Últimas flores para Laura

Literatura de invierno (o todo lo que debiera haber escrito siguiendo un argumento)

«Todas las generaciones que quieren vivir deprisa olvidan al poco el motivo que las puso en movimiento. Quiero decir que cuando la luz de este mundo se agota —muerto el primer hombre, o el primer niño— nadie sabe diferenciar ya entre los soldados de Dios y los soldados del Diablo». Una nueva entrega de las 'Últimas flores para Laura' de Agustín Vidaller.

/ Últimas flores para Laura / Agustín Vidaller /

Como el Sol, como la flora, como los noreuropeos, la literatura enferma en invierno. Hay tenebrosas correspondencias entre lo oscuro o frío y esa predisposición a las imaginerías de lo insondable, de lo abisal. La luz que anhelamos se ha fugado al otro hemisferio, el ignoto. El calor que vivifica es una rememoración que quizá —pensamos supersticiosamente— no vuelva a plasmarse jamás. Quiero decir que en enero todos vivimos a treinta mil pies de profundidad.

Las consecuencias se hacen poco a poco patentes. Me asedia la versión aragonesa del calentamiento global, pero eso sucede afuera, absolutamente afuera. Dentro, la Northumbria de mi estudio es el territorio que sajones y daneses siguen disputándose mil años después, sorteando los médanos bajo cielos que mucho tienen de sepulcro. La gloria y la muerte se depositan sobre el cieno. La carestía lumínica hace borrosa tanto la victoria como la derrota. De ahí que el duelo de los ejércitos se perpetúe, ensangrentando mi biblioteca, la cual registra a Aethelred y a Knut, reyes del barro. ¿No estropean ya bastante estos nombres el resultado de una erudición modesta? Cuando se estudia historia hay que olvidarse de apellidos.

Si no fuese por su oscuridad, mi prescindible habitáculo —mi continente— sabría de esas ansiedades que suelen articular la existencia. Pero aquí no hay suficiente luz para avistar ballenas blancas y, a despecho de los grandes faros que jalonan la costa, ésta no es pangea adecuada para los marinos que van y vienen en busca de signos visibles. Éste es el cubil de la moraleja, el túmulo del latido. No quedan aquí razones que hagan pensar en el fin de un invierno marcado por la subliminalidad de lo nunca dicho, ni en la inmediatez de un estío basado en los teoremas de la canícula. Recordemos los diarios del capitán Scott, viajero de su último verano, y lo comprenderemos todo. Allí, entre los apetitos del infierno blanco, el sol de medianoche demostró que la luz no siempre es todo lo que necesitamos para ver.

Se caracteriza la literatura de invierno por su tendencia a desarrollar alegorías. Es ésta una afirmación audaz cuya certidumbre descansará no sobre mi argumentación, sino en la imperiosidad a la que me arroja el cáncer. Simplemente, me urge creer en ciertas cosas que deberían ser. Si Dante hubiese dado a julio el protagonismo de sus certezas se habría encontrado con un exceso de luz, impedimento de cualquier espíritu que tome el camino de la indispensable distorsión. Nos hace falta la penumbra para sumirnos en los más decisivos aspectos de la ceguera visionaria. Desde mi perentoriedad, toda alegoría aparece como una variación siniestra de la autobiografía: un implacable desdoblamiento de la memoria cuya cortina de metáforas hace invisible —para el lector común, no sé si para los sicoanalistas— la gravedad de un gran remordimiento. En realidad, las verdades más indispensables siempre se expresan gracias a una máscara.

Tal ignominia sólo es factible entre luces que titubean. Ver a Beatriz desprovista de su velo de sombras es el principio de su desvanecimiento para el arte. El enamoramiento platónico siempre perfecciona la perfección, y eso es imposible sin enajenar las aptitudes sensoriales. Sólo la desaparición súbita de la amada (el enclaustramiento, la muerte prematura) hará posibles los réditos poéticos de su culto. No podemos imaginar lo que ya tenemos, y lo cierto es que nada sino la imaginación puede colmarnos. Carezcamos de todo, por tanto, y podremos jurar fantaseo, luego existo. Este accidente, cuya excesiva generalización es el final de toda civilización, conforma la peripecia necesaria de aquél para quien ya sólo existe la página en blanco, a condición de que se haya olvidado del calor. Es enero el tiempo en que nada es como era: lo interminable de las noches, la nostalgia tras las celebraciones del solsticio, el pánico de la naturaleza bajo la escarcha, la memoria fúnebre de un sol que medio año atrás instaba a las axialidades del instinto. En ningún otro momento se teme tan seriamente —así como los acopios de centeno y conserva menguan— la proximidad de la escasez endémica, y la cercanía de un lento apocalipsis.

