/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
Introducción
Elvira Sastre ha escrito Días sin ti, Premio Seix Barral de narrativa breve. Una novela accesible al gran público por su forma de expresarse, entre coloquial y meditada, de historias salpicadas con reflexiones que llegan al corazón de todos. Historias que tienen en común un desarrollo sentimental de clímax y anticlímax, de capítulos llenos de llamadas y ganchos que se atraen unos a otros para que la atención no decaiga. Como en Emilia Pardo Bazán. Como en El conde de Montecristo. Por ese lado, es esta una novela para el gran público.
Pero hay un aspecto que quiero desarrollar aquí: la visión del mundo que tiene la autora, su particular forma de entender las cosas, un intento de filosofía. Hay una disonancia entre dos mundos incompatibles y esta novela está entre ellos: como diría Ortega, uno es la claridad latina y el otro son las nieblas germánicas. En las páginas que siguen asistiremos al choque de la lógica aristotélica con los perfiles borrosos que no se ven porque no tenemos gafas para verlos.
Bivalencia y ambivalencia
Estética de los contornos.
Hay en esta obra de Elvira Sastre una estética de perfiles recortados; de ninguna manera de perfiles borrosos. La evoca implícitamente cuando describe los ojos de Marta mientras Gael la está besando: son unos «azules exactos y precisos»; y a pesar de que la luz le permite «apreciar todos los azules que se mezclaban en sus ojos», la idea que introduce no se corresponde con la palabra que utiliza, pues no se trata de mezcla sino de yuxtaposición; «el azul del cielo en verano, el de la cara de Frida Kahlo, el de su cuaderno de bocetos» (p. 29)… Distintos azules separados unos de otros por las barras de un espectro electromagnético, sin transiciones; y a pesar de ser suave como dice la autora, más parece una luz dura que recorta como aristas las caras del cristal.
Estamos, pues, en un universo bivalente, donde los contornos de las cosas se recortan con nitidez; no es un mundo de transiciones y claroscuros, como si la bruma borrase todos los límites y entre el amarillo y el rojo hubiese una infinidad de tonos naranjas, no; la lógica que emerge a través de esta metáfora es una lógica de separaciones y contrastes, de blancos y negros pero no de grises, de buenos y malos pero no de seres inocentes que a veces pecan. Los republicanos son buenos; los demás son malos; no hay un intento de explicar cómo puede la maldad convertirse en bondad y viceversa, al modo como en una conocida saga cinematográfica Anakin se transforma en Darth Vader. No, las transiciones complejas entre contrarios no pertenecen al universo de la autora, de modo que, ideológicamente, los personajes de Elvira Sastre no dudan. Dora y sus amigas tienen «las ideas claras», defienden «la libertad» y «la cultura», se enfrentan a «las imposiciones morales» (p. 80), a «las normas de su época» (p. 11) y defienden «una educación obligatoria, laica, mixta, inspirada en ideales de solidaridad y de igualdad» (p. 81). Así, como en un eslogan; como si las ideas estuvieran cuadriculadas para siempre por la ortodoxia de su definición.
Maniqueísmo y estereotipos
La bivalencia es, pues, la puerta abierta a los esquemas, a las ideas recortadas, a los estereotipos. Alguien ha dicho que las verdades (y los conceptos) contienen un núcleo de nitidez y un halo de borrosidad: pues bien, Elvira Sastre se queda con lo nítido, lo borroso no le interesa. Por eso hay en su universo una línea muy fina por la que bascula hacia el maniqueísmo. Y cae en el extremo opuesto de lo que busca, que es precisamente el maniqueísmo al que combate. «Hay una línea gruesa que parte este país y a sus gentes en dos, y si no te sitúas en uno de los bandos, ambos te apuntan a la cabeza», dice en la página 108. Tal vez el escritor debería situarse al lado de los inocentes, que pueden estar en cualquiera de los dos bandos (como supo ver José Antonio Abella: léase La sonrisa robada o Aquel mar que nunca vimos). Elvira Sastre, por el contrario, se sitúa en el lado bueno y por eso su reflexión no deja de explorar profundidades superficiales y cae, cándidamente, en el estereotipo.
