/ por Pablo Batalla Cueto /
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Martes, 28/12/2021. La extrema derecha portuguesa, Chega!, usará como lema para las elecciones, leo, la siguiente consigna del Estado Novo de Salazar: «Deus, pátria, família», a la que añade «trabalho». En todas las ferias fríen churros.
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Se preguntaba William Godwin, precursor del anarquismo, a quién salvar en caso de incendio, si a Fénelon o a su propia madre, que puede que fuera tonta. «¿Qué magia hay en el pronombre mío, que anula las decisiones de la verdad eterna?», se preguntaba.
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Una pedagogía en la que insistir: es mentira que el neoliberalismo no quiera Estado. Lo quiere, lo necesita, pero organizado fiscalmente de otra manera: impuestos solo para los pobres y, con ellos, pagar sinecuras y rescates para los ricos.
Miércoles, 29/12/2021. Leo que Valérie Pécresse, la candidata de Los Republicanos a la presidencia de Francia —a la que las encuestas pronostican ahora el paso a la segunda vuelta frente a Macron, y de la que leo también con sorpresa que estuvo estudiando ruso de joven en un campamento de las juventudes comunistas en Crimea— se describe a sí misma como dos tercios Merkel, un tercio Thatcher. Me divierte esto de pensar en los líderes políticos como recetas, como potajes. Isabel Díaz Ayuso, barrunto, sería un tercio Thatcher, otro la vieja franquista que decía «el Sagrado Corazón de Jesús nos ayudará» en el vídeo aquel y otro la niña de El exorcista.
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Una cita de Kierkegaard que no sé si comparto, pero que me gusta, y en la que me parece interesante pensar: «Sea lo que sea que una generación aprende de otra, aquello que es genuinamente humano no lo aprende de la generación anterior. [… N]inguna generación ha aprendido de otra a amar, ninguna generación comienza en otro punto que no sea el principio».
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En una ocasión, leo, Henry Adams se encontró en París a Victor Hugo en una sala, sentado en un trono, rodeado de gente, todos en silencio que, finalmente, Hugo rompió diciendo solemnemente: «Quant à moi, je crois en Dieu!». Calló de nuevo la concurrencia hasta que una mujer dijo: «Chose sublime! Un Dieu qui croit en Dieu!».
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Juan Luis Nevado: «Cuando un imbécil quiere hacerse el listo y entrar en debates conceptuales recurre a la etimología».
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Max Weber: «La política estriba en una prolongada y ardua lucha contra tenaces resistencias para vencer, lo que requiere simultáneamente pasión y mesura. Es del todo cierto […] que en este mundo no se arriba jamás a lo posible si no se intenta repetidamente lo imposible».
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Leo que Ortega y Gasset detestaba en lo personal el arte contemporáneo, pero lo apreciaba por una razón: debido a sus cualidades esotéricas, posibilitaba la separación que anhelaba entre élites y masas.
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Nathaniel Micklem en The theology of politics: «Todos los problemas políticos son, en el fondo, teológicos. Es cierto que las etiquetas religiosas que portan los hombres no dan pistas seguras sobre sus opiniones políticas, pero es obvio que lo que piensa o no piensa acerca de Dios y el ser humano y el significado de la vida tiñe, o incluso determina, la perspectiva política de un hombre».
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Un poema de Karmelo Iribarren:
MALOS TIEMPOS
Ándate con cuidado.
Que no se entere nadie
de que lo pasas bien,
que tu vida funciona
y eres feliz a ratos.
Hay gente que es capaz
de cualquier cosa,
cuando ve una sonrisa.