En una Florencia mayormente por construir, Dante dio a luz su Comedia sin olvidar, prevenido, asegurarse de que no faltara quien postergase su lectura siete siglos, tiempo necesario si uno aspira a constatar lo desprejuiciado de una inmortalidad exitosa. Queda entre nosotros gente que ayudó a levantar la cúpula de Brunelleschi o que escuchó los sermones de Savonarola antes de entregarse a la quema de libros. Yo los he visto, acostados en los triclinios del balneario de Davos, una mano sobre el cabello de una muchacha eslava, la otra sosteniendo sin ceremonia una edición de Ricci. Era por supuesto verano, la única estación en que estos ángeles pueden exponerse al público sin temer ser desmentidos por la media luz de Capricornio, antes de diluirse en linfa y bilis negra. Cierto número de charlas con uno u otro de ellos, mantenidas gracias a mi intimidad con el latín y el toscano, me ha ido revelando en el tiempo cierto cúmulo de sorpresas. Predispuestos a lo epatante, confesaban su sorpresa al saber repentinamente que su coetáneo Alighieri se hubiese convertido en luz de Occidente. Ellos se habían contentado con Il Milione o con los sirventeses llegados de Provenza, entregándose, para todo lo relativo a más perdurables estros, a una ignorancia de atrevido cariz. Habían militado bajo las banderas de John Hawkwood o Gattamelata, deviniendo condottieri sin más pasiones que el oro, el vino y el estupro, las cosas que hacen al hombre. No caben, para esos turistas de lo viril, refinamientos que difieran de una armadura milanesa o una montura árabe. El descubrimiento de la Comedia, setecientos años después de haber compartido las calles con el Dante, les deparaba el desagrado de saber que nada de lo que ellos hubiesen hecho era tan memorable como los trabajos de un hombre oscuro enamorado de una sombra primero, y devoto luego de un cadáver. Así acaba la genialidad en manos de quien ha tenido mil años para aprender a valorar las cosas del Mundo. No, no hay ni en Shakespeare ni en Cervantes motivos para creer que el canon se libre de un sísmico cambio de paradigma. Aquellos que aspiren a hacer lapidario su nombre, por tanto, habrán de escribir a pleno sol.

No obstante, yo ya no abandonaré este musgoso Cáucaso que a fuerza de cierzo y boira se hace estrecho al Prometeo que nunca quise ser. En otro tiempo yo también me conté entre las legiones de estandarte desleídamente azul. Queríamos un mundo libre de tentaciones jacobinas, pero antes que cualquier otra cosa esperábamos que el enemigo agazapado más allá del Ebro o del Voljov siguiese alentando, concediéndonos la oportunidad de colmar una vida aventurera cuyo fin habíamos fijado en los veinticinco años, ocasión para la cual todos nos habíamos tatuado sobre el corazón un poema moritorio. Recuerdo cuando fui herido por tercera vez. Fue el mismo martes en el que recibí la última carta de P. Quiero decir que recibí dos tiros aquel día. Ambos hicieron de mí lo que he acabado siendo. Me queda el remordimiento de haber vivido demasiado. De ahí que declinase en su día las obstinadas propuestas de José Manuel Lara, el cual me brindaba la insolación del Premio Planeta. Simplemente, de la lóbrega Northumbria paso a los déficits climáticos y los volcanes activos de Islandia. En el antiguo camino de Vinland pululan vikings sonrosados cuya formidable estatura, actualmente, se malbarata en las pesquerías de atún. Bajo la ecuanimidad del atardecer equinoccial, Snorri Sturluson —el historiador, el jurista, el confabulador, el escalda— me alarga una jarra de hidromiel, antes de confesar que en 1945 él también lloró el nadir de la última saga. Sin osar contradecirle, yo le consuelo jurándole que el crepúsculo de los dioses fue a la historia de los arios lo que una gran ópera a una nación de melómanos. Cada obra de arte precisa de un principio, y de un final. De otro modo todo se reduciría a la perdurabilidad de los asuntos prácticos.

Releo, inquieto, lo recién escrito y cercioro cómo dentro de mí se expande la lisergia que la súbita confesión conlleva. Hablo de un accidente largamente expiado. Mi mocedad supo de las precipitaciones con las que suele comenzar toda adultez que se precie. Tras de ello, ochenta años no habían encontrado, hasta este momento supremo, la ocasión de explayar la verdad. Ofrezco, a quien siga queriendo matarme, el fruto de un cuerpo que ya no se basta para defenderse. Soy, como Snorri, hijo de la noche perpetua de un invierno ártico cualquiera. Los que vivieron ese otro tiempo me entenderán, sólo que ya quedan pocos, y la edad, además, no siempre lleva a la decencia de la opinión. Refugiándose en la corriente cálida de lo políticamente correcto, serán mayoría los supervivientes que olviden la verdad de aquellos días. Todas las generaciones que quieren vivir deprisa olvidan al poco el motivo que las puso en movimiento. Quiero decir que cuando la luz de este mundo se agota —muerto el primer hombre, o el primer niño— nadie sabe diferenciar ya entre los soldados de Dios y los soldados del Diablo. Negras las cubiertas de una edición cuyo inglés se me hizo elusivo, albergué en su día la impresión de que la Edda Menor era producto de la noche. Ciertamente mi amigo Sturluson reconoce haber escrito el proceloso dinero de sus páginas renunciando al Sol, cosa que en Islandia significa morir durante seis meses. Tal el legado adquirido, tanto tiempo después, por esos celebérrimos vindicadores de las runas y de los sobrehombres.