Transiciones
Lógica de las transiciones
El problema es, entonces, saber lo que hay en medio, entre los dos puntos de la bivalencia: el entre-dos, el metaxú platónico. Entre el blanco y el negro está el gris como entre el norte y el este está el noreste; entre el blanco y el gris está el gris más claro y entre el gris más claro y el blanco, un gris más claro todavía… el número de matices es infinito. Más allá de la lógica bivalente de Aristóteles, Łukasiewicz ha creado dos lógicas, una trivalente y otra pentavalente; y Lorenzo Peña, yendo aún más allá, una lógica infinivalente. Entre el ser y el no-ser Leśniewski ponía dos operadores: el empezar a ser y el dejar de ser. Lo que hay entre el ser y el no-ser es una serie infinita de matices que no tienen fronteras claras uno con respecto a otro; es como una acuarela donde el negro se deshace lentamente en blanco sin saber dónde empiezan exactamente el blanco y el negro. Hay momentos en que vemos las cosas desde dos perspectivas a la vez sin estar verdaderamente en una ni en otra, sino entre las dos; como cuando sentimos simultáneamente frío y calor, cuando estamos a un mismo tiempo tristes y alegres, cuando queremos y no queremos a una persona.
Los fantasmas
Otra forma de estar entre Pinto y Valdemoro es llevar la existencia de un fantasma. Elvira Sastre define los fantasmas de tres maneras: como muertos vivientes, como formas sin cuerpo y como seres del otro lado. Seres que están muertos y vivos al mismo tiempo, «muertos vivientes» (p. 130) como los nosferatus de Bram Stocker. Formas que no han podido encarnarse en un cuerpo, como en Platón. Y aquellos que están al otro lado de la puerta cuando la puerta no se puede abrir (p. 57); «hay puertas que deben abrirse para saber lo que hay detrás; los fantasmas viven en habitaciones cerradas».
Huecos y agujeros
La autora tiene una particular teoría: «En el mundo hay un hueco para cada persona. Cuando dos personas se enamoran, se vuelven una, el lugar que ocupan pasa a ser sólo uno, y en él cabe el universo (…) Por el contrario, cuando alguien falta su espacio se vuelve un agujero inmenso y aterrador para quien lo contempla. Lo llaman ausencia» (p. 9). Esta distinción, aparentemente sencilla, permite resolver el problema que nos plantea la empatía: si empatía es ponerse uno en lugar del otro, esto no puede ser, como objetaba Savater, quitar al otro de su sitio para ponerme yo en él, sino ponerse los dos en el mismo hueco, compartirlo; lo otro no sería crear un hueco sino un agujero. Y la autora señala acertadamente que quererse es sentir al otro en el hueco de uno hasta el punto de que, muchas veces después de la muerte del otro, «su hueco, esa parte de mí que le di y que le pertenece, sigue lleno» (p. 213); frente a esos huecos entrañables se levantan los agujeros terribles: esas «fosas comunes», «agujeros hechos en tierra en quién sabe dónde», donde se entierra a las personas «desaparecidas, es decir asesinadas», después de la guerra.
Dos metafísicas para un mismo mundo
Consistencia y genialidad
Elvira Sastre lanza tres intuiciones sin percatarse de su alcance: son los conceptos de hueco, agujero y fantasma; hay una cuarta intuición que no formula explícitamente pero que subyace en la pesadilla de Gael: el concepto de metamorfosis. A partir de estas cuatro nociones es posible construir una metafísica; que ella no desarrolla, pero que deja apuntada sin darse cuenta.
En un primer momento adopta una bivalencia que le permite moverse confortablemente en el mundo, levantando una trinchera y colocándose en uno de los lados; todo es nítido, todo es claro y diáfano, su mundo es profundo y el que hay al otro lado de la trinchera es superficial. Pero la profundidad no consiste en mirar en el interior de las cosas, sino en descubrir otra superficie debajo de la superficie en la que se está. Lo aparente es lo que se muestra y lo profundo es lo oculto; pero lo mismo que colocar una capa de nata debajo de la galleta no nos dice nada sobre la naturaleza de la galleta, tampoco los estratos inferiores pueden aclararnos nada de los superiores. Un mundo estratificado es un mundo de superficies superpuestas donde nunca hay profundidad; lo que llamamos profundidad es un baile entre mundos superficiales que están más abajo, pero no más adentro, de donde estamos. En ese mundo confortable donde unos son déspotas, otros republicanos; unos asesinos, otros pacíficos; unos son maestros y otros lavan cerebros; unos son víctimas, otros victimarios; en ese mundo cada cual tiene su etiqueta y uno ha elegido la etiqueta buena frente a la mala; en un mundo así, todo se llena de estereotipos porque caemos en un maniqueísmo de buenos y malos. El problema aparece cuando queremos saber lo que hay al otro lado; comprender al enemigo, que es lo más sano.
