/ una reseña de Carlos Alcorta /
Juan Francisco Quevedo ―nacido en México en 1959― es un autor que ha sabido exprimir las enseñanzas que brinda el paso del tiempo para ofrecer al público lector un fruto, permítanme la metáfora hortofrutícola, en el punto justo de su maduración. Aunque lleva escribiendo desde su juventud, nunca ha sufrido la ansiedad, la urgencia por ver sus textos impresos. Ha sabido esperar el momento justo y, a partir de ahí, nos ha ido filtrando con meticulosa regularidad el resultado de los largos años de aprendizaje.

Un breve recorrido por su obra literaria ilustra este itinerario, en el que no mencionamos las colaboraciones en libros colectivos: las novelas Ana en el mes de julio (2014) y Querida princesa (2016), el libro de poemas El sedal del olvido (2017) y otros títulos misceláneos como José Simón Cabarga: una biografía (2018), Pensamiento, palabra y poesía (2018), Cincuenta años de la Peña Bolística Riotuerto: una historia que contar (2019) o Pedro Sobrado: vida y obra (2020). Y es que todo poeta, como bien sabe nuestro autor, necesita de ese aprendizaje y del dominio técnico para acertar con la forma justa y con la estructura orgánica adecuada al tipo de creación que se proponga realizar. Pero cada idea necesita un aliento diferente. De ahí viene la alternancia, en su caso, entre la prosa ―en forma de novela, de ensayo― y el verso ―en formas clásicas como el soneto o el haiku, o verso libre―. Y es que, como sabemos, la capacidad creadora de un artista no se desarrolla en compartimentos estancos: todo lo contrario, sus diferentes expresiones están mutuamente relacionadas, son deudoras unas de otras y se enriquecen entre sí. Las exigencias de la poesía, y de esto, no todo el mundo es consciente, no son las mismas que las de la narrativa. Por esa razón es necesario trabajar de acuerdo a los patrones normativos de cada género. Es un error manifiesto, aunque Quevedo lo ha eludido, escribir una novela con los presupuestos del poeta, tendente este generalmente, más que a narrar, a ornamentar con recursos propios de la poesía la narración.
La poesía es quizá el instrumento más adecuado para expresar los sentimientos personales. Gracias a las palabras del poema, el autor penetra en los estratos más profundos de su personalidad, pero el poema no es una mera transcripción notarial con carácter biográfico: tiene que ver, más que con revelar, con desvelar esas claves personales que justifican su actitud vital. En este proceso de desvelamiento, sin embargo, no podemos olvidar la técnica, que siempre debe estar al servicio de la sensibilidad, y no a la inversa, como ocurre en aquellos poetas que se enredan en florituras verbales carentes, en muchos casos, de sentido.
Sobre ello ha escrito esclarecedoras páginas Juan Francisco Quevedo en el libro Pensamiento, palabra y poesía (Septentrión, 2018), del que entresaco este fragmento:
«[U]na vez que se llega al conocimiento desde la lectura, hay dos factores esenciales, inspiración y trabajo. La primera se tiene o no se tiene; de hecho, he conocido poetas sin ella que, por mucho oficio y trabajo que le han dedicado, nunca han llegado al poema. Y viceversa, poetas que lo fían todo a la inspiración y luego no acaban nunca el poema pues lo abandonan sin más, tal y como les llega. La una sin la otra no hace al poema. Inspiración y trabajo son indispensables».
La razón última de esto es acaso que toda escritura debe nacer de una necesidad interior, ser eco de una voz profunda, y conseguir que ese eco se traslade a la página con personalidad propia, aunque sea este un asunto endiabladamente complicado. El objetivo principal para un poeta es conquistar su propia voz, esa manera de escribir que le hace único, inconfundible, esa voz que le permite expresar con plenitud tanto sus sentimientos como su visión personal del mundo que le rodea, pero esta no es una tarea fácil, ya que todo poeta es, antes que poeta, lector, y no resulta improbable que el poso de esas lecturas se vaya filtrando en la propia escritura. Juan Francisco Quevedo lo ha conseguido con creces. Cualquiera que hay leído alguna de sus obras reconocerá un estilo personal fácilmente identificable.
