Almacén de ambigüedades

Canapés de caviar y daños colaterales

Antonio Monterrubio diserta sobre la tragedia y la melancolía del exiliado y el emigrante, en el pasado y en nuestros días.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

Teóricamente la distinción entre exilados y migrantes está muy claramente definida. Los primeros se ven expulsadosde su país porque el contexto político o social, su adscripción religiosa, étnica, ideológica o comunitaria pone en riesgo su libertad, integridad física y mental, hasta su vida si no salen urgentemente de sus fronteras. Los segundos deben abandonarlo para aspirar a un futuro más halagüeño o simplemente no sucumbir a la miseria y el hambre. No obstante la prueba del algodón, la diferencia básica es que unos tienen cerradas de forma temporal o permanente las puertas de su tierra natal, y los otros pueden, en teoría, retornar cuando les apetezca. Solo que esta última afirmación contiene altas concentraciones de falacia. Gentes emigradas muy jóvenes acaban por encontrar pareja, si no la tenían ya, conciudadana o no, y fundar una familia. Si su vida laboral se prolonga en el país que de mejor o peor gana los acoge, sus hijos, y más aún sus nietos, van a echar raíces. Muchos jamás se instalarán de nuevo en su país, por muy fervientemente que lo deseen.

España siempre ha sido un país de emigrantes. También de exiliados, lo cual, aunque pueda aparentarlo, no es otra historia sino la misma: la de un país a menudo ingrato con los suyos cuando no pertenecen a la buena casta. Todos guardamos en la memoria relatos sobre quienes fueron a hacer las Américas. Algunos volvieron enriquecidos, como demuestran esas aparatosas y megalómanas construcciones llamadas casas de indianos. Un muy gráfico proverbio decía: «Dios nos libre del pobre a caballo». Pero muchos otros se perdieron en países lejanos y extraños de los que nunca regresaron. Un poema de José Hierro comienza con una esquela mortuoria. Manuel del Río, español, muerto en un accidente, descansa en una funeraria de Nueva Jersey. «Se dirá una misa cantada/ a las 9.30 en St. Francis”. ¿Por qué el nombre de este hombre, «objetivamente/ un español como millones/ de españoles» aparece en los obituarios del diario neoyorquino que el poeta lee? «Vino un día/ porque su tierra es pobre. El mundo/ Libera me Dominees patria» (Réquiem).

Mi propio padre fue emigrante en los años veinte, primero en Cuba (legal) y luego en Estados Unidos (ilegal). En una de tantas redadas la Policía de Inmigración, la temible Migra, lo detuvo y lo puso de patitas en la calle, deportado con efecto inmediato. Si esto no hubiera sido así, probablemente habría continuado allí, como su hermana y su cuñado, hasta el fin de sus días. Los años sesenta y setenta del pasado siglo conocieron otra vez una gigantesca ola migratoria española, en esta ocasión hacia la Europa rica. Recuerdo algún verano de mi infancia en que durante las labores que siguen a la cosecha, a la sombra de los almiares (mederos en lenguaje local) mozos y mozas intercambiaban groserías en alemán. No habían aprendido este idioma porque quisieran leer a Kant en el original o traducir a Goethe. «Así están bajo la tempestad fertilizadora/ los que no educa ningún maestro, sino,/ maravillosamente omnipresente, en leve abrazo,/ la potente Naturaleza de hermosura divina» (Hölderlin: Como en un día de fiesta). Muchos se establecieron definitivamente a orillas del Rin y sólo retornarían en los meses estivales, otros ni siquiera eso.

El ser humano se acaba haciendo a cualquier ambiente. Incluso el saber popular, con su mezcla de garrulería y agudeza, diagnostica que el buey no es de donde nace, sino de donde pace. Y verdad es que bien pensado, poco importa la nacionalidad que pregonen tus papeles si eres feliz en el lugar que habitas. Sin embargo, eso dista de ser cierto en general. Hay personas perfectamente cosmopolitas para las cuales casi todos los países pueden ser el suyo, y el escudo que figura en su pasaporte es un mero accidente del camino. Desgraciadamente, de momento constituyen una exigua minoría.

