/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /
En la canonización de Donatien Alphonse François de Sade subyace un malentendido interpretativo y crítico convertido en bola de nieve con el tiempo. Es un asunto particularmente desagradable y doloroso que al coro de palmeros se unan no pocos intelectuales valiosos.
Para empezar, está el curioso fenómeno de que muchos estudios, análisis y alegatos en favor de Sade son prefacios —de decenas de páginas— a algunas de sus publicaciones. Esto es así desde el pionero El divino marqués de Apollinaire hasta el elaborado por Michel Delon para la edición en la elitista Biblioteca de la Pléiade, elevación definitiva a los altares en el medio literario francés. En esta categoría entraría El marqués de Sade y su cómplice, donde Jean Paulhan nos instruye acerca de la «inquebrantable exigencia de verdad» de su prologado y manifiesta que «sus libros recuerdan a las escrituras sagradas de las grandes religiones». Otros han dedicado volúmenes enteros a laberínticas cavilaciones en torno al autor y su producción, así el Klossowski de Sade, mon prochain, o a tours de force que postulaban extraños maridajes como el Sade, Fourier, Loyola de Barthes. Pero seguramente el sumo sacerdote del culto al creador de Justine sea Georges Bataille, que le reserva pinceladas varias, con amplios capítulos en El erotismo y La literatura y el mal. Otra figura que a lo largo de su prolífica obra se ha inclinado sobre D. A. F. es Foucault. Su reivindicación del carácter transgresor y liberador de sus textos y de su personalidad tendrá mucho que ver con los demonios interiores del filósofo, que se desbocaron en sus últimos años con la adicción al sadomasoquismo homosexual (Miller: La Pasión de Michel Foucault).
No puede ser un misterio para nadie que la fascinación que tantos escritores de postín sienten por el legado de Sade se debe a que hace resonar en sus conciencias —y en su inconsciente— notas oscuras que van desde lo poco confesable a lo patológicamente abyecto. Y ellos lo saben. El desmesurado uso de las introducciones para hablar sobre él o tomándolo como excusa suena a coartada en defensa de la propia presunción de inocencia, acudiendo al socorrido c’est pas moi, c’est lui. Toda la sinfonía desconcertante que forman los halagos de un cierto mundo intelectual es altamente descorazonadora. La base del sistema sadiano es que una élite de superhombres amorales, psicópatas y sociópatas tiene el derecho —y casi el deber— de disponer a su antojo de la libertad, el cuerpo y la vida de todos los demás, puesto que cuentan con el poder y la fuerza. Esto aparece explícitamente en sus escritos.
En Juliette, una sucesión de infamias a cual mayor es coronada por el asesinato de la hija de la protagonista, lanzada a las llamas por ella misma y su amante —o lo que sea— mientras ambos son sujetos y objetos de una orgía esmaltada de múltiples atrocidades. Consumado el sacrificio de la niña, conversan tranquilamente sobre «los placeres divinos que proporciona el crimen», y ella apostilla: «La felicidad reside en la energía de los principios». Ver aquí algo aprovechable indica desvarío absoluto. Esto conduce en línea recta a las violaciones individuales, grupales y masivas, el trabajo esclavo en Cuelgamuros, los Lager nazis, Kolyma, la ESMA o la Camboya de Pol Pot. Es inconcebible que no sea visto y denunciado por mentes preclaras. No se trata de adolescentes atolondrados que leen los delirios homicidas del aristócrata escondidos en el cuarto de baño. Se supone que son adultos con un fuerte bagaje cultural. No ignoramos lo que hay de real, lamentablemente, en esa antropología de la miseria y la vileza incrustadas en la naturaleza humana. Sin embargo, es deber y responsabilidad del intelectual negarse a normalizarlas, y más aún a considerarlas inevitables.
No entramos en la discusión de si es apropiado calificar al sadismo de perversión, pero estamos hablando de ideas y conductas extraviadas. Sin duda los rincones tenebrosos del alma existen, solo que una cosa es enfrentarse a las ciénagas de la conciencia con el propósito de sanearlas o al menos señalarlas, y otra muy diferente oficiar de guía turístico por el país de la abyección. En Sade no asoma en ningún momento una condena creíble de individuos malvados y actos aberrantes, ni siquiera un indicio de disgusto ante el horror. Además, todo su decorado es puro cartón piedra y sus criaturas, lejos de ser héroes y heroínas del mal, son meras marionetas. Incluso un personaje de novela de aventuras como la Milady de Los tres mosqueteros está vivo, «hace el mal por el placer infinito y supremo de hacerlo», y por eso nos enseña algo sobre sus misterios. En cambio, la Juliette de Sade es una muñeca hinchable cuya única función es servir a las fantasías onanistas de su creador y acólitos.
Las obras del Marqués me resultan psicológicamente falsas, moralmente depravadas, didácticamente tóxicas, filosóficamente limitadas y literariamente minúsculas. Intentar no ya aprobarlo, sino rehabilitarlo o elevarlo a la dignidad intelectual, es un síntoma de desequilibrio que, aun siendo explicable, no es para nada justificable. Puede que estas reseñas suenen muy pasionales. Quiero recordar que «la crítica debería ser parcial, vehemente y política, es decir escrita desde un punto de vista definitivo, aquel que nos abra más horizontes» (Baudelaire: Salón de 1846).