Entonces no es posible mantener una óptica bivalente en la que solo se puede estar o conmigo o contra mí. Hace falta otro punto de vista más parecido al ying-yang, donde todo lo bueno contiene cosas malas y viceversa. Hay que abrirse a la ambivalencia. Y como siempre es bueno exagerar con medida para que se vean las cosas mejor, diremos que la bivalencia se parece al expresionismo de perfiles nítidos y en el impresionismo estaría la ambivalencia de los contornos borrosos; el mundo de las transiciones.
Las transiciones deben entenderse como cambios graduales de forma; como metamorfosis; el gusano de seda se mete en un capullo para transformarse en mariposa y nosotros podemos ver lo que hay antes y después del capullo (bivalencia); pero lo que pasa dentro es una transformación gradual donde, sin ninguna brusquedad, en una transición prolongada, casi no podemos distinguir los procesos que nos llevan de una forma a la otra.
Hay metamorfosis de destrucción, como se observa en la pesadilla de Gael: en ellas nos hundimos en agujeros terribles que se convierten en ausencias; la luz nos ciega, la oscuridad es sombría y nos caemos en un abismo sin fondo; la vida es repetitiva hasta el hastío.
También hay metamorfosis creadoras: los agujeros terribles son ahora huecos entrañables que nos llevan a la plenitud (recordemos que la diferencia entre un hueco y un agujero es que los huecos pueden ser compartidos y los agujeros no). La luz es cálida, lo oscuro no es sombrío y donde había un abismo sin fondo ahora hay un fondo, siempre entrañable, que no tiene nada de abismal. La vida es creadora incluso cuando se repite: por eso nos lleva a la plenitud.
Cuando estamos en un mundo de transiciones donde los contornos son borrosos vivimos como fantasmas. Hay una definición de fantasma que no nos ha dado Elvira Sastre: la existencia nebulosa. Pero sí nos habla de tres formas fantasmales de existir. La primera es la ausencia, que corresponde a los mundos sin espacio; a los agujeros, abismos o simas donde nos perdemos en una caída sin fin; los que nos llenan de agobio y al final nos hastían. La segunda es el encierro, que corresponde a los espacios cerrados, a las cárceles, también antesalas del hastío. Las ausencias y los encierros son mundos de puertas cerradas. Pero hay mundos de puertas abiertas donde habitan los vampiros (si nos destruyen) o los sueños y creaciones (si nos ayudan a construirnos); en uno somos muertos vivientes; en otros somos artistas o maestros: artistas que crean ordenando todas las rutinas en el aliento creador (el latido) y maestros que repiten los primeros besos (y los primeros latidos) para hacernos aprender.
Entramos en una metafísica de la contradicción. Donde las cosas no son blancas o negras sino de otro color (y el principio de tercio excluso deja de tener validez); donde somos y no somos nosotros (y ya no vale el principio de identidad); y donde estamos felices sin estarlo (y no vale tampoco el principio de no contradicción). Un mundo no aristotélico donde las cosas no son claras sino nebulosas, ambivalentes, puesto que no son lo uno o lo otro sino las dos cosas a la vez, aunque sean cosas contrarias. Un mundo contradictorio en el que vivir no es lo contrario de estar muerto sino estar a caballo entre los dos.
Y hay que aclarar tres cosas: primero, que Elvira Sastre no se reconocería en esta metafísica (y sin embargo su construcción ha sido posible a partir de sus postulados); segundo, que hay que ahondar en la definición de los conceptos de hueco y agujero para manejarlos mejor; y tercero, que en la primera parte de su novela (Días sin ti) se identifica con una bivalencia que roza el maniqueísmo, y le superpone después la ambivalencia de las metamorfosis y los fantasmas; no cae en la cuenta de que no se pueden sostener al mismo tiempo ambas posturas; de que entre ellas, aunque ella no sea consciente de ello, hay una relación de incompatibilidad.
