/ por Jorge Praga /
Javier Marías gusta de entreverar en sus desarrollos ficcionales hilos y circunstancias de personas y situaciones reales. Son célebres los desembarcos en varias novelas suyas del académico Francisco Rico, o las referencias a la delación que dañó a su padre en la época franquista. En su última novela, Tomás Nevinson, el juego de alusiones está muy contenido: parece como si la seriedad sombría de la trama excluyera los guiños. Aun así, permite al protagonista una supuesta visita en Londres a Guillermo Cabrera Infante, espejo indudable de las que practicaba el propio Javier Marías. O el recuerdo de un crimen extraño y real sucedido en Santander en 2002, que sigue sin aclararse. Hay, además, una fotografía en la primera parte del libro. Pudieron ser dos las fotografías, pues Tomas Nevinson se cierra con la descripción minuciosa de una segunda que, por lo que sea, el autor decidió no incluir. Las dos corresponden a hechos reales, a atentados terroristas que reflejó la prensa. Y entre las dos se juega, por así decirlo, el desarrollo de la novela.

La primera corresponde a un coche bomba que hizo explotar ETA en el cuartel de la Guardia Civil de Vic el 29 de mayo de 1991. Está hecha minutos, o tal vez casi segundos, después del atentado. Cerca del fotógrafo pasa corriendo un guardia civil con el rostro ensangrentado, llevando en brazos a una niña que tiene un pie destrozado. Al fondo se ven otros grupos familiares buscando protección entre ellos, abrazándose, entre cascotes que llenan la calle. Murieron diez personas (cinco de ellas menores), además de resultar heridas otras cuarenta.

