/ una reseña de Álvaro Valverde /
Debo a Juan Manuel Bonet la primera noticia sobre el poeta Isidro Hernández (Santa Cruz de Tenerife, 1975), del que leí y comenté en su día El aprendiz, cuaderno de viajes. Hace poco he tenido ocasión de leer árbol blanco, un libro con dibujos de Gonzalo González que se publicó en 2002 en la misma colección (Asphodel) donde apareció su ópera prima: Trasluz (2000). Como comisario de exposiciones, especialista en el estudio de los artistas de la vanguardia en Canarias, conservador del TEA (Tenerife Espacio de las Artes) y doctor por la Universidad de La Laguna con una tesis sobre la imagen poética surrealista en la obra pintada y escrita de Óscar Domínguez, es autor de numerosas monografías dedicadas a la pintura y a pintores. También del libro de poemas El ciego del alba (Pre-Textos, 2007, premio Emilio Prados), escrito a principios de siglo durante su estancia como profesor de español en la universidad francesa de Bretaña Occidental.mPor lo demás, está vinculado a uno de los grupos más interesantes del siempre relevante panorama poético canario, el de la revista Paradiso. De la misma promoción, aunque más joven, que poetas como Francisco León, Melchor López o Alejandro Krawietz, formados, como filólogos y escritores, en el magisterio de Andrés Sánchez Robayna.

