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Días de 2021 (6)

Avelino Fierro relata una pequeña epopeya doméstica de orden culinario.

/ por Avelino Fierro /

28 de julio, miércoles. A menudo estoy solo en casa a la hora de comer. A veces sucede dos o tres o más días seguidos, porque Mar está fuera acompañando a C. en algún proyecto fotográfico o en los huertos del norte roturando y preparando la tierra o recolectando con M. Llego tarde y cansado de la oficina y abro el frigorífico, y casi siempre encuentro algunas cosas de colores, generalmente metidas en táperes, para comer. Son, desde hace tiempo, muy habituales los géneros deshuesados y tirando a lo blando o líquido, como esos menús de hospital diseñados para no forzar las entrañas tras el postoperatorio. Y no digo que no sean sabrosos los purés y cremas de todo tipo, y los humus, guacamoles y otras especies para untar. He llegado a comer repetidamente —y no digo que mal— sin usar cuchara, tenedor o cuchillo; me he arreglado con espátulas para extender y pajitas para beber.

En lo del pan tampoco nos organizamos bien: como no se tira nada y se compra a diario y vamos comiendo el más viejo, nunca alcanzamos a probar el tierno.

El caso es que hoy encontré en la mesa de la cocina una nota: «Mira en la olla». La olla a presión estaba en el frigo. Dentro, un arroz de color blanco roto con zonas de manchurrones, creo que calamares de lata en su tinta. Aquello se había solidificado de extraña manera, marmoreizado o  estalagmitado. Con este último neologismo trato de decir que en el interior de la pota los alimentos habían adquirido la calidad de las formaciones calcáreas de una gruta del Cuaternario.

Era lo único que había en la nevera. Más los consabidos trozos de pan antiguo en una bolsa de plástico, una botella de vino blanco para cocinar, otra de crema de orujo, tres cervezas, un bote de aceitunas, queso en lonchas y una libra de chocolate de los de hacer a la taza.

«¡Dios mío!», exclamé. Y se me humedecieron los ojos. Creo que de tristeza. Porque, pensando en ser buen chico y no darme al alterne de mediodía («Y no te vayas de vinos y tapas, que eso te viene mal y es lo que más engorda, y luego no aprovechas la tarde»), había desoído y desestimado en el trayecto a casa saludos que escondían implícitas invitaciones, que por otra parte no habrían sido sino un pequeño premio o recompensa a una mañana laboral de tremendo ajetreo.

Pero Dios nos pone a prueba, eso lo sé. Y no hay que caer en la tentación, porque todo puede empeorar. «Al hombre le dijo: Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol del que te prohibí comer, diciéndote: No comas de él. Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida; te daré espinas y abrojos, y comerás las hierbas del campo». (Génesis, 3, 17).

Dios aprieta, pero… Tras la botella de crema de orujo, un destello rojo comenzó a fulgir: el de la etiqueta del bote de cristal de chile chino Lao Gan Ma, con el retrato de una misteriosa señora, y una inscripción al pie que puede traducirse como «vieja madrina». De este condimento, un aceite espesorro de color amoratado rojizo en el que nadan copos y semillas de chile, había en casa desde hace tiempo un tarrito, en su variedad más picante, como se encargó de advertirme la dependienta de un desastrado súper chino, en el que uno encuentra conviviendo variedades regionales de cualquier rincón de China y productos locales elegidos sin mucho criterio: bolsas de ganchitos y papas fritas, galletas Oreo, botellas de vino barato, dudosos precocinados, sándwiches pasados de fecha que harían las delicias del movimiento freegan…

Al parecer, la historia de esta granulada salsa picante se remonta a 1947, cuando su creadora, Tao Huabi, natural de Guizhou, montó su propio negocio, un modestísimo restaurante llamado Shi Hui, en la provincia de Guangzhou, un cobertizo con un carrito donde servía fideos fríos acompañados de una salsa secreta.

Puse la olla al fuego; lento. No parecía suceder nada para un espectador desacostumbrado, pero yo pude ver cómo algunos granos de arroz se ruborizaban y la salsa negra del calamar se llenaba de puntitos que vibraban, como cuando un calor excesivo en una ciudad del sur modifica los contornos de una carretera secundaria al cocerse la brea del asfalto. Con un cucharón hice fuerza en aquella roca primigenia y conseguí desprender dos trozos que llevé al plato, sobre los que derramé la salsa de la madrina benefactora. Picaba mucho, demasiado.

Así que tuve que beber las tres cervezas de lata Estrella Galicia. De postre tomé un yogur natural, en el que removí una confitura de moras que estaba en la despensa desde el verano pasado. Fui hasta el salón y me derrumbé en el sofá. Abrí el periódico, pero tenía el mando de la tele para mí solo. Y pasé de un canal a otro hasta dormirme, en tan mala postura que cuando me desperté noté que mi cuerpo había envejecido muchos años. También ayudó la mala digestión, y el que soñé que un grupo de mujeres gritaban contra el heteropatriarcado capitalista y contra mí.

Todo esto sucedió cuando hacía días que tenía pensado leer sobre asuntos gastronómicos por tener que escribir un artículo para el periódico. Había apartado algunos libros: El canónico de Pla, que leí —y dibujé en muchas de sus páginas— en septiembre de 2004, en una playa del Mediterráneo; La filosofía del gusto, de Brillat-Savarin; el Comimos y bebimos, de Ignacio Peyró; los dos tomos de La cocina española, de Néstor Luján y Juan Perucho —que no sé por qué en el capítulo de Castilla La Vieja y León hablan del butillo, y no del botillo berciano—. También tenía seleccionados varios artículos que hablan de René Redzepi y los bandazos que ha dado este famoso cocinero. Y para finalizar, un reportaje sobre la Osteria Francescana, el restaurante de Massimo Bottura. No sé muy bien qué es lo que cocina, pero lo había recortado al ver una de las fotos en que aparece en su casa delante de una pared llena de elepés. Tanta bibliografía culinaria que no me consolaba de mi escasez.

Ahora es tarde, pero pensándolo bien tendría que haberme grabado. Hacer un vídeo o varios, una serie con el título Hombre que come solo. Con toda la tontería que hay alrededor de la cocina y los chefs, hasta podría concursar en el Certamen de Arte Turner Prize, como harán este año Alon Schwabe y D.F.P., con su trabajo Climavore, explorando la relación entre cómo comemos y la emergencia climática. Lo mío podría ser una obra de criptoarte tamizada con un toque NFT (Token No Fungible) y llevarla a Internet.

Soy torpe. No sé venderme. No pudo ser. Esta noche —salvo que tome demasiados pinchos cuando salga con los amigos y llegue a casa descangayado y con ganas de meterme en la cama con el libro de artículos periodísticos de David Rubio—, prepararé para cenar un bocata de mejillones y elegiré como cerveza la Alhambra de botella verde. Sobreviviré.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas. Ha publicado también Estatuas de sal (2020) y Calendario (2021).

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