La segunda, la excluida del libro, recoge el aspecto de una calle sin nada relevante. El 15 de agosto de 1998 unos turistas españoles hacen esa foto en la calle principal de Omagh, una ciudad de Irlanda del Norte. La vida de esas personas hubiera seguido su rutina de particularidades olvidables si el coche que se ve aparcado en la calle, «un Vauxhall Cavalier rojizo robado en Irlanda unos días antes», como se señala en la novela, no portase más de 200 kilos de explosivos conectados a un detonador. Pero en esa imagen, imagen negada al lector de la novela, todavía no ha llegado el momento terrible de la explosión que dañará para siempre a los que posan y a los plácidos y ocasionales transeúntes. Veintinueve muertos, incluida la mujer que hace la foto unos instantes antes de que se active el detonador. La cámara, milagrosamente, soportó la explosión, y se pudo recuperar la imagen, que fue inmediatamente incautada por la policía y tardó meses en publicarse en la prensa, a diferencia de la del atentado de ETA, portada de los periódicos del día siguiente.
¿Puede impedirse ese segundo atentado? O, dicho de otra forma, forzar que el instante atrapado por la imagen, en Omagh, se prolongue en su placidez cotidiana, en su paz. El atentado de ETA ya tiene su testimonio irreversible de daño y horror, pero la escena de Irlanda, suspendida en su tiempo insustancial, incita a pensar en su prolongación indefinida. Qué habría que hacer, se pregunta la novela, para que los terroristas que intervinieron en la primera bomba no activen también la segunda. Javier Marías seguramente observó con detenimiento las dos fotografías, estremecido por el dolor que no se consiguió evitar, y creó una larga ficción que va de una a otra, en la que reflexiona a fondo sobre las muertes violentas, ejecutadas por terroristas o, como en el caso de Tomás Nevinson, por mandatos oscuros de los Estados que buscan la extinción del terrorismo. Matar al que mata, cortar la cadena de atentados empleando los recursos necesarios para descabezar al enemigo. La novela enhebra una larga escritura moral que desemboca en el viejo dilema maquiavélico del fin y los medios.
En la larga meditación que urde, Javier Marías busca paralelismos y alianzas que la refuercen. Pone el foco en el ser que encabezó la matanza más siniestra del siglo XX, Adolf Hitler. Y en ese forcejeo con la historia irreversible que vertebra su narración, se pregunta en la novela qué hubiera pasado si alguien lo hubiera eliminado. Eliminado, asesinado: cuántas muertes violentas habrían dejado de producirse. El balance de vidas salvadas justificaría el atentado que le quitaría de en medio. En los diarios de un médico alemán, Friedrich Reck-Malleczewen, el narrador de Marías encuentra una ocasión perdida, y real. En 1932, en una cervecería, se sentó a su lado Adolf Hitler, sin ninguna escolta. El médico iba armado, pero todavía Hitler era poco más que un político vocinglero, y nada hacía suponer la catástrofe que se avecinaba tras su llegada al poder. La ocasión pasó.
El otro asidero de Marías se circunscribe a la ficción: la película El hombre atrapado, dirigida por Fritz Lang. Su primera secuencia nos presenta a un hombre armado con un rifle de mira telescópica, que en un risco boscoso se prepara para disparar. En una toma subjetiva vemos lo que su ojo observa por la mirilla: Adolf Hitler con su uniforme de canciller, al que centra para un disparo en el corazón. Aprieta el gatillo y… clic. No hay bala, el cazador sonríe. Pero la acción sigue. Pone una bala y vuelve a buscar a su presa. La tiene de nuevo encuadrada, apunta a su pecho, pero el disparo no llega, aunque el dedo acaricie el gatillo. Por fin, un guardia advierte su presencia, se abalanza sobre él y le golpea hasta inmovilizarle. ¿Por qué no completó el atentado? En el interrogatorio al que le somete la Gestapo, Alain Thorndyke se muestra como un cazador británico de fama internacional, que se propuso esta pieza como un desafío diferente. Basta con tener la pieza a tiro para ganar el reto, dice, el apretar el gatillo hace tiempo que dejó de interesarle. Nada que ver con el crimen político o la misión secreta: él le llama un «acecho deportivo».La película enreda luego a los protagonistas en otros avatares, pero la posibilidad mortal que la abrió va tomando peso y relieve cuando la amenaza nazi crece hasta la invasión de Polonia y el comienzo de la segunda guerra mundial. Aquel juego frívolo del atentado no culminado corroe la conciencia del cazador, que tiempo después, en medio del sufrimiento bélico de su país, se enrola en una misión aérea de la que salta por sorpresa en paracaídas con un rifle de mira telescópica al cuello. Si todavía es capaz de matar a Adolf Hitler, muchas, muchísimas muertes futuras se evitarán. «Pueden ser días, meses o incluso años, pero esta vez conoce claramente sus intenciones y de manera inquebrantable, afronta su destino», sermonea la voz que cierra la película mientras el cazador desciende sobre Alemania. La película se estrenó en 1941, y ubica la acción inicial pocos días antes del estallido de la guerra, a mediados de 1939. Es decir que el atentado, en la lógica histórica que desarrolla el guion, habría impedido la conflagración. Del éxito del nuevo atentado que cierra la película dependerá el transcurso de la guerra, que el espectador del estreno desconoce en 1941. En la guerra real se intentó muchas veces el asesinato de Hitler (en más de cuarenta ocasiones), sin éxito, como se sabe. Desde la pantalla se proclamaba la posibilidad de cambiar el curso de los hechos con la libertad de la ficción, pero manteniéndose cerca de la realidad, como se mantiene Tomás Nevinson cuando baraja las dos fotos que marcan su trayectoria, tan frustrante como la del cazador Alan Thorndyke. No hay que olvidar que el director de la película, Fritz Lang, huyó de Alemania y de su matrimonio con la filonazi Thea Von Harbou en 1933, tras sentirse acosado y amenazado por el régimen del Tercer Reich. ¿Qué sentiría cuando leyó las primeras páginas del guion, las que ponían al alcance de su rodaje el descabezamiento del enemigo? El arte, un paso más allá de la historia.
Las dos películas siguientes que dirigió Fritz Lang también se ocuparon de asuntos de guerra: Los verdugos también mueren y El ministerio del miedo, ambas estrenadas en 1943. En la pantalla se mezclaron con muchos documentales y reportajes de propaganda bélica, que apenas si dejaron huella. Las obras de ficción, sin embargo, supieron mirar con más hondura y libertad el conflicto, y la mejor prueba de ello es la inagotable To be or not to be, en la que Ernst Lubitsch, ya que no puede matar a Hitler, al menos agujerea sus rituales con bromas portentosas. Y desde el humor se descuelga Charles Chaplin con su célebre El gran dictador, cuyo rodaje comienza casi al mismo tiempo que la invasión de Polonia, y por tanto cargada de presagios que la película quiere detener en su estreno en 1940. En el intento de frenar la tragedia que avanza, Chaplin apuesta todo su caudal: su arte, su fama, pero, más aún, una clave esencial de su cine: la ausencia de palabras. De ellas se había reído en el cierre de su obra anterior, Tiempos modernos, pero en esta pone a su personaje a hablar con claridad desde el púlpito nazi, en un equívoco en el que la gracia se aparca para que ascienda con solemnidad la palabra evangélica que defiende la democracia y la hermandad de los hombres de buena voluntad. No apela, como Fritz Lang, a la solución cruenta de eliminación del jerarca nazi, sino a la conversión por la palabra de sus seguidores, y de todos los que se van a enfrentar y morir en el campo de batalla. La película se cierra con ese discurso, que a pesar de su impacto artístico y publicitario, y del coraje que destila Chaplin, en nada cambió la pesadilla bélica en marcha.
Lang, Lubitsch, Chaplin, el médico Friedrich Reck-Malleczewen: ninguno fue capaz de matar o anular a Hitler, anticipando el fracaso de Tomás Nevinson para que la bomba del coche rojo no estalle en Omagh. Pero no siempre el arte y los artistas se pliegan a la tozudez de los hechos. Seguramente se pueden recabar muchas ficciones cuya imaginación inventó otros desenlaces, pero señalemos finalmente una que por reciente, y brillante, y descarada, sirve para acabar estas líneas: Quentin Tarantino, en Malditos bastardos, no tuvo inconveniente en cargarse a Hitler en el París ocupado. Y lo hace, además, con una emboscada en la que el arma final es el propio medio artístico, el cine. Si en El nombre de la rosa los monjes se envenenaban por su intento de leer, de pasar con el dedo humedecido las páginas del segundo libro de la Poética de Aristóteles, Adolf Hitler muere con Tarantino en la proyección de un documental de propaganda nazi que le hace muchísima gracia, y que entre sus disparos esconde una llamarada que desde la pantalla alcanzará a todo el Estado Mayor, y hasta al actor Emil Jannings, que acompañaban a Hitler en las butacas. El cine no solo es libre y justiciero, sino que en manos de Quentin Tarantino se arroga el papel de verdugo de quien provocó tanto horror.

Javier Marías
Alfaguara, 2021
556 páginas
22,99€

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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