Juan Francisco Quevedo, como hemos dicho, poeta, novelista, memoralista y crítico de poesía, ha sabido imprimir a cada uno de estos géneros ―manejando con destreza los registros de cada uno de ellos― su particular forma de entender la vida, y lo hace con sus mejores armas, con un lenguaje terso, sereno, fluido, reflexivo y lúcido; un lenguaje, en definitiva, con un mismo tono íntimo y confesional, con todas las reservas que a este término hemos puesto más arriba, porque, aunque no elude la presencia de lo biográfico en sus poemas, antes al contrario, busca, con esa especie de desnudamiento emocional, la complicidad del lector a través de una claridad innata, sin los afeites de la retórica, en toda escritura ahí una dosis ineludible de ficción, pero esa ficción, esa invención, en definitiva, no presupone falsedad alguna. Hay que tener en cuenta que el poeta no miente, solo inventa la verdad, porque, parafraseando a Antonio Machado, también la verdad se inventa.
Estamos hablando, en fin, de una poesía meditativa caracterizada por una mirada condescendiente y bondadosa, aunque no falten en ella razones para el desencanto, una poesía vitalista, y sentimental, clásica y, a la vez, absolutamente contemporánea. Como diría el poeta Carlos Marzal, es una poesía temporalista, «porque trata con hondura del tiempo del hombre que la escribe y pertenece también al tiempo del lector en cualquier tiempo que la lea». Con todo, lo que más caracteriza su poesía es la falta de altisonancia, la sordina y el tono nada enfático que ha sabido imprimir en su voz. En estos versos conviven armónicamente el gozo de la contemplación con la meditación que esta provoca, las sensaciones que aportan los sentidos con la reflexión de orden metapoético y temporal («Busco la palabra precisa/ que ingrávida flota en el marco/ de la tersa piel de la patria») con la crítica moral y social.
Una mirada a este nuestro tiempo es un libro eminentemente hímnico, como constata la declaración inicial que resumo en estos versos: «El tiempo en el que vivo, el que siempre quise vivir,/ fue el nuestro, el de los dos, el de los cuatro,/ el de los dos, el de los que hayan de venir». Pero no elude ―lo subrayo de nuevo― la parte más dramática y sombría de la vida: el dolor («Vive en pasillos límpidos y estrechos,/ está en el halo sórdido que habita/ en las hirientes y ásperas miradas/ de tristes ojos yendo hacia el vacío», escribe) y la muerte, porque forman parte de la realidad del poeta, pero esa sordina de la que hablaba más arriba hace que el poeta escriba desde la mesura, con delicadeza no exenta de precisión. Al fin al cabo, en lo real conviven sin fisuras lo bello y lo terrible.
Las correspondencias entre las cosas y los seres son inacabables y Juan Francisco Quevedo sabe sacarles partido poéticamente. Sus tres secciones, con títulos esclarecedores, abundan en lo dicho: «Amor, dolor y poesía» es la primera. «Tierra, polvo, luz», la segunda, más vinculada esta a la rememoración del pasado, a la búsqueda de sus raíces, a la expresión del afecto: «Enséñame, madre, la luz/ que surge del alaba e ilumina/ la húmeda escarcha de mi infancia», escribe en el conmovedor poema dedicado a su madre.
La última parte del libro, «Pensamiento y palabra» guarda muchas similitudes con la precedente, porque los recuerdos de la infancia y los sueños que en dicha etapa de la vida se engendran ocupan muchos de los poemas. Toda mirada retrospectiva tiene un alto componente de nostalgia, pero el enfoque de nuestro autor, aun sin prescindir de ella, está tintado por un componente que la transforma: la conmiseración.
Estamos, por tanto, ante un libro que emociona desde el primer poema por la lucidez con la que el autor contempla el mundo que le rodea, por la manera en la que eleva lo cotidiano a la categoría de universal, lo efímero del día a día en realidad sub specie aeternitatis, porque todo lo que escribe, gracias a un lenguaje cercano a lo coloquial, nos suena a verdadero, a algo propio. No hay impostura ni grandilocuencia en sus poemas, y eso lo agradece el lector con el que, como ya hemos avanzado, establece un alto grado de empatía, de complicidad. Frente a lo efímero de la vida, quedará la palabra, en manos de Juan Francisco Quevedo, dotada de una verdad que la ayuda a permanecer en la memoria de sus lectores.
Selección de poemas
No son solo palabras
Debo tanto a la incólume fuerza del impulso
y el deseo, arrinconando a la costumbre,
que creo no haber dejado de besarla
al menos una vez cada día,
desde aquella lejana tarde
de un lejano año
que se pierde entre las sombras
de más de cuarenta primaveras.
Desde entonces, he ido coleccionando los recuerdos
de todos los besos de todos los días
como otros coleccionan corbatas
o desparraman bisutería entre la ropa del armario.