En medio de la barahúnda desatada por el culto a las obras de Sade y su supuesto desvelamiento de los secretos de la naturaleza humana, hubo escasas voces que mantuvieron un tono templado. Citemos al Camus de El hombre rebelde. Dice: «El amigo del crimen no respeta realmente más que dos clases de poderes: el fundado en el azar del nacimiento […] y aquel al cual se eleva el oprimido cuando, a fuerza de perversidad, consigue igualar a los grandes señores libertinos». Con lucidez y precisión apunta las causas de este fenómeno: «El éxito de Sade en nuestra época se explica por un sueño que comparte con la sensibilidad contemporánea: la reivindicación de la libertad total, y la deshumanización […]. La reducción del hombre a un objeto de experimentación». Y resalta para terminar un aspecto que los adoradores del marqués suelen esquivar: su faceta de pregonero y profeta de futuros totalitarismos. Pues en efecto, a semejanza de estos, exalta «una libertad frenética que la rebelión no reclama en realidad».

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca y ha dedicado varias décadas a la enseñanza.
Crítica que me parece acertada. Más allá del interés psicológico-antropológico que puedan tener las obras de Sade como ejemplo negativo, y algún que otro opúsculo que quizá haya podido tener algún interés ideológico, nunca he llegado a entender el predicamiento que ha llegado a tener el absoluto libertinaje, que no libertad (juego de palabras nunca más adecuado que aquí) entre la intelectualidad, francesa particularmente. Asunto que quizás pueda conectarse con la tendencia a la normalización de la pederastia en esos mismos círculos allende los Pirineos.
Estoy de acuerdo, señor 75020, en que a Sade no lo lee nadie, ni allende los Pirineos ni en ningún otro sitio, porque en efecto es mortalmente aburrido. Pero es que da la casualidad de que aquí no hablo de su nula calidad literaria o filosófica más que para criticarla de pasada, como usted habría notado si hubiera prestado atención. Negar que Sade ha sido una moda intelectual, en particular en Francia, es despreciar olímpicamente la evidencia.
Estos párrafos constituyen un minúsculo fragmento de un capítulo del ensayo Almacén de ambigüedades titulado Qui tollis peccata mundi? En él me extiendo ampliamente sobre ciertos autores galos hostigados por el fantasma del Divino marqués. Y aparte de artículos o libros en torno a su figura, abordo creaciones llevadas a cabo bajo su influencia gravitatoria. Yo sí he leído a Sade más allá de algunas páginas, y también detenidamente a sus hagiógrafos y exegetas.
Por supuesto, señor 75020, que en su día afronté la biografía del marqués perpetrada por Jean-Jacques Pauvert, Sade vivant, tres volúmenes publicados en Robert Laffont entre 1986 y 1990. Ya que estamos en ello, me gustaría dejar constancia de que es un soberano tostón. En cuanto a la presunta existencia de miles de intelectuales franceses, me temo que es otra de sus fantasías oníricas. Yo me concentro en figuras significativas, con relevancia cultural, así como en interpretaciones delirantes de la persona y obra de Sade. No me vale la coartada de la defensa de la libertad de expresión y la cruzada contra la censura en el caso de escritores como Bataille o Paulhan. Y no me vale por razones que detallo exhaustivamente en el citado ensayo, y que tienen más que ver con ellos que con Sade. Pero no me ocupo solo de literatos. Allí me extiendo también –para muestra un botón– sobre las palabras que Lacan le dedica en el Libro VII de Le Séminaire, cuyos volúmenes me he tragado en versión original. Así que si desea debatir, en español o en francés, acerca de cualquier autor de cierto calado, no dude en comunicármelo. Eso sí, que sea en profundidad y con altura. Para puerilidades no tengo tiempo.
Por lo demás, en este comentario y en otros que he tenido ocasión de visitar, su pretensión de sentar cátedra o al menos parecer el más listo de la clase es francamente risible. Cultivar el arte menor de la simulación majestuosa no confiere patina intelectual alguna. Usted se limita a practicar el matonismo dialéctico sacando frases de contexto, retorciéndolas como le interesa y criticándolas a base de chocarrería. O sea el comportamiento de un niño caprichoso y mal educado. De su cualificación como estadístico podemos dudar metódicamente, con ese 0,1% que determina a ojo de buen cubero. Las matemáticas tampoco son lo suyo, señor 75020. Porque yo no estoy hablando de articulitos, notas críticas, reseñas nimias o productos destinados a los cajones de ocasión de las librerías del Barrio Latino. Me refiero a textos de pensadores de enjundia, con capacidad de dejar su impronta en la clase media cultural.
Al parecer, usted cree que su identificación con un código postal parisino lo convierte en un inigualable degustador de la cultura del país vecino. Pero mucho me temo que tal pretensión está muy lejos de la realidad. Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Por otro lado, o por el mismo, me abstendré de resaltar el hecho chocante de que no parece haber captado ni por asomo la esencia y el fondo de mi exposición. Es lo que suele suceder cuando se lee con los ojos cegados por los prejuicios. De todas las subespecies de troll, el aleccionador es el más vanidoso.
Mal que le pese, no pido censurar ni a Sade ni a nadie. Me limito a polemizar con él –desde el conocimiento de su obra– y con sus fans –ídem–. En cuanto al patético recurso a Pasolini, la película del genio italiano es un feroz alegato contra todo tipo de fascismo, incluido desde luego el interior. Por ejemplo, ese que incita a uno a considerarse por encima de los demás, el mismo que alimentó las hogueras inquisitoriales y los hornos crematorios. Es lo que tiene creerse de la estirpe de los superhombres.
Para terminar, Monsieur 75020, la autoestima inflacionaria no es un argumento. Le recomendaría unas dosis de choque de humildad y sosiego, elementos muy necesarios con vistas a un correcto funcionamiento de la mente. Eso seguramente contribuiría a mejorar su estilo, pues resulta asaz penoso leer a alguien que anhela péter plus haut que son cul.