/ por Francisco Abad Alegría /
De las diversas variedades de lechuga que han logrado seleccionar y crear los agricultores, recuerdo con claridad que en mi Navarra natal hay una variedad que en Aragón se denomina popularmente oreja de burro o romana cerrada; y en el mercado navarro, lechuga de cocer, aunque en nuestro medio, salvo en contadas ocasiones, se emplea para tomar en ensalada, lo que, aunque parezca raro, es una adquisición culinaria relativamente moderna, porque las pocas veces que se menciona la lechuga en general, en los libros culinarios clásicos, suele ser cocinada. Otra cosa es la gastronomía rústica, propia de medios rurales y generalmente autobastecidos.
Las lechugas iceberg son arrepolladas, apretadas y algo indigestas, pero su estandarización morfológica y difusión multinacional las ha hecho vegetales universales para aliñar bocadillos vegetales o acompañantes de las también universales hamburguesas. Otras lechugas más o menos rizadas (distintas de las escarolas, que son realmente primas robustas de las achicorias) o coloreadas (distintas del importado radicchio violáceo, también pariente de la achicoria), abiertas o prietamente arrepolladas como los famosos cogollos tudelanos, que ya eran «lechugas del grumo o grumillo» (prescripción médica al rey aragonés Pedro IV el Ceremonioso de la que deriva el dicho «entre col y col, lechuga») antes de que se hiciera famosa la selección navarra, alegran ensaladas humildes o pictóricamente creativas, realzando presentaciones vistosas y con relieve.
Pero la famosa lechuga de cocer, romana, tiene unas cualidades que la hacen masivamente cultivada en nuestra tierra: crece con rapidez, es resistente a cambios térmicos, da hojas amplias y lisas, fáciles de romper o cortar, y se remata con una sólida incurvación del extremo, de modo que se va cerrando sobre sí misma, impidiendo que una lluvia inesperada penetre entre las hojas, de este modo abocadas a una rápida putrefacción por la proliferación de microorganismos bacterianos y fúngicos en la base que retiene la humedad recogida. El reverso de estas ventajas es que el tallo central (troncho) se alarga acompañando al crecimiento de las hojas, aunque como se dirá, esto también le presta una peculiar cualidad a la hora de cocerla en lugar de emplearla como ensalada, es decir, de hacer una suerte de forraje civilizado y apetitoso.
Protagonismo de la lechuga en platos históricos
En la vieja Madre Grecia (siglos VI-II a.C.), la lechuga se tomaba en ocasiones tras cocerla entera, eligiendo ejemplares pequeños y tiernos; luego se escurría prolongadamente, apretándola suavemente, y a continuación se aliñaba al gusto con algo de agrio vegetal, sal y alguna hierba aromática o especia. No hay constancia de otras preparaciones más complejas.1
Nuestro hispano-romano Columela (s. I) menciona una curiosa forma de preparar las lechugas. Dice que existen diferentes tipos de esta hortaliza, que además se adaptan a las cuatro estaciones del año (más resistentes al frío, al calor, al crecimiento estival excesivamente vivo, etcétera)2 y explica cómo se hace el encurtido de lechuga, lavando bien ejemplares enteros de tamaño medio, que se salan generosamente y se dejan secar y drenar sobre cañizos, para mantenerlos después en conserva sumergidos en un recipiente cerámico bien cerrado lleno de salmuera con vinagre y semillas de hinojo.3 Este bocado se tomaba como parte de las pequeñas porciones aperitivas del comienzo de una cena convencional. Su (o sus) contemporáneo Apicio menciona únicamente una espartana receta de lechuga cocida entera, escurrida después y aliñada al estilo griego con garum, vinagre y oxyporum.4

El agrónomo renacentista Alonso de Herrera (1513) nos da algunas informaciones sobre las lechugas, alimento de escaso relieve pero no despreciable. Afirma que es propio sobre todo de gentes modestas, que lo toman de su propio cultivo y lo hacen aliñando la hortaliza cruda o fundamentalmente tras cocerla y escurrirla, como los viejos griegos y romanos. También dice que hay varios tipos de lechugas, entre las que incluye la escarola, lo que es comprensible en una taxonomía aún vacilante. Afirma que es buen alimento para madres lactantes, porque estimula producción de leche y señala como virtud destacada su capacidad sedante e incluso inductora del sueño, hecho bien asumido por la farmacopea popular y tradicional (electuario o letuario, es un jarabe clásico obtenido por dilución hidroalcohólica del exudado lechoso que se obtiene al cortar el tronco de la planta). Pero nos da una noticia adicional interesante, que es la del tallo de la lechuga subida, demasiado crecida, cuyas hojas no se aprovechan más que para darlas a los animales del corral: el tallo, como si de un grueso espárrago se tratase, de pela, cuece en agua con sal y luego se toma aliñado con una sencilla vinagreta (he degustado personalmente tal preparación y aseguro que es excelente).5

