/ una reseña de Carlos Alcorta /
Cuando ve la luz el libro en el que un poeta estaba trabajando en los últimos meses de su vida, libro que no llega a ver impreso, ¿se lee de forma diferente? Es más, podemos preguntarnos también cuánto hay de testamentario en estos poemas, muchos de ellos escritos con la certeza de una muerte más o menos inminente, como resulta perceptible en la lectura de versos como estos: «Por primera vez, como una verdad,/ he sentido que estaba acabándose mi tiempo./ Ninguno de los dos/ ha olvidado qué mezcla tan brutal/ de alegría durísima y tristeza sin límites/ ha sido nuestra vida./ Como el porche, aún somos reales:/ dos viejos que conversan». La respuesta, en nuestro caso, debe ser afirmativa, porque en esa certeza no hay asomo de impostura —algo que, por desgracia, ocurre con demasiada frecuencia; no son pocos quienes buscando la complicidad, más incluso, la compasión del lector, dramatizan la experiencia— sino dolorida verdad, una verdad, la de la enfermedad incurable, que, por fortuna, no emborrona la mente de Joan Margarit (1938-2021), un poeta lúcido como pocos que ha sabido cantar la melancolía, la tristeza de la muerte ajena (recordemos el entrañable Joana) con sobriedad, sin caer en sentimentalismos, auxilio siempre por la gracia del amor, el mejor antídoto contra los agresiones de la vida, también contra los de la muerte. Así lo hace, por ejemplo, en estos versos: «También en este último [año]: cuando, debilitado/ por una quimio que no me ha podido/ curar este linfoma, te he tenido a mi lado/ con la misma sonrisa, y ayudándome/ a componer estos poemas».

Si algún mensaje intenta transmitir Animal de bosque, el título de este libro, es el de que la poesía sea acaso la mejor forma de dejar constancia de cuanto se ha vivido, por más que confiar a las palabras tal encomienda no siempre responda a un propósito sensato. Pero «la poesía es, para quien la escribe,/ aprender a escribirse a sí mismo./ Y para quien la lee, aprender a leerse» y a esta idea, muchas otras veces expuesta en sus poemas, responde la voluntad de decirse, de poner su intimidad en manos del lector («Solo la intimidad es un lugar real») en poemas de expresión serena, de tono confidencial y lenguaje sencillo, sin pretextos retóricos que desvíen su intención comunicativa. De hecho, en el poema «Una sencilla despedida», explicita su poética por oposición cuando escribe: «soporté el aburrimiento/ del arte, de la música y de la poesía/ de vanguardia, con su banalidad,/ si cabe más patética después de muchos años».
No es el único afán de estos poemas surgidos del «ímpetu de la debilidad». Margarit quiere dejar constancia de los años de penuria moral y económica en los que se desarrollo su infancia, los durísimos años de la posguerra: «De aquel tiempo/ queda solo un recuerdo forjado con silencios», un recuerdo que le conduce a asociar el picoteo confiado de unos gorriones «con aquella pobreza de la infancia/ que, siempre y sin piedad, vuelve al final». Sin embargo, pese a esas pésimas condiciones de vida, Margarit reconoce que «Los lugares donde sustentamos/ nuestra vida son siempre los más duros./ Ahí es donde queda lo que tiene que ver con el amor» porque le tranquiliza y le conmueve «evocar la humildad de aquellos días. La casa familiar, el océano, «la majestuosa isla verde en torno/ de la altísima cumbre», «aquel primer piso que tuvimos/ cuando éramos tan jóvenes», Barcelona —«la Barcelona aquella/ donde vivimos los primeros años./ La última que amé»—, París, una sala de conciertos, Elizondo, etcétera, son algunos de esos lugares que han quedado anclados en la memoria personal y, ahora, también en la nuestra; lugares, pero también amigos como Rachid Boudjedra, Ángel González, Juan Marsé o Josep Maria Subirachs.
Hemos hablado de la poesía como testimonio vital. Sin embargo, la palabra del poema se muestra insuficiente cuando la empleamos para contener el avance imparable de la muerte. Por eso Margarit se ve obligado a decir: «Ya no creo en el poema: ahora he de buscarlo/ encerrado en las cárceles más lóbregas/ que en mi interior ha ido dejándose la vida» y, aún más, escribe: «Es un tiempo en el cual consuelo alguno/ nos llega con palabras como esperanza o sueños:/ el consuelo viene hoy de una severa calma/ que surge del amor que ha llenado una vida». Esta paradoja, esta contradicción, no puede extrañarnos. En un poeta como Margarit, los cambios de humor que provoca su estado influyen decisivamente en la escritura y en la fe que se deposita en ella. No obstante, en ella cifra, si no su esperanza, sí su la convicción de que gracias a ella, la aflicción resulta más tolerable: «Hoy tan solo me habla esta voz/ que surge de la propia dureza de la vida,/ la única donde hallo algo, aún, de verdad:/ la música cubriendo de belleza la nada,/ mis poemas, la fuerza del amor/ y la palabra juntas. Tu y yo./ Quienes los lean en su soledad».
Probablemente, en una reseña crítica, no se deba aludir a sensaciones tan a flor de piel como las que provocan la mayoría de estos poemas, sino centrarse en comentarios puramente textuales, pero una de las virtudes de la poesía de Margarit es hacernos partícipes de su emoción, hasta tal punto de que, más que escuchar a un poeta, nos parece que somos testigo de las confidencias de un amigo, gracias, en gran parte, a esa aparente facilidad con la que consigue trasmitir cordialidad y empatía. El último poema del libro, «Epílogo», cuyos primeros versos transcribo, es un buen ejemplo de ello: «Ha llegado un momento en el que necesito/ imaginar aquello que no sucederá./ Me refiero a esta antigua y peligrosa fuerza/ que tiene claro hacia dónde va/ y le es indiferente que esto sea inútil./ Dirigido a mí mismo, lanzo un grito/ como una última oportunidad».
Selección de poemas
Poemas
Siento detrás de mí, de madrugada,
la montaña de días apagados
como botellas rotas de cristales oscuros
que ya no cruzan ningún rayo de luz.
He abierto un poco la ventana
y he visto, en su herrumbroso dramatismo,
la palangana de la luna llena,
como un mensaje que no me esperaba.
Raquel está dormida. Mientras la miro, pienso:
de esto debes hablar solo con ella.
Si el único horizonte que tiene algún sentido
de pronto pasa a ser la soledad,
es que el futuro es hoy. Sois ella y tú.
Primera lección
Vivir fue respirar tras la bufanda,
mientras iba encendiéndose la estufa,
muy de mañana.
Hubo una libertad para los niños,
nos la daba el que todo
fuera difícil para los mayores.
Crecí en el lugar mínimo
que queda entre el orden y el desorden:
siempre hay un agujero en el que los demás
se olvidarán de ti. Has de saber tan solo
que su precio será la soledad.
La única lealtad
Aquel muchacho que buscó, obstinado,
tantas puestas de sol ya no ha de ser leal
a belleza ninguna.
Ahora, esta es mi oscuridad,
pero, como una estrella, no puedo abandonar
la vida, que es brillar en medio de la noche.
Tú y yo bajo el disfraz de una pasión
arrastramos errores de nuestra juventud.
Ahora, a nuestra edad, ¿eso qué importa?
Yo a tu lado, Raquel, y tú al mío,
no nos faltó jamás la lealtad
de cada uno hacia el dolor del otro.

Joan Margarit
Visor, 2021
200 páginas
22 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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