/ El norte / Eugenio Fuentes /
A veces la muerte deja un reguero de palabras. Los Diarios de Mary Shelley, rara vez publicados en inglés, sufrieron un quiebro sísmico tras ahogarse su amado Shelley, el igual de Byron y Keats en el segundo romanticismo inglés. La joven, de 25 años, prosiguió sin su maestro la senda del conocimiento, ahora enlutada, y fue dejando la impronta de sus dolorosísimos vaivenes en anotaciones llevadas rara vez al día. Si Mary Shelley es la enamorada de la muerte, y obtiene de esa pasión la fuerza para seguir viviendo, Ann Radcliffe es la más sagaz de las fundadoras del artefacto macabro por excelencia, la novela gótica, a la que Shelley daría dos décadas después el giro hacia la fantasía científica. Radcliffe entendió que la máquina puesta en marcha por Horace Walpole con El castillo de Otranto era muy imperfecta y se esforzó, en obras como El Italiano, por eliminar absurdos y cultivar fanegas de verosimilitud. Ganó fama, ganó dinero y asentó un camino que habrían de transitar textos gloriosos.
Hay veces, sin embargo, en que las palabras se hacen esperar. Los últimos cincuenta años de España han dejado una copiosa cosecha de muertes violentas. Y miles de páginas de un morbo muy nutricio para que siga lejos de extinguirse el miedo a la muerte en sociedades que ya ocultan hasta los cadáveres de los soldados caídos. Pero también han propiciado arduas pesquisas policiales, procesos judiciales, escándalos mediáticos. Muchos de ellos están ahora recogidos en Departamento de homicidios, de Cruz Morcillo, la brillante crónica negra de la España que sobrevivió a la muerte de Franco tras recuperarse del llanto de las primeras horas. Se da la circunstancia de que esos lloros no están recogidos en El libro de las lágrimas, un espléndido ensayo poético en el que Heather Christle les da miles de vueltas a las gotitas saladas que en la luna caen como la nieve. Y hasta explica la función oculta de ofrecer un pañuelo a quien es presa de lloro o llanto.

Mary Shelley, luz de luna
Si la novela gótica cristaliza con el primer romanticismo, el Diario de duelo de Mary Shelley cabalga sin vestiduras la cresta de su segunda ola. Shelley, la madre de Frankenstein o el moderno Prometeo, había abandonado la casa paterna a los 16 años en unión del poeta Percy Shelley, de veintidós, casado y con dos hijos. Durante ocho años, la pareja vivió en Francia, Inglaterra, Italia y Suiza una intensa historia de amor, rebeldía y comunión intelectual sobrevolada por figuras como Byron. Los compases felices, aunque plagados de dificultades, de esa escandalosa aventura dejaron su huella en centenares de páginas de los diarios de la hija de Mary Wollstonecraft, la esclarecida pionera del pensamiento feminista. Pero desde 1822, tras la muerte de Shelley en un naufragio, serán páginas de duelo las que salgan de la pluma de su viuda.
El volumen que ahora se publica en castellano, en una segunda edición que corrige errores deslizados en la primera, es una selección de los copiosos diarios de Mary Shelley, la parte menos divulgada de su obra. Un desnudo en tinta cuyo único destinatario es el maestro perdido. Shelley refleja sus intentos por salir adelante con ayuda de la soledad, el estudio y la noche. Lo hace con la majestuosa acuidad que las musas reservan a una ínfima minoría y guiada por la frágil esperanza del reencuentro eterno, tan a menudo soñado. También con la vacilante voluntad de convertirse en digna heredera espiritual del amado, de perpetuar su estatura anímica, de ser su luz de luna. Desconocía entonces la desolada viuda que, incapaz de reavivar el fuego de su extinto faro, estaba sin embargo llamada a inmortalizar su apellido. Ni que lo haría gracias a una visionaria historia romántica de resurrección que ya tenía escrita desde 1818. La de una criatura deforme hecha de páginas que llevan dos siglos desafiando a la muerte.

