Almacén de ambigüedades

Tristes tópicos

Antonio Monterrubio escribe contra el mito del 'scriptorium' monacal medieval salvando milagrosamente la cultura clásica, estampa, dice «abismalmente exagerada» como poco, y de la que considera que pretende hacer olvidar la vasta destrucción fanática de la cultura clásica por el primer cristianismo.

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Uno o más monjes se afanan en silencio en la minuciosa labor de copiar incansablemente un manuscrito tras otro. Se nos presentan trabajando con ímprobo esfuerzo en la conservación del legado de la Antigüedad. Esta imagen del scriptorium monacal salvando milagrosamente la cultura clásica es, como poco, una estampa abismalmente exagerada y, por qué no decirlo, interesadamente sesgada. La mayor parte de lo que aquellos atareados escribanos producían eran textos religiosos y sagrados, obras de los padres de la Iglesia, tratados teológicos y libros de oraciones. Hay muestras sumamente gráficas del orden de prioridades en los cenobios medievales. En el siglo X se había copiado El método de los teoremas mecánicos de Arquímedes, en el que estos se aplicaban a la determinación de áreas y volúmenes. De forma intuitiva se había aproximado, dos mil años antes de Newton y Leibniz, al cálculo diferencial. Pero en fecha tan avanzada como el siglo XIII, el pergamino fue raspado para confeccionar un breviario, por si no había suficientes. Códices guardados en bibliotecas monásticas estuvieron a punto de perderse al ser relegados a estantes remotos. En 1808, Peyrard consiguió identificar en los fondos de la Biblioteca Vaticana un manuscrito de los Elementos de Euclides mucho más fiel al original que los usados hasta entonces. Fue copiado en Constantinopla hacia el 850, aunque después nadie parecía haberle hecho gran caso. Innumerables libros fundamentales para la literatura, la filosofía o la ciencia languidecieron durante siglos en polvorientos anaqueles o acabaron reducidas a la nada. En su libro de obligada lectura La edad de la penumbra, Catherine Nixey retrata así la hecatombe: «Los monasterios comienzan a borrar las obras de Aristóteles, Cicerón, Séneca y Arquímedes. Las ideas heréticas —y brillantes— se convierten en polvo. Se raspan las páginas de Plinio. Se escribe encima de las líneas de Cicerón y de Séneca. Se vela a Arquímedes. Todas y cada una de las obras de Demócrito y su herético atomismo desaparecen». Luego ¿por qué se repite una y otra vez que cuanto nos queda de la Antigüedad fue protegido por la acción altruista de unos frailes repartidos en cientos de monasterios? Ante todo se quiere ocultar, ya que no es posible negarla, la crucial importancia de la civilización islámica en la trasmisión de la herencia clásica, en especial en sus vertientes filosófica y científica.

En ello jugaron un papel excepcional las traducciones de textos griegos llevadas a cabo en los altos lugares de la cultura musulmana, como el Bagdad del siglo IX o la Córdoba del X. Hablando de esta, tan grande era su fama que la egregia monja Rosvita de Gandersheim la describe «rebosante en particular de las siete corrientes de la sabiduría». Y para edificación de los forofos de las estirpes puras y los pedigríes inmaculados, recordemos que su más destacado soberano, Abderramán III, tenía los ojos azules y el cabello claro, su madre era de origen cristiano y su abuela paterna una princesa navarra. Conviene no olvidar tampoco la formidable contribución de Constantinopla a la preservación del capital cultural grecorromano. A pesar del cesaropapismo bizantino y de la omnipresencia de la Iglesia, fue mucho mayor allí que en los reinos occidentales salidos de las invasiones bárbaras. Ahí está la historia del inestimable De materia medica de Dioscórides, escrito en el siglo I d. C. En el año 949, el emperador Constantino VII envió a Córdoba un ejemplar completo y primorosamente ilustrado de esa exhaustiva farmacopea en cinco volúmenes. Se trataba de una versión muy superior a las truncadas que circulaban en Occidente. Su traducción al árabe dio un impulso gigantesco a la medicina andalusí, irradiando luego a toda Europa.

