/ por Ricardo Labra /
Ya decían Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma que el poema —y por extensión toda composición literaria— está dotado de una virtualidad autónoma capaz de producir significados. Lo que traducido en román paladino quiere decir que la escritura es una forma de autoconocimiento, y que uno cuando se pone a escribir, por muy claras que tenga las cosas, nunca sabe con certeza lo que le espera, o mejor dicho, lo que la escritura pueda revelarle. Esta experiencia se encuentra igualmente en la lectura. El lector, en numerosas ocasiones, no puede explicar por qué un texto aparentemente diáfano le revela unos significados imprevistos, que de pronto le iluminan el sombrío reducto donde habitan sus sombras más emocionales. Es como si los diáfanos renglones fueran a veces trampantojos de otra escritura encubierta, que el lector va descifrando.
Siempre me ha llamado la atención la conocida pintura de Salvador Dalí en la que una niña levanta con curiosidad el lienzo marino, como si fuera una manta cósmica, para encontrar debajo a un apacible can, casi como un regalo —al que solo le falta el lazo— de sus más oníricos deseos y de sus más profundas obsesiones. A Dalí niña ese cánido, anulada la fluctuante caligrafía de las olas, le impedía apaciblemente pasar más allá de la orilla de su morbosa curiosidad. Dalí, en ese lienzo, pone en juego dos representaciones oníricas: la niña como proyección de sus ambiguas obsesiones erotómanas y el perro como proyección de los miedos de la niña. El perro se convierte así en todo un símbolo encubridor, en el apacible cancerbero del infierno daliniano. Toda una trama de significaciones encubiertas que el espectador del cuadro amplifica, intuye, dilucida y revela. El cuadro daliniano, desde la antinomia de su ingenua y paradisiaca representación, resulta sinestésico, porque el espectador no sigue el trazado de unas luminosas pinceladas, sino la sombría huella caligráfica de una trama interior.
Este fenómeno, por el que también transita la pintura —y en realidad todas las artes—, es mucho más característico de la escritura, como arte netamente temporal. Ya nuestro marqués, el marqués de Santillana, con proverbial acierto definió como fermosa cobertura el lazo caligráfico que enlaza y anuda los conceptos. Una fermosa cobertura que quizá sirva como compensación —y estímulo— al esfuerzo que el lector tiene que realizar por descifrar la escritura superpuesta del texto que está leyendo. Y que tal vez funcione como los hipnóticos cristales de color a través de los cuales Juan Ramón Jiménez observaba el paisaje de niño; o a veces como una lupa y, en otras ocasiones, como un telescopio para observar la realidad.
Algunos escritores, generalmente los más bisoños, suelen ofenderse si algún lector desvela públicamente el argumento de una de sus obras, como si la novela o el cuento fueran simplemente un folletín o un melodrama, cuya principal función se concretase en encadenar, con mayor o menor acierto, una trivial sucesión de acontecimientos. El argumento o la trama no dejan de ser, en la mayoría de las ocasiones, una envoltura, una fermosa cobertura, un pretexto a través del cual el escritor suele contarnos otras cosas de mayor calado y enjundia. Hay novelas y cuentos que a través de una trivial anécdota son capaces de describirnos el mundo que nos rodea o de poner en orden los significados más profundos de nuestra propia existencia. Franz Kafka no nos habla de un hombre que se transforma en escarabajo, como metáfora solo de la enfermedad, sino de la incomunicación humana, con todas las connotaciones que conlleva. La escritura, afortunadamente, tiene muchas texturas superpuestas —vuelvo al símil de la pintura—, que el lector tiene que descifrar con las luces de su experiencia y con la ayuda de su biblioteca personal. Quizá por ello, los escritores que más me interesan y que siento más cercanos suelen dejar claro al lector, a las primeras de cambio, lo que sucederá en su novela o relato, para luego contarnos lo importante, la mayoría de las veces a través de una escritura encubierta.
Todo esto dicho así, con asimétricos cristales juanramonianos, para poner título a esta colaboración quincenal o mensual —a más no me comprometo— con la que acepto la propuesta de Álvaro Díaz Huici para colaboraren en este Cuaderno. Así que a partir de ahora, querido lector, necesario cómplice, doy por iniciada esta escritura encubierta.

Ricardo Labra, poeta, ensayista y crítico literario, es licenciado en filología hispánica y en antropología social y cultural por la UNED, máster en historia y sociología cultural por la Universidad de Oviedo, Universidad en la que se doctoró en investigaciones humanísticas con la tesis Ángel González en la poesía española contemporánea (Luna de Abajo, 2019). Perteneció a Luna de Abajo (grupo de referencia ineludible para explicar la poesía y la poética de los ochenta) y fue director del Aula de poesía de la Biblioteca de Asturias «Ramón Pérez de Ayala» durante los primeros años noventa. Es autor de diversas antologías y estudios literarios, como Muestra, corregida y aumentada, de la poesía en Asturias, Las horas contadas: últimos veinte años de poesía española y La calle de los doradores; así como de los libros de relatos La llave y de aforismos Vientana y El poeta calvo. Como poeta ha publicado los siguientes libros de poesía: La danza rota, Último territorio, Código secreto, Aguatos, Tus piernas, Los ojos iluminados, El reino miserable, Hernán Cortés, nº 10 y La crisálida azul.
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