No sé por qué siempre supe,
desde el primer instante que probé sus labios,
que acabaríamos siendo lo que somos,
como somos.
Cerraba los ojos, le agarraba la mano;
me sentía tan bien.
Con los años y con la vida,
llegaron nuestros dos hijos
―nos hicieron tan felices―
y con ellos los estudios, el ballet,
la música, el karate y las preocupaciones.
Después la universidad
y de nuevo volvimos a estar como al principio.
Solo que un poco más viejos.
Parece mentira, pero nunca tuvimos un silencio
grave e incómodo enterrando los sentimientos.
Nunca.
Nunca la casa nos pareció vacía. Ni desierta.
Cuando ellos no están,
siempre flota el alma y el ruido de sus pasos.
Tan solo van y vienen.
No importa, la rueda de la vida girando
y tú y yo siempre firmes,
sin dejar nunca que reine ese silencio
de los que ya no tienen nada que decirse,
sin dejar que una letanía de palabras calladas,
o a media lengua,
se vaya clavando en las paredes como un espejo gastado.
Nunca dije, ni pensé,
ni en mis peores momentos:
«quiero un poco de tiempo para mí mismo».
El tiempo que vivo, el que siempre quise vivir,
fue el nuestro, el de los dos, el de los cuatro,
el de los dos, el de los que hayan de venir.
No necesito otro tiempo ni más tiempo que el vuestro.
Lo necesito como quiero y pido para poder envejecer
[sin trampas,
sin tener que tensar los párpados,
sin preocuparme de que los surcos del pasado
vayan invadiendo mi rostro.
No quiero, no necesito un cirujano plástico
que disimule la vida cuando me vea reflejado en
[vuestros ojos.
No quiero pensar ni en comida macrobiótica,
ni en las mancuernas pesadas del desaliento.
Me basta con este tiempo nuestro,
el que me corresponde compartir con vosotros.
El rojo de tus labios
Si pudiera atrapar la madrugada,
tejería un manto de amaneceres
para vertebrar de armonía el alba.
Si tuviera la palabra precisa,
lanzaría al cielo un tapiz de letras
para hilvanar una lengua encendida.
Si supiera desarmar a la noche,
bordaría las estrellas del cielo
en el palpitar desnudo del hombre.
Si hubiera un firmamento de promesas,
prendería sobre tu inteligencia
una tiara de marinas turquesas.
Si se callara el rojo de tus labios.
¡Ay, si se callara! Si se callara,
vagaría por los graves silencios
de un mortecino mundo sin cordura,
con carámbanos punzantes de hielo
arrastrándonos hacia la locura.
Una luz incierta
Los besos de los amantes resuenan
entre la multitud dispersa,
entre el sordo bullicio atormentado
que se escucha y amplifica con los años.
Acaso ya nadie ha vuelto a recordar
cómo se propagaban nuestras risas
por las losas de las calles mojadas,
acaso han renegado y han olvidado
cómo se iluminaban nuestros ojos
al descubrirnos en una mirada.
Acaso ya no conocen, no saben,
cómo se entrelazaban nuestras manos
en mitad del estallido violento,
en el temblor de dos cuerpos que se aman.
Los amantes
Los reflejos nocturnos proyectan otras sombras,
con una sugerente expresión para el amor:
La del día que jamás hubiera de llegar.
Nunca alborea en el cielo de los enamorados;
ellos viven un sutil y suave sueño eterno
en la luz incólume de las noches perpetuas.
Polvo y ceniza
Nunca la espera de unos labios
que lloran la ausencia y la pena
de los besos aún por darte
―que jamás te podré ya dar―,
fue tan cierta y desesperada
como cuando te advertí lejos,
tan lejos, tan inalcanzable
como las angustiosas llamas
que iluminaban mi dolor
al saberte polvo y ceniza,
polvo en la tierra que te guarda,
ceniza en la exacta memoria
que perfila en el fiel recuerdo
la verdad, fatal y certera,
de todo aquello cuanto fuimos:
Frágiles pétalos que yacen,
secos y hueros, entre las páginas
de un libro que, tal vez, un día
alguien salvará del olvido.

Juan Francisco Quevedo
Aire, 2021
126 páginas
15 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
Muchas gracias, Carlos, por esta generosa y atinada reseña. En ella profundizas en los entresijos de la escritura y nos acercas a esa verdad última, la del poeta, que pretende trasladar a los versos. Te agradezco enormemente esta lúcida, certera y profunda crítica que has dedicado a Una mirada a este tiempo nuestro
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