Ir al fondo de las cosas no es descender de estrato en estrato, de superficie en superficie, sino internarse en cada estrato para ver la niebla que tienen dentro; y la veremos desde la niebla de nuestros ojos, que no nos muestran siempre la verdad de las cosas; la ilusión de Ponzo, la ilusión de Müller-Lyer o la ventana de Ames son experiencias donde los psicólogos nos enseñan que la vista, más que captar las cosas, las crea a su antojo, según la estructura del ojo, sí, pero también en su forma de mirar. Elvira Sastre, genial en sus intuiciones, es inconsecuente cuando tiene que poner orden en su realidad.
Cuestiones de estilo
La novela está bien construida para mantener la atención del lector sin que decaiga nunca el interés. Está llena de reflexiones agudas y también salpicada de cierta inmadurez expresiva, pero se lee como un cuadro impresionista: que de lejos nos cautiva aunque de cerca se aprecien fallos. Y no hay capítulo que no incite al lector a pasar al capítulo siguiente. Solo una vez creo haber encontrado un pensamiento difícil de sostener: cuando dice (p. 194) que «cuando una pierde lo que más quiere, se convierte en alguien sin miedo», habría que verlo. Aparte de que la forma en que está expresada esta idea es también un poco torpe.
De cabo a rabo es una reflexión sobre el sentimiento. Aunque, si nos atenemos a Jaime Gil de Biedma, el amor nos habla de las cosas del alma pero el cuerpo es el libro donde se escribe: Elvira Sastre mantiene en todo momento presencias corporales en el relato de la pasión amorosa, muchas veces cruda y sin pelos en la lengua; pero tiene un par de momentos en que el cuerpo, además de tema de relato, se convierte en recurso expresivo. Adquiere entonces altas palpitaciones de sensorialidad, cuando sugiere la presencia de París a través de «ese agradable olor a mantequilla que desprenden las pastelerías» (p. 240); de sensorialidad un tanto fría, podríamos decir que intelectual, cuando Gael acaricia el cuerpo de Marta «con las manos llenas de arcilla seca» (p. 29); y de una sensualidad embriagadora cuando se comparte (p. 125) «un beso con sabor a whisky». Dice Marta: «¿nunca habías probado el whisky en la boca de otra persona? Es algo que me vuelve loca» (p. 74). Gael utiliza esa sensación como antesala del sentimiento: «empecé a beber whisky porque me recordaba a sus labios» (cuando ya se ha producido la separación: p. 99). Una experiencia erótica de una fuerza subyugadora (p. 73):
«Marta bebió un sorbo de su copa y, antes de tragarlo, lo mantuvo durante unos instantes en la boca, arrimó su silla a mi lado y, con un movimiento lento, acercó los labios a mi oreja.
—Bésame —me ordenó».
Mostrar las cosas, y en este caso la sensualidad, tiene un poder de atracción irresistible. Palidecen a su lado las cosas que, en vez de mostrarse, se dicen. Compárese si no con este otro espacio de sensorialidad que nos deja fríos; cuando dice Gael, para referirse a la primavera, que «la estampa era hermosa, parecía uno de mis cuadros favoritos de Matisse» (p. 135).
La expresión de los sentimientos también tiene un par de momentos de altas pulsaciones: cuando Gael le regala a Dora unos guantes, Dora siente un clic dentro de sí. «En ese instante, algo se agrandó dentro de mí» (p. 33). Inversamente, el narrador vive otro momento en que (p. 127) «otro besaba esa misma boca que hasta no hacía tanto besaba la mía, y entonces algo hizo crac». La conclusión, lapidaria, no puede ser más contundente: «y la música se apagó».