Llega ahora, trece años de silencio lírico después, La vida anterior, que leo advertido por Jordi Doce y su excelente olfato poético. Se publica en una modesta editorial canaria de bonito y sonoro nombre que ha impreso un volumen tan sobrio como hermoso. Muy acorde a lo que acontece en su volcánico interior. El color de su cubierta, el de la tierra. Y de terrestre, sí, cabe calificarlo, pues remite, explica el citado Robayna, «al mundo primario de la naturaleza, una naturaleza desnuda, esencial, anterior al tiempo». A «la vida del origen». «La vida anterior a todo tiempo», como dice en un verso Hernández.
Quien haya visitado su isla habrá podido comprobar (y eso es extensible al resto del archipiélago) que su paisaje es único, muy diferente siquiera del peninsular. Y él no teme nombrarlo, desenvolverse en lo local (como señalábamos hace poco con respecto a la última entrega de la poeta extremeña Carmen Hernández Zurbano) para, desde ahí, alcanzar la deseable universalidad que nos permite leernos en lo que leemos y ser protagonistas de los sentimientos y los pensamientos del autor de la obra que tenemos delante de los ojos. Y la mirada, ya que lo menciono, es esencial en este libro. Mirada propia del que contempla y del que está acostumbrado a observar desde la posición del especialista en pintura.
Desde el principio, el lector se hace partícipe: «imaginas…», «si vieras…». Desde el comienzo también, un ritmo envolvente, suave, que respira contigo. Una música, diría, tan sugerente como lo que se cuenta. Y todo «bajo el azote solar del mediodía» y el imperio de la luz, en el paisaje totémico de la infancia. De ahora y de «hace mil años». Sí, hay algo de intempestivo, fabuloso y primitivo (o prehistórico) en estos poemas compuestos (sin título, puntos o comas que estorben) por alguien que parece haber inventado «una poesía mítico-geológica», como escribe el también poeta Melchor López (del que reseñamos hace poco un libro en El Cuaderno). Allí, los guanches, el pasado. Entre «macizos tutelares» que son «testigos del milagro», en medio de una «luz recomenzante», en «una calma habitada/ como un secreto a voces». Pura arqueología. Pasada, presente y futura.
Lo describe Hernández —y uno parafrasea— con «un simple lenguaje/ de liviana pobreza». Con suma elegancia. Por medio de un estricto vocabulario que al foráneo le suena delicadamente exótico. Muy preciso. Sin complejos. Suntuoso en su sencillez. De calculada dicción, ya se dijo. Términos locales para nombrar lo que es único. Sitios (el libro esconde una guía, una ruta), plantas, árboles… Y barrancos, cimas, cuevas, laderas, cabezos, nacientes, roques, cardones, lajales…Y piedras, porque —cito de nuevo a López— asistimos a una «nueva revelación de palabras que son piedras, de piedras que son palabras».
El tono es mágico. El de los bosques encantados. El propio de los sueños. Donde «el viento es un lenguaje indescifrable». En «la cadencia del tiempo/ magnífico e implacable/ incomprensible». De hecho, el caminante (que en un momento dado aparece desnudo) confiesa que no entiende. ¿Para qué se escribe poesía sino para intentar desvelar el misterio?
Tras una primera parte que se titula como el libro (una obra que se caracteriza por su unidad), llega «Camino de los palmitales». Con ella, las casas de la cumbre, las cabras, «esta savia aprendida de la infancia». Y el mar, una presencia esencial para un isleño (¡quién no lo es!). Y la «playa negra». «Amanece y la luz es materia», leemos. Y allí, los dragos cuyas raíces rompen las baldosas. Y, en ruinas, la Hacienda de San Gonzalo de Amarante. Y el dragón: «la victoria animal sobre los hombres». En la tercera parte, «El encanto del acerico», el tono torna más íntimo. Se establece una suerte de diálogo. ¿Con quién? ¿Consigo mismo? «Y nada se parece a nada/ y todo se parece a todo». La espera, la inminencia, la locura. Y un poema final: «Dejas correr/ el agua/ que ya no has de beber/ libre/ ladera abajo».
Pone un epílogo el decano de los poetas españoles, José Corredor-Matheos, quien subraya la importancia del tiempo, la infancia, la presencia del bosque y la naturaleza, el símbolo de la piedra. «Se busca lo primigenio», escribe. Destaca, en fin, su «lucidez y profundidad». No miente el autor de El don de la ignorancia. Lo comprobará quien lea.
[EN PORTADA: Estanque en el bosque, de Ovanes Berberian]
La vida anterior
Si quisieras buscarme
en la boca del bosque me hallarás
por la senda que avanza
ladera abajo entre los tejos
Te adentras en Anosma
y el tiempo se regresa
Asomado al abismo
mi cuerpo pesa menos que un puñado
de piedras de barranco
Lo último de la tierra
Has visto fabulosas pirámides de rocas
prender sobre las cimas
Lenguas de fuego
lamer la superficie de las piedras
Columnas colosales
trocarse en llamas
bajo el azote solar del mediodía
Y la locura del viento
cimbreando tu espalda
en los acantilados
en lo último de la tierra
hace mil años
Arqueología futura
La materia del tiempo
sepultada tras estas piedras fósiles
y aún más allá
enterrada entre limos
sedimentos y arcillas
bajo la roca abisal
de las fosas marinas
Una calma habitada
como un secreto a voces
Y el silencio anterior a la palabra primera
por la que el mundo fue creado
Cuentas de las cabras
Recojo con mis manos
la mandíbula rota
de un animal muerto
en medio del sendero
que me lleva a lo espeso del barranco
Un puñado de piedras
y de dientes caprípedes
de raros sedimentos y de colores fósiles
que el tiempo ha dibujado a su capricho
Como cuando de niño
contabas piedrecillas diminutas
en el caleidoscopio
o arrojabas al agua
las cuentas que llevabas
en tus bolsillos rotos
Hacienda de San Gonzalo de Amarante
En el interior de la hacienda
los dragos han tejido
una madeja de nudos en el patio
y en el suelo se han abierto
cien heridas
de rotos azulejos
Hay raíces hinchadas como venas precoces
y reptiles hambrientos junto a la vieja ermita
Recorres los pasillos
del caserío sin nadie
Penetras las estancias andrajosas
de frágiles ventanas
abiertas de par en par
al tiempo roto de los acantilados
y a punto de perder el equilibrio
entre el sordo estallido de las tejas
y las falsas techumbres de pajizos y cañas
sobre las que vislumbras
el brazo de Orión
adornado a lo lejos
por túnicas celestes

Isidro Hernández
Pampalino, 2020
70 páginas

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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