Pero la realidad que más descaradamente pretende velar la piadosa estampa de los copistas es la decisiva aportación del fanatismo de la cristiandad triunfante a la conversión del fecundo mundo clásico en un desierto cultural. Con minuciosa brutalidad procedió a destrozar monumentos, manuscritos e instituciones. El Serapeum de Alejandría, probablemente el más grandioso edificio de la Antigüedad, fue arrasado hasta no dejar ni una leve huella. Y con él multitud de pórticos, columnas y estatuas, llevándose por delante de paso los restos de la magnífica Biblioteca, miles de rollos versando sobre todos los temas divinos y humanos. Esto acaeció en 392 d. C. en un Imperio oficialmente cristiano, y fue no solo permitido, sino instigado y azuzado, por el obispo dela ciudad, Teófilo, ya conocido previamente por su pulsión a la aniquilación de obras de arte. Lo cierto es que ni siquiera los más preclaros hombres del cristianismo dudaban un instante en inclinarse hacia el furor iconoclasta. Tras la demolición de templos en Cartago y sus alrededores en la década del 420, Agustín declaraba victorioso «los ídolos que Cristo hizo pedazos, jamás los volverá a restaurar el artesano». En una de sus homilías tan apreciadas por su florido verbo, Juan Crisóstomo se vanagloriaba de que «los escritos de los griegos todos han desaparecido y han sido destruidos».

Venturosamente para la historia de la cultura y la civilización, el santo del pico de oro erraba. No obstante, los afanes exterminadores que pregonaba alcanzaron éxitos considerables. Un hecho casi anecdótico da una idea de la medida de la devastación. «A fines del siglo V […] Estobeo compiló una antología de 1430 citas en verso y prosa. Apenas 315 de ellos pertenecen a obras que aún existen, las demás se han perdido» (Moller: La ruta del conocimiento). Nótese que hablamos de un momento cercano al año 500, cuando la trituradora de documentos ya llevaba en funcionamiento siglo y medio. Y es que, como vociferaba el impagable Tertuliano, «¿qué concordia existe entre la Academia y la Iglesia? […] ¡Fuera todos los intentos de crear un cristianismo veteado de composición estoica, platónica y dialéctica! […] Con nuestra fe, no deseamos más creencia».

En otras palabras, la ilustración, la duda o la investigación sobraban. Habiendo fe ciega, ¿qué importancia tenían nimiedades y fruslerías como, por ejemplo, la Verdad? Por supuesto no nos vale, para disfrazar las exacciones del cristianismo en tiempos del Imperio agonizante y de su posterior desarticulación, la manida excusa de que se trataba de bandas de exaltados. Ya se sabe, los típicos elementos incontrolados de los que todo poder totalitario usa y abusa con absoluta impunidad. Los parabolanos que asesinaron a Hipatia estaban teledirigidos por el obispo Cirilo. Y no era su primera fechoría: «Marchó con ira sobre las sinagogas de los judíos y tomó posesión de ellas, y las purificó y las convirtió en iglesias» (Nixey: o. cit.). Templos judíos y paganos eran vandalizados por igual, saqueados y luego bautizados.

Tras la sangre, el agua bendita. Aquí asoma la cruda realidad más allá de las metáforas en la proclama de Tertuliano: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?». Pues que los fieles de una y otra tenían bastante que temer de las muy piadosas huestes de los nuevos dueños del mundo. Como anota Nixey, «Purificar en esos textos es, con frecuencia, un eufemismo justificatorio de robar». Incontables estatuas fueron extirpadas de los santuarios paganos, arruinadas y pulverizadas a martillazos, no sin antes mutilarlas horriblemente. El gran orador de Antioquía Libanio describe el proceder de esas marabuntas de fanáticos a menudo encabezadas por monjes: «Los santuarios se convierten en presa, los techos son abatidos, destruidos los muros, las estatuas son tiradas por los suelos, arrancados de su base los altares […] se difunden [los iconoclastas] por los campos a la manera de torrentes que devastan las tierras». Y mientras tanto luminosas muestras de literatura, filosofía y ciencia iban oscureciéndose, muchas para no brillar nunca más. En el siglo VII, Rávena era el epicentro del conocimiento médico en Europa occidental, solo que

«por aquel entonces, el corpus de obras de medicina era una sombra, tanto en calidad como en cantidad, de la enorme riqueza de teorías y debates que se habían dado en el mundo antiguo. La vertiginosa multitud de voces, ideas y logros que caracterizaron los estudios médicos helenísticos habían quedado reducidos a una forma rígida, truncada, metida despiadadamente con calzador en el marco de creencias del cristianismo» (Moller: o. cit.).