Jueves, 30/12/2021. Algunas sorprendentes conversiones recientes, de conocidos fustigadores que de pronto devienen trovadores del consenso y la utilidad, defensores numantinos del gobierno de coalición, me hacen acordarme de cierta paradoja de la migración masiva del PCE al PSOE de los años ochenta (aquella por la cual llegó a decirse en Cataluña que el partido más grande de la región era el excomunista). En no pocos casos, los migrantes habían sido comunistas ortodoxos, de los que se revolvieron contra el abandono estatutario del leninismo decidido por Carrillo, pero después se volvieron típicamente más dóciles que los socialistas pata negra. El PSOE, un partido todavía pequeño aunque sus éxitos fueran grandes, necesitado de cargos para llenar la inmensa cantidad de poltronas amasada en su paseo militar de 1982-1983, no tuvo inconveniente en premiar con ellos a estos excomunistas, muchas veces profesionales con estudios superiores, inteligentes y capaces. Pero con la zanahoria venía el palo: debían ser obedientes. Como despertaban, además, los recelos de los viejos socialistas, que nunca dejaron de sospechar en ellos el peligro del quintacolumnismo, también tenían que esforzarse por demostrar que eran de fiar. Y aquel era, para más inri, un contexto de crisis económica y falta de oportunidades, también para aquellos titulados: empezaba a ocurrir que una carrera universitaria no garantizase nada. Que de repente te ofrecieran un cargo (y hay quien ha vivido de él, o de encadenarlo con otros, desde entonces hasta su jubilación) era demasiado jugoso para mucha gente.
Todo esto es una dinámica muy humana, ha vuelto a darse muchas veces a una escala más pequeña, y ahora que la izquierda alternativa toca poder —Gran Poder— y lo reparte, y hay gente muy precaria que puede encontrar en ello una salvación, ese exfuribundo fustigador devenido apparatchik dócil vuelve a aparecer.
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Leo en un espléndido e inquietante reportaje sobre la ultraderecha lusitana que «el Chega hay nostálgicos de Salazar y neonazis, pero también excomunistas, gente perjudicada por la pequeña corrupción o antiguos cargos de tercera y cuarta categoría del PSD [el PP portugués] y el Partido Socialista». Entretenido y nada difícil buscar los paralelismos españoles de cada cosa, del Paco Vázquez que se suma a Neos, chiringuito ultra recién montado por Jaime Mayor Oreja, a José Javier Esparza, que viene de militar de joven en el neonazi Círculo de Amigos de Europa, pasando por la purria rojiparda.
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Moriche: «Hay peñita que vive en un universo bidimensional compuesto de solo dos sujetos ideales, enfrentados sin mediaciones: El Mal y La Militancia. Pero tras mayo viene junio, De Gaulle convoca elecciones, llegan las lágrimas y el no entender nada. Más viejo y triste que el hilo negro».
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Hay una izquierda cuya motivación fundamental es destruir a los opresores y otra de la que es emancipar a los oprimidos. Aunque ambas cosas sean concomitantes y ambas izquierdas las anhelen, cuál sea el impulso principal y cuál el subalterno determina muchas cosas a la larga. Dicho de manera cursi, no es lo mismo, aunque lo parezca en la práctica, que el amor te haga odiar que que el odio te haga amar. La emoción subalterna siempre va a esfumarse con más facilidad y sobre todo lo hará si se triunfa, siendo además que tanto el amor como el odio son emociones adictivas, que buscan su perpetuación después de haber desaparecido sus motivaciones iniciales. El odio buscará a quien seguir odiando y destruyendo, perfeccionar la destrucción del mundo demolido; buscará el amor, en cambio, a quien seguir amando y liberando; perfeccionar la belleza, la justicia, del mundo construido.
Pensar en todo esto me hace acordarme de Pasolini y el famoso y peliagudo poema aquel sobre ir con los policías, por su origen humilde, y no con los estudiantes pijos del sesenta y ocho. Pasolini amaba a los humildes y amarlos le hacía odiar a sus opresores. Uno de aquellos pseudorrevolucionarios niños bien odiaba nominalmente el mismo mundo y a los mismos malvados que él y decía luchar por lo mismo, por los mismos, pero no eran la sensibilidad ni la compasión lo que lo había traído a esta trinchera; a compartirla con Pasolini. A pesar de esta coincidencia, lo que quedara de ambos al cocer sería muy distinto. Pasolini emanciparía a los policías, los liberaría del fatum de no poder ser otra cosa que policías, construiría un mundo nuevo con ellos. El pijo enrolado en las Brigadas Rojas los mataría y, después, buscaría algún enemigo nuevo al que matar.