No pocos inmigrantes que con toda evidencia están bien adaptados a su entorno adoptivo guardan en su interior una intensa nostalgia de su tierra natal. Decía Max Aub en su homenaje a León Felipe sobre algunos que, obligados a salir de España, se habían hecho ricos fuera, que «en un país capitalista, un rico ya no es un exilado, aunque sea español». Con todo, el propio poeta dejó escrito: «Español del éxodo de ayer/ y español del éxodo de hoy:/ te salvarás como hombre/ pero no como español./ No tienes patria ni tribu…» (Español del éxodo y del llanto). Reviven y se reivindican en estos versos los numerosos destierros que, cual flores negras, jalonan nuestra historia. Españoles arrancados de su hogar por judíos, moriscos, liberales de toda laya, republicanos o desafectos y disidentes del régimen reinante en cada época, que suele ser el mismo perro con distinto collar. Esto es aplicable a los exiliados económicos, pues ellos de igual modo se vieron forzados a abandonar su tierra por un sistema injusto e intratable. Ahora, un nuevo flujo de jóvenes sale de nuestro país ante la imposibilidad de encontrar un trabajo adecuado. Si su diferencia con los emigrantes del siglo XX es el nivel de formación superior, su desarraigo es idéntico al de los que partían con maletas de cartón mal atadas con cuerdas y la boina calada hasta las cejas. En lo personal deja un halo de tristeza pensar en cómo mi padre tuvo que emigrar para buscarse las alubias y mi hijo también está teniendo que hacerlo. Y por mucho que tantos quieran ignorarlo o lo nieguen mientras se les pone cara de Pinocho, esto es una experiencia repetida y frecuente.

Hay un enorme contraste entre vivir en suelo extranjero por propia elección sin tener conciencia alguna de estar lejos de casa, y sentir a cada rato el peso agobiante del destierro, fuera político, social o económico. La melancolía es compañera inseparable del trasterrado, y puede ser un fenómeno de larga duración. Recordemos los cantos sefarditas que han llegado a nuestros días saltando de generación en generación durante quinientos años. Espinosa (pongamos por una vez su apellido original) tenía en su biblioteca amstelodana cuantiosos volúmenes en español. El tratado erótico más osado redactado en lengua castellana fue compuesto por un morisco exilado en el norte de África. No cabe duda de que con el tiempo las llagas acaban, aunque no siempre, por cicatrizar. Como en la versión que ofrece Kafka del suplicio de Prometeo, culpable de un amor a los hombres que incomodaba al Olimpo, «los dioses se cansaron, se cansaron las águilas, la herida se cerró de cansancio» (Prometeo).

¿Y vosotros venís a decirme ahora que hay que repeler o expulsar a los desesperados porque son extraños? Mucho más extraños sois vosotros, alienígenas morales que parecéis proceder de un planeta lejano, y no de un país que tantas veces ha visto partir en tropel a sus hijos. Nuestras élites escurren el bulto escudándose en que las políticas migratorias son cosa de la Unión Europea. Con su desidia habitual, los dirigentes de ese club dejan de una cumbre a otra y de un mes para otro el comenzar a reflexionar sobre la situación. Mientras tanto, se suceden los inviernos y miles de refugiados siguen acantonados en campamentos infames en los Balcanes y las islas griegas. El Mediterráneo es transitado de sur a norte por ataúdes flotantes que, si logran evitar lo peor, difícilmente pueden desembarcar su cargamento humano; y cuando lo hacen, cada país mete la cabeza en la arena con tal de no darse por aludido. Los sesudos responsables europeos, riders on the (brain)storm, permanecen inmaculadamente secos. La tormenta de ideas se reduce a una patética búsqueda frenética de excusas para su cinismo electoralista. No nos engañemos: los discursos antimigratorios, discriminatorios y racistas constituyen grandes éxitos entre el adocenado electorado de los países occidentales.

IMAGEN DE PORTADA: Los migrantes llegaron en gran número, de Jacob Lawrence (1940-1941)


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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