Y esta fue la tónica general con respecto a todo el pensamiento del mundo clásico. Cuanto chocaba con el dogma cristiano fue postergado, minusvalorado, despreciado y eliminado. Recordemos que si hoy tenemos acceso a esa obra maestra del epicureísmo que es De rerum natura de Lucrecio es gracias a que Poggio Braccionili, el infatigable humanista rescatador de textos, descubrió un ejemplar olvidado en un recóndito rincón de la biblioteca de un monasterio perdido entre las montañas. Uno de los escritos más espléndidos de la Antigüedad romana había terminado en una especie de reserva natural similar al Finis Africa de El nombre de la rosa. Y de milagro se salvó del mismo destino que, en la novela de Eco, sufre el fantaseado volumen de la Poética aristotélica dedicado a la Comedia.

La barbarie que se abatió sobre arquitectura, escultura y pintura supuso la desaparición de buena parte del patrimonio artístico acumulado durante siglos. Lo que no pudieron demoler por completo nos ofrece un mudo pero elocuente testimonio del nivel de iniquidad al que lleva el fanatismo. Columnas de milenarios y venerables templos aparecen encastradas malamente en catedrales, como las dóricas del de Atenea en la de Siracusa. O esas esculturas de personajes humanos o divinos desfiguradas por la superposición de signos cristianos. Destaca, por su excepcional factura, el busto de Afrodita del Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Su nariz ha sido destrozada por el burdo tallado de una cruz que llega desde su frente hasta el mentón. El salvajismo ha cegado también sus ojos. Y sin embargo, pese a todo, sigue siendo hermosa. El exorcismo no ha tenido éxito.

Quizás el exponente más significativo de cómo los extremismos acaban dándose la mano sea el hado aciago de la colosal estatua de Atenea-Alat en Palmira. En el siglo IV las turbas cristianas la decapitaron y amputaron sus brazos. Los arqueólogos los reconstruyeron en la medida de lo posible. En 2016 fue de nuevo mutilada, esta vez por cuenta del Estado Islámico. La furia destructora del fundamentalismo religioso e ideológico no se detiene ante nada. Ya hemos visto a grandes mentes del cristianismo antiguo juzgarla plenamente justificada en nombre de la verdadera fe. Es más fácil que la belleza conmueva el corazón de los bárbaros que el de los creyentes. No nos imaginamos a un iconoclasta siguiendo los pasos de aquel longobardo cuya peripecia recupera Borges en Historia del guerrero y la cautiva. Droctulft, el bárbaro, murió defendiendo a Roma. «Venía de las selvas inextricables del jabalí y del uro, era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo. Las guerras lo traen a Rávena y ahí ve algo que no ha visto jamás […] sabe que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada […] abandona a los suyos y pelea por Rávena». Y si lo hace es porque ha descubierto «un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos». Esa era la Antigüedad que en poco tiempo terminó conquistando a los propios bárbaros que acabaron con ella. Los creyentes son de otra pasta, inasequibles incluso a las emociones.

Nixey le da a su libro un cierre a la altura de la tragedia que en él se narra. «La hermosa estatua de Atenea [de una casa particular ateniense] se decapitó [y] como humillación final, se colocó boca abajo en un rincón del patio y se utilizó como escalón. En los años siguientes su espalda se iría desgastando; la diosa de la sabiduría fue aplastada por generaciones de pies cristianos. El triunfo del cristianismo era completo». He aquí un brillante resumen y metáfora de cómo la fe ciega pero victoriosa ultrajó durante siglos el ansia de conocimiento. La creencia monolítica ahogó la investigación, la duda y la exploración. El dogma impuesto a sangre y fuego destruyó la libertad de pensamiento y los réprobos fueron perseguidos, vejados o en su caso eliminados sin contemplaciones. Paganos, herejes, judíos, incrédulos o filósofos sufrieron las iras de los detentadores exclusivos de la Verdad. Y el mundo se convirtió en un erial.

IMAGEN DE PORTADA: Escultura de Germánico del siglo I, vandalizada por cristianos


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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