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El otro día un hombre trató de acuchillar a una mujer ante su hijo pequeño y después estampó dos veces el coche contra el bar en el que se refugiaron. Sucedió a dos calles de mí, estando yo en casa, y me he enterado por la prensa. La ignorada e inquietante vecindad del terror.
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Leo que San Agustín tenía esta respuesta para quienes preguntaban qué hacía Dios antes de crear el mundo: «Preparar el infierno para aquellos que plantean preguntas tan impertinentes».
Lo leo en El mal, o el drama de la libertad, de Rüdiger Safranski, un libro delicioso, como todos los de este aclamado filósofo alemán, ungido con un talento sin par para la divulgación de calidad. De lo que leo hoy, me interesa muchísimo el pasaje en el que Safranski comenta en qué consistía el mal para Schelling: en lo cerrado. Cada ser individual, razonaba, alberga un afán intrínseco por conservar su forma, sus límites, pero esto, cuando lo libramos a su propia inercia, aviva lo oscuro, lo tenebroso que hay en cada uno de nosotros, y nos aleja de Dios. El ideal de cierre es un ideal de muerte: solo los muertos están completa, verdaderamente cerrados. Vivir es abrirse, rebasarse, dar la bienvenida a lo diferente, a la inconmensurable diversidad de la Creación. Y requiere esfuerzo, trabajo, conciencia: todo lo que, en la Tierra Media que los humanos habitamos —por encima de los animales, por debajo de Dios—, nos aleja de lo bestial —del león que masacra a los cachorros del macho rival pero lo hace por instinto, por la inercia de su especie— y nos acerca a lo divino: al Creador que lo fue abriéndose, rebasándose, esforzándose, trabajando.
Veo en todo esto la semilla posible de un artículo que me gustaría escribir, aunque todavía no me siento capaz, porque me faltan lecturas: razonarle al auge ultraderechista que recorre el mundo la condición, no de mera ideología entre otras, sino de expresión del Mal; del mal teológico. La pulsión nacionalista es una pulsión sarcofágica: un anhelo de cierre, de hermetismo, de embalsamamiento, de quietud, una alergia a la diferencia, a la heterogeneidad. Todos los nacionalismos buscan algún grado de purificación de la Nación, sea aquella más agresiva (y, en el límite, exterminadora) o más amable. Y el nacionalismo es también una egolatría, por más que se trate de un movimiento colectivo y una demanda de abnegación: el nacionalista busca para sí —para su cultura, su lengua, sus costumbres, su forma de ser— la caja de resonancia de los iguales. Devorar los cachorros del león adversario.
Viernes, 31/12/2021. Un molino en la costa de Picardía, cerca de Versalles, de Camille Corot (1840):

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Preguntaron a Hobsbawm en 2002 si podía seguir reivindicando algo de los socialismos reales en Asia Central. Dijo: «Al menos les enseñaron a leer y escribir. A nosotros nos parece poco, pero no lo es».
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Estudiar la carrera fantaseando con convertirte en un José Mota de tu profesión. Acabar siendo un Juan Muñoz.
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Leo en El mal esta cita de Horkheimer, que me gusta porque expresa bien mi propia desconfianza hacia la figura de la que invita a desconfiar: «Desconfía de aquel que dice: si no ayudamos exclusivamente al gran todo, es imposible prestar ninguna ayuda. Esa es la mentira de la vida de aquellos que no quieren ayudar en la realidad y se excusan con grandes teorías de su obligación en el caso concreto y determinado. Racionalizan su falta de humanismo». Más tarde, Safranski menciona al Rousseau que, en el mismo sentido, cargaba contra quien «ama a los tártaros con el fin de quedar excusado de amar a su prójimo». Es una figura que me he topado mucho: filántropos falsos cuya filantropía consiste en predicar el sueño de