ello algún día: estoy harto de los poemas de yogures o youtubers, pamplineros y ocurrentes), y la entrevista a un poeta y novelista que recuerda las tijeras de Neruda como un pájaro que vuela por las peluquerías o unos calcetines a los que nombra como «liebres suaves».
Luego revisé las notas que escribí para una charla que di ayer por la mañana, por si merecía la pena archivar algo de ellas —aquello que no sea muy anecdótico— y pensar en publicarlas.
A última hora de la mañana compré un libro de pocas páginas, porque sigo dándole vueltas a esa novela que quiero escribir. Cuenta en el prólogo que es la historia de una mujer discapacitada y pobre que pide ayuda a la administración y choca con la dura realidad del silencio. Dicen que es una novela de investigación, un ensayo. Eso me da ánimos: ya podré escribir cualquier cosa —por ejemplo, estas páginas o cartas que llevo redactando desde hace unos días— y llamar a lo que de allí salga novela. La trama de este librito del que te hablo, con ojear ese prólogo y cuatro páginas, no sé por qué, me ha recordado a Kafka. La errabundia de sus personajes por laberintos burocráticos o pasadizos interminables, sus querellas con ujieres, académicos o guardianes de la ley, su incapacidad para concluir con las empresas iniciadas. Empeños desproporcionados que van menguando en su fuerza ante los zarandeos de lo absurdo.
Un mundo bastante parecido, a pesar de todo, al mundo real, donde los personajes es difícil que tengan el papel de héroes, donde cada vez más se comportan como seres acobardados, achantados, encogidos. Yo también me levanto a veces —como hoy, como muchos días— con pocas ganas de enfrentarme al mundo, como el personaje de Kafka, como Gregorio Samsa, como un escarabajo, enrugado, enturbiado, entumecido.
*
Hemos vuelto el fin de semana a las montañas nevadas. Hay una luz fría, germánica. Ese adjetivo puede que aparezca ahora porque suenan en el coche los lieder de Schubert. Atardece. La luz es negra, como de pedernal. Los bosques de hayas parecen no querer decir nada. Pero hay una intensidad extraña. Podríamos ser ahora los únicos habitantes de un planeta poco iluminado, muy alejado del sol. Sí, el coche parece una pequeña cápsula espacial; los destellos de la pantalla del reproductor de música son de un dominante azul. Vamos despacio, bajando al valle; el coche se desliza suave en las curvas. No habla nadie. Absortos y algo ateridos, como si el arte de la música y el silencio del paisaje nos estuvieran calando los huesos.
Me parece vivir momentos de un tiempo que no es el de hoy. Pienso en los diarios de Klee. Hace excursiones por la montaña y de vez en cuando se junta con los amigos a tocar. Un cuarteto. O está en orquestas profesionales. Entremedias, dibuja, va a la guerra o se enamora. Pero su vida gira también alrededor de esas necesidades: la música, la naturaleza y sus espacios abiertos.
De su diario, 1904:
«Hacia fines de mes pasé unos días directamente bajo la cima del Stockhorn. Viajé con Brack hasta Thun, de allí con la diligencia a Amsoldingen-Stocken. Aquí iniciamos el escalamiento por el lado norte, como yendo en zigzag a través de los bosques de pinos. Durante un primer reposo cerca del límite del bosque un gigantesco pájaro levantó el vuelo junto a nosotros. Era un águila real. Luego por el valle de Alpig hasta la Bachmatt, donde descansamos ampliamente. Aquí comienza un trecho muy empinado hasta el lugar en que se desvía uno hacia el lado sur de la montaña. Brack iba bastante cargado de aperos de pintor y caminaba con un cuidado curioso. Desde la vuelta del camino ya no falta mucho para llegar a la cima del Stockhorn. Nos dieron “el cuarto con dos camas”; quien llegara más tarde tendría que acomodarse en el piso. Son sólo diez minutos hasta la cumbre, pero hay que ir casi a gatas».
En otra anotación, ya en 1905, habla de Casals, del sonido de su cello que es de una conmovedora nostalgia. En 1906 está en Múnich: «Diciembre. En la ciudad de los cinco mil pintores vivo ahora enteramente solo y para mí». Hoy las preocupaciones y las aspiraciones son otras. Todo gira alrededor del entretenimiento y la banalidad. Así es el mundo actual.
Nosotros, al día siguiente fuimos un poco imprudentes, cresteando casi a la manera de funambulistas, salvando tramos por vías estrechas con grandes toboganes blancos a ambos lados. Sobre esas más de seis horas de caminata se podría escribir una novela, un monólogo interior de cada uno de los cuatro excursionistas. Dice de la nieve Rodenbach que es la hermana pensativa del silencio, que favorece el repliegue hacia el mundo interior. Silencio. O simplezas, como «esto es maravilloso» y poco más. Ante tanta magnificencia, pocas palabras. Un haiku. De Basho: «Primera nieve:/ las hojas del narciso/ casi curvadas». O este que escribí en la libreta, ese mismo día, a lápiz, en la cima del Pico Alto: «Cayendo nieve…/ El mundo se esconde./ Se duerme el alma».


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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