Exóticos volcanes se conjuraron en su día para hacer de 1816 el Año sin Verano. Las nubes de ceniza cubrieron el mundo, malogrando las cosechas, trastocando el monzón, fomentando la peste y las revueltas. Junto al lago Leman, cuatro británicos hijos del escándalo compitieron por crear algo así como un espejo donde todo sonámbulo pudiera mirarse. A ello se debe que, durante la posguerra, una incisiva profesora de inglés me inquiriese si siempre era tan filosófico (¿«are you always this philosophical?») tras revisar mi redacción sobre el Frankenstein de 1818. La Sección quería agentes no sólo osados, sino también políglotas. Lo cierto es que ya por entonces, antes de la treintena, la vida y los balazos me habían empujado del plácido cultivo de la filología a los aspectos más crepusculares tanto de la acción como de la elucubración. Quizás Byron —el sátiro, el degustador de exilios— aspiraba, durante aquel mes de junio presidido por los aguaceros y las heladas, a introducir una anécdota cuya malevolencia relativizase un tanto la ominosidad circundante: la deserción del Sol, las masas publicitando su hambre, y su ira. Lo cierto es que Mary Shelley le dio lo que él acaso no halló en ninguna otra mujer: intelección, mitopoiesis. Me atrevo a decir que están presentes en la obra de la autora los temas que han acabado por obsesionarme dos siglos más tarde. La suplantación humana del papel de Dios al insuflar el soplo vital a lo inanimado se consumó ya con Deep Blue. Queda por constatarse pues la rebelión de las máquinas, acontecimiento sobre cuya inmediatez he venido insistiendo públicamente sin que nadie, ni a las puertas de Naciones Unidas ni en las comisarías de barrio, haya prestado oídos, entre condescendientes sugerencias de «tómese usted un Valium».Que una muchachita de 1800 nos profetice, antes de llegar a cumplir veinte años, el futuro que únicamente las más reseñables pesadillas han podido de otra forma antelar, sin duda se debe a un talento especialmente sugestionable, expuesto en su día a las evocaciones apocalípticas del más miserable de los inviernos.

Fumo. Fumo mucho, como si ya no hubiera un nuevo equinoccio que celebrar, en la primavera de la variante británica y de los reyes nómadas. Las pandemias y los Borbones siempre han sido cosas que van y vienen. Mi reciente infidelidad a los cigarrillos negros, según las locuaces promesas de mi proveedor de tabaco electrónico, quizá alargue mi última prórroga lo bastante como para atestiguar el eufórico apuntalamiento de una España postCovid y el regreso de quien hace cuarenta años pudo morir mártir, bajo las pistolas de nostálgicos coroneles. Aquel febrero me sorprendió lejos del epicentro de las cosas, en ese París del que duele volver sin haber besado al menos a una mujer. Ante la sensación de hastío con que recibí la noticia yo, que por entonces estaba rematando mis memorias de hombre de acción —ésas que Díaz Huici nunca publicará— me sentí por fin viejo y fuera de la historia. Cuarenta años huyendo de los vengadores me hacían pensar de repente que quizá ellos también estaban cansados, poseídos igualmente por la certidumbre de que una ejecución más sólo merecería, a esas alturas, una esquina en la crónica de sucesos, sin que a las nuevas sensibilidades mi muerte les sugiriese algo remotamente asociado con una antigua justicia. La nuestra era una guerra sobre la que solamente cabía hacer la última versión cinematográfica de Por quién doblan las campanas o El día más largo. Aquella misma medianoche, después de apagar la BBC en el transistor, reabrí por última vez mi manuscrito para añadirle, sin siquiera revisar lo últimamente escrito, un colofón que sólo después, indiferente, identifiqué como plagiario: Aquel día no hubo novedad en el frente.

Tras despertar al mediodía siguiente, reparé en que no había soñado con el pelotón de fusilamiento. Al bajar a desayunarme evité el quiosco. La niebla en las calles me trajo el sabor de una palabra patria: boira. Una vez en el bistrot, me dirigí en línea recta al hombre del rincón, sólo aparentemente sumido en su diaria ceremonia, tras del periódico y los gruesos anteojos. Con el aplomo de mis trece cicatrices, me dirigí a él en castellano. «Todo ha terminado… camarada». La perpleja, civil protesta en su rostro me confirmó en la sospecha de que era todo un profesional. No, no habría sido la primera vez que entre mis manos se desvaneciese la vida de uno de esos que, a pesar de todo, me siguen y me siguen, y que tan mal saben morir, entre súplicas, aullando en una u otra lengua —ficticios hasta el final— aquello de «¿pero ¿quién, quién es usted?».

Y esparcen entonces el poema de su sangre sobre el hielo, bajo la imparcialidad de este diciembre cuyos cañones —deo gratias— han sido confiados al museo.

[EN PORTADA: Una estampa invernal de Fritz von Wille (1914)]


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

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