Mary Shelley
Hermida, 2021 (2.ª ed. corr.)
180 páginas
19 €

Razón sobrenatural de la reina del gótico
La londinense Ann Radcliffe ya había sido coronada reina de la novela gótica dos siglos antes de que el revisionismo de género iniciase el rescate de escritoras preteridas. Radcliffe, que comparte el trono con Horace Walpole, nació el mismo año en el que el cuarto conde de Oxford publicó El castillo de Otranto (1764), tenida por hito fundacional del género. Así que su estreno como escritora no llegó hasta un cuarto de siglo después de aquel primer aldabonazo, mal acogido por cierto. Sin embargo, tanto ella como la menos reivindicada Clara Reeve, autora de El viejo barón inglés (1778), dotaron de consistencia realista a una vía narrativa que en Walpole quedaba deslucida por la desmesura y las humoradas. Ambas se esforzaron en volver creíbles las pesadillas de dolor, angustia y muerte alojadas en tenebrosos escenarios surcados por fenómenos sobrenaturales.
Si bien Reeve tuvo una aceptación desigual, Radcliffe alcanzaría un éxito apabullante que convirtió su autoría en la mejor pagada de la época. La clave fue su combate por razonar lo incomprensible en obras como Los misterios de Udolfo (1794) y El italiano (1797). En esta última, los amores imposibles entre el hijo del valido del rey de Nápoles y una joven de la baja nobleza propician un desenfrenado rosario de aventuras, espoleadas por el secuestro de la amante a manos de una abadesa endiablada y un monje asesino. Entre bramidos del Vesubio y oficios de difuntos, la oscuridad y el terror acechan en conventos y castillos de una Italia papista que la anglicana Radcliffe nunca conoció y en la que los suplicios de la Inquisición no son la peor de las amenazas.

Ann Radcliffe
Montesinos, 2021
324 páginas
19,50 €

Cuando llega la brigada de homicidios
Cuando la muerte, más que una idea poética, es una cruda certidumbre intervienen las brigadas de homicidios. La periodista Cruz Morcillo (1973) quería trabajar en la sección de Cultura del diario madrileño donde cursaba un máster. Sin embargo, acabó encadenada a Sucesos, destino por el que casi nadie se pelea. Un cuarto de siglo después es una veterana capaz de condensar en Departamento de Homicidios (Libros del KO) cincuenta años de eso que llamamos la España negra. Lo hace con el pulso flexible que dan miles de días de calle y redacción, pero, sobre todo, con la ayuda de cuatro de las más cualificadas voces que ha conocido en el oficio: un capitán jubilado de la Guardia Civil, una inspectora jefa y un comisario policiales, y uno de los máximos especialistas en robos de obras de arte.
Morcillo recurrió a ese cuarteto de voces, todas retiradas menos una, para recoger el guante que, sin quererlo, le arrojó el capitán jubilado: «Cuando todos nosotros desaparezcamos, nadie sabrá los trucos, nadie se acordará de aquella vuelta de tuerca que puede desatascar un tema…». El resultado es un volumen que apasionará a los devoradores de la crónica negra. En sus páginas se desvela cómo avanzaron o embarrancaron las investigaciones, pero también cobran un papel destacado las relaciones con jueces, fiscales, abogados y forenses, además de los enrevesados lazos con la prensa. Aunque, claro, el corazón del volumen es su nómina de casos, un depurado compendio macabro: desde el anestesista del Gómez Ulla al chapero del Hotel Praga o el asesino de la baraja. No es una novela de Jim Thompson, pero causa su misma desazón. Tras su lectura, tal vez algunos se pregunten incluso si los resortes que mueven a devorar sangre de papel no son los mismos que dan elasticidad al orden social.

Cruz Morcillo
Libros del KO, 2021
350 páginas
18,90 €

Lágrimas, lágrimas. Un ensayo poético
En el Diario de duelo de Mary Shelley laten una desesperación y una tristeza insondables pero apenas comparecen las lágrimas. Esta ausencia da razón, del modo más involuntario, al apunte que dos siglos después habría de consignar la poeta estadounidense Heather Christle en su primer libro en prosa: «el brote de una lágrima suele achacarse a un fracaso de la palabra». El recordatorio figura en El libro de las lágrimas (Tránsito), un sorprendente artefacto al que la escritora de New Hampshire dedicó cinco años de reflexión e investigaciones que la acabaron fundiendo con su objeto en un soberbio ensayo poético en fragmentos.
La poeta imaginó primero que levantaba el mapa de los lugares en los que había llorado. La idea dio paso a doscientas páginas de apuntes, reflexiones, versos, noticias, temores, fragmentos literarios ajenos, obsesiones, miedos propios, que a su vez generaron sus inevitables esqueletos. Uno de ellos, el que argamasa los temores, está propiciado por el embarazo que arrancó a la vez que los cinco años de escritura. Otros vienen de la observación perspicaz: la pistola congeladora de lágrimas-bala inventada por una joven china, las lágrimas lunares, las que vierten las elefantas. O de la escucha atenta: Peter Pan, Méliès, Hammurabi. En otros supura la herida social: las lágrimas-arma de la mujer blanca, por ejemplo («ha sido una guerra muy larga»), que también son lágrimas de mujer blanca cuando justifican el ataque al negro. O irrumpe la animalidad desnuda, y no estoy hablando de sexo, o tal vez un poco, pero mucho más de caprichos y dolores. Y siempre en juego perpetuo con el lenguaje, a menudo con el más cotidiano, para esclarecer hasta dónde es cierto que, en cita del poeta Ross Gay, la palabra lágrima alude «al sonido preciso de una flor al abrirse/ y al diminuto estruendo / de una semilla al partirse en la oscuridad».

Heather Christle
Tránsito, 2021
204 páginas
19,50 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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