Texto de Tomás Sánchez Santiago · Fotografías de Encarna Mozas
Pero de dónde vendrá esa obsesiva necesidad de saludarse de continuo los jugadores de un equipo una y otra vez a lo largo del partido. La costumbre es especialmente llamativa en el baloncesto; entran y salen deprisa de la cancha y necesitan palmearse todos sin excepción, entrechocarse las manos una y otra vez como si hiciera mucho tiempo que no se tratan. «¡Cuánto hace que no nos veíamos!». «Sí, lo menos diez minutos». «Estás como la última vez que te vi». «Tampoco parece pasar el tiempo por tu cara». Qué ridículo. Son signos de cohesión grupal, se me dirá; o tal vez parte de esa ritualidad ceremoniosa de la que siempre se ha rodeado el deporte, aún más de un tiempo a esta parte: tatuajes, uñas afiladísimas, posturas y gestos llamativos porque el mundo entero puede verlos, cabelleras tintadas, maillots brillantes, zapatillas supersónicas… Uno echa de menos aquellos honestos campeones olímpicos que parecían rumiar con la cabeza gacha, como para desaparecer del mundo justo antes de la carrera. Todos dejaban ver su fragilidad como para no alejarse demasiado de nosotros. «Soy uno de los vuestros», parece que quisieran decir con modales y atuendos que no nos eran demasiado ajenos. Abebe Bikila corría descalzo. Y Jonathan Edwards, que saltaba más que nadie, renunció a competir un domingo porque iba contra sus convicciones religiosas, como años antes había hecho otro atleta británico, Eric Liddell. Lo más estrambótico que yo llegué a conocer fue la gorrita con que se tocaba Dave Wottle, aquel corredor de 800 metros que se dejó mecer en la final olímpica de Munich hasta que empezó a remontar adversarios y ganó esa final, apoteósica como ninguna hasta hoy. Por lo demás, eran seres de una normalidad mortal, como cualquiera de nosotros, y precisamente eso los hacía más dignos de admiración. Nos reconocíamos en ellos. Eran de los nuestros, sí. Nada de galácticos.

Un armario entreabierto: una invitación a mezclar el orden de los adverbios. Lo de dentro, lo de fuera; lo de aquí, lo de ahí. Todo un poco fronterizo en ese vislumbre entre lo público y lo íntimo. Es como cuando una estación se entromete en otra y nos hace perder de golpe el sentido de la normalidad temporal. Puerta entreabierta. Reino de lo intermedio. La belleza: atisbar por un instante lo invisible. Gramática excitante para el ojo.
El pescadero del barrio me contagia su entusiasmo. Le preguntas por cualquiera de sus pescados y él no se recata en soltar una buena traca de adjetivos que explotan como globos llenos de luz: «Extraordinarios. Especiales. Fresquísimos. Imbatibles». Lo dice con ímpetu ilusionado; tanto que yo se lo compraría todo cada día.
La planta de romero en el camino del río. Ahí está, frondosa, dejándose atusar por las manos numerosas de quienes pasamos cada día ante ella. Cortamos una ramita, la restriego entre las manos y las llevo a la nariz. Toda la frescura de la vida se amontona ahí, en esa fragancia. Parece que tras dejarse invadir por ella, todo tendrá que ir necesariamente bien en la mañana recién estrenada. Lo mismo que dijo Eugénio de Andrade en aquellos versos memorables: «Un poco de olor a heno/ puede alterar el mundo».

¿Por qué se quiere ahora convertir todo en pasto público? Uno escribe unas palabras a un viejo amigo a propósito de un libro y enseguida te piden permiso para llevarlas a una de esas redes sociales, donde pierden intimidad a cambio de difusión. Queremos convertirlo todo en global cuando, en realidad, se trataría de lo contrario: recuperar en cualquier versión posible el ejercicio ocasional de lo privado, de lo cercano, de lo que solo se hizo para alguien en la duración irremplazable de unos instantes. Se ha olvidado también eso: la pasión de entregar lo de ti mismo sin buscar más alcance.
«Qué extraña es la vida», oigo decir de pronto a Mario Gonzalo como si estuviera ante un puzle en el que ni una pieza encajase. Habría que revolverlo todo y empezar otra vez. Como decía esa copla, entre la rabia y el lamento:
Ay, quién pudiera
poner patas arriba
la vida entera.
Dehesa Serena. Ese es el nombre de la calle. Una plaza de especial acogimiento cercada por fachadas de sigilosa intimidad. Cierro los ojos por un instante. Bajo la doble comba de los párpados me oigo retumbar mucho el corazón. Ahí viene el pasado mugiendo como una manada de bisontes aturdidos. Dispuesto a derribarme. Y lo consigue.
El asombro limita siempre con la inocencia. Por eso, quienes buscan explicaciones y certezas en el conocimiento huyen de ese signo (asombrarse: caer en la sombra) que niega el esclarecimiento. Es el poeta quien se esfuerza por no salir jamás de ese estado, por mantenerse suspendido en el asombro sin pisar tierra firme. Él es el gozoso ignorante. El que menos sabe.

En un panel ornitológico junto al Duero se habla de gaviotas reidoras y gaviotas sombrías. Pregunto a Benjamín, que supone que la distinción tiene que ver con el timbre de su canto. Pura noción biológica. Pero la imaginación propone otra explicación: podrían ser dos tipos de criaturas —reidoras o sombrías— capaces de augurar el bien o el mal según su canto, como aquellas dos puertas, de las que hablaba Virgilio, para distinguir los sueños veraces de los falsos. Una razón más para escuchar a las aves más que a los hombres.
Jorge Praga y Manuel Abejón cuentan en Tierra de campos infinitamente, ese libro lleno de hallazgos y naturalidad difícil, que en Boadilla de Rioseco vieron plasmado en una pared con sintaxis guasona de anuncio de prensa esto mismo: «OVEJA CHURRA NEGRA BUSCA FEROCÍSIMO LOBO PARA LO QUE SURJA». Es de agradecer encontrar en el corazón de la severidad castellana la alegría de lo impropio.

Mientras por todos los casinos del mundo las mangas se restriegan en pos del dinero, llega a Kabul otra vez el suministro del mal. Y mientras las familias felices se tapan los ojos ante los televisores insoportables para no ver en alta resolución las versiones del horror, salen gritos incomprensibles por las cañerías rotas en las casas vacías de Kabul. Y mientras los diplomáticos se ejercitan en la gimnasia de las connivencias, las mujeres de Kabul aprietan en sus manos unas llaves ensangrentadas. Y mientras en playas y piscinas occidentales se afanan los cuerpos insolentes por exprimir el final del verano sobre la piel, en las escuelas de Kabul se preparan para dictar las asignaturas de la sumisión. Y todos los dedos del mundo apuntan a Kabul en ese exceso de atención que precede siempre a la indiferencia y al olvido.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
0 comments on “Los cuadernos pálidos (27)”