Francisco Martínez Montiño, cocinero real (1611) aporta tres recetas de lechuga cocida. En primer lugar, las sopas de lechuga, que se hacen salteando enteras pequeñas lechugas en manteca, colocándolas después apretadas en una olleta, con las puntas hacia arriba, mojándolas con un caldo de carne en que cocieron algunas hojas de lechuga picadas, poniendo además sal, azúcar, especias y algún huevo abierto, dejando hacer hasta que quede hecho el escalfado y los sabores compenetrados.6 Añade dos recetas, variantes únicamente en el relleno, según se hagan para días de abstinencia (sin carnes) o comunes, que consisten en saltear en manteca lechugas medianas cortadas longitudinalmente, reconstruyendo después la pieza cerrando en medio, como en un bocadillo, un relleno de lechuga salteada con queso, especias, azúcar y huevos duros picados, y carnes ad libitum fuera de la abstinencia canónica, para rematar la confección al horno tras pincelar la superficie con manteca.7
Sin duda, de estas preparaciones han derivado fórmulas más sencillas, más o menos actuales, de lechugas con queso al horno, de autor desconocido. Las lechugas, preferiblemente romanas de tamaño mediano, se cuecen enteras en agua salada, luego se escurren y cortan longitudinalmente, acostando cada mitad sobre bandeja de horno, para cubrir la parte más baja de la hortaliza con queso rallado poco curado, cerrando la mitad libre sobre esta parte y pincelándola con mantequilla, añadiendo más queso rallado y pimienta, de modo que tras un tiempo de horneado la superficie quede dorada.
Ya a mediados del siglo XVIII (1745) nuestro Altamiras aporta una única receta de lechuga cocida: la rellena. Toma lechugas pequeñas y compactas, quitándoles la mayor parte posible del tronco, para no desarmarlas, y las cuece en agua salada hasta que están tiernas; después de escurrirlas y enfriarlas, las toma con la mano como un ramo de flores, abriendo las hojas y poniendo, desde la zona central hacia la externa, un poco de un relleno de picadillo de carne con cebolla y va cerrando las hojas de modo que queden envueltas y cubiertas unas con otras, ordenadamente, hasta recomponer una especie de alcachofa o pelota compacta que guarda en su interior el relleno. Puestas varias de estas lechugas juntas en una cazuela, con la zona de la punta hacia arriba, el apoyo mutuo hace que no se desbaraten. Luego se mojan con un poco de caldo de carne y se vierte una picada de avellanas, dejando hacer el conjunto un rato.8
Quizá como evolución de los bodrios o broetes de la caridad frailuna, luego hecha doméstica, surge en Navarra sin referencia confiable el broete de San Fermín.9 La base es una buena cantidad de lechuga de cocer troceada, que se saltea en puchero con puerro picado, tocino, chorizo y algo de jamón, también picados, mojando después con agua y dejando cocer hasta que el guiso esté hecho; este se vierte sobre rodajas finas de pan tostado en la base del plato. El sabor de este preparado, con la lechuga como auténtica protagonista, es absolutamente original.
Por fin, queda el testimonio de Emilia Pardo Bazán, que menciona un único plato con lechugas cocinadas en sus recopilaciones (1913) de cocina española clásica y actualizada:10 la ternera con lechuga. Se hace un buen trozo de carne de ternera con caldo y cebollitas pequeñas y cuando está casi en su punto, lo que se advierte pinchándola, se añaden pequeños cogollos enteros de lechuga, enharinados y salteados en manteca, para que acaben de hacerse en el jugo de cocción de la carne. La ternera se sirve loncheada, adornándola con las cebollitas y flanqueada por los cogollos de lechuga ya tiernos. Luego, la monumental antología de cocina de Teodoro Bardají de La cocina de ellas, editada en fascículos en 1932 y ya compilada en manual compacto en 1955, ni siquiera menciona una preparación de lechuga, y así seguimos actualmente.
1 M. J. García Soler: El arte de comer en la antigua Grecia, Madrid: Biblioteca Nueva, 1991, p. 53.
2 L. J. M. Columela: De los trabajos del campo, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1982, lib. XI, III, 25-27, p. 252.
3 Ibídem, lib. XII, 9, p. 270.
4 Apicio: La cocina en la antigua Roma, Madrid: Anaya, 1985, lib. III, ap. XVIII, 2, p. 63.
5 A. Herrera: Agricultura general (2.ª ed.), Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1988, lib. 4.º, cap. XXII, pp. 292-294.
6 F. Martínez Montiño: Arte de cocina, pasteleria, vizcocheria y conserveria, Barcelona: M. A. Marti, 1763, p. 242.
7 Ibídem, pp. 243-244.
8 J. Altamiras: Nuevo arte de cocina, Huesca: La val de Onsera, 1994, p. 55.
9 F. Abad Alegría, R. Ruiz Ruiz: Nuestras verduras, Pamplona: Pamiela, 1990, p. 126.
10 E. Pardo Bazán: La cocina española antigua y moderna, San Sebastián: R&B, 1996, p. 314.

Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón(1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).
Un articulo magistral.