Hay dos narradores en este relato, Gael y su abuela. La abuela se dirige a Gael, pero cuando Gael habla, ¿a quién se dirige? ¿A sí mismo, en una suerte de anámnesis terapéutica? ¿Al lector? Hay una diferencia entre el lenguaje coloquial y la expresión soez. El primero puede muy bien dirigirse al lector; el segundo no, porque el grado de familiaridad que hay entre el personaje (que narra en primera persona) y el lector no llega a la complicidad de dos amigos que van de juerga; las expresiones malsonantes pueden encajar perfectamente en otro contexto enunciativo, pero en este no; o al menos así lo parece. Expresiones como «amar con la misma fuerza y falta de pudor con que se folla» (p. 55); «la hostia mortal me dio de lleno» (p. 125); «¡un puto garaje! ¡Un garaje! Joder, Gael […]» (p. 146); «aquella noche, en cambio, follar con Marta sólo me había causado pena» (p. 173). En todos estos casos parece que la forma de expresión no va acorde ni con lo que se expresa ni con el contexto en que se dice; más que darle fuerza al relato parecen fracasos, errores de disonancia narrativa, y una complicidad facilona con el público adolescente.
Entre sus numerosos aciertos está la metáfora del amor. «El amor te agarra de las manos, te eleva y te suelta sin paracaídas. Ese vértigo es maravilloso. Y después… Durante el descenso ver los paisajes más bellos del mundo» (pp. 33-34). Esa misma metáfora aparece también para describir el amor físico (p. 37: «el sexo te eleva como un proyectil, hacia o —mejor dicho— contra el cielo; te mantiene en el aire unos instantes y te deja caer como una pluma sobre la realidad»). Y lo mismo que se puede leer en el alma comprendiendo y se pueden leer los cuerpos acariciándolos y esculpiéndolos, también se puede volar con el alma y con el cuerpo. Para Elvira Sastre, las dos formas de éxtasis son maravillosas; para San Juan de la Cruz, los éxtasis del orgasmo deben ser abandonados para entregarse a los éxtasis místicos; Elvira Sastre está, decididamente, del lado de Gil de Biedma.
Conclusión
Marta, igual que la abuela de Gael, pudo tener en su madre no a un Pigmalión que la modelaba a su imagen y semejanza, sino a una maestra que la ayudaba a desarrollarse siendo siempre ella misma; pero, a diferencia de Dora, Marta perdió a su madre demasiado pronto y se quedó en el camino; por eso tuvo siempre la sensación de estar «a medio hacer». Esta comunión especial entre las dos mujeres que importaban para Gael (Marta y su abuela Dora) está simbolizada por el olivo; el olivo sembrado en el patio de Dora, símbolo del amor, del hogar, de un mundo feliz, del paraíso perdido; y la rama de olivo que se tatuó Marta en la nuca para recordar a su madre; «para sentirla siempre ahí, a ella y a sus lecciones, a mi espalda, guiando mis pasos» (p. 90).
«La vida es una hoja que se presenta en blanco ante nosotros cuando nacemos», dice Gael (p. 215). «Vivir no es más que ir llenando ese papel con tachones». Ya decía el empirismo inglés que nuestra mente al nacer es una tabula rasa, y que lo que llamamos alma no es más que el conjunto de nuestra experiencia, de nuestros recuerdos. Pero Elvira Sastre dice algo más: que esa hoja la llenamos con tachones pero esos tachones son nuestros errores, no «los renglones torcidos de Dios», como diría Torcuato Luca de Tena. Somos nosotros quienes nos equivocamos. Nosotros quienes nos corregimos. Gael no le da la mano a Dora para cruzar el río, sino que se la tiende desde la otra orilla. Uno debe dejarse llevar pero no por los otros sino por el latido que tiene dentro, y «cuando uno se deja llevar, se reencuentra. En eso consiste ser libre» (p. 248).
El beso de Marta «ardía y tenía cierto gusto a madera de roble». «Marta guardaba en su boca el sabor de los campos» (p. 74) y Elvira Sastre, alejándose de los territorios de Platón, llena su vida de experiencias anímicas que entran por los sentidos; se cuecen en el crisol de la emoción, el sentir del corazón se cuece en el temblor de las sensaciones como había dicho Hume. En el latido. Y su mundo es un conflicto entre los contornos borrosos que brotan del corazón y la necesidad imperiosa de agarrarse a los perfiles nítidos.

Elvira Sastre
Seix Barral, 2019
264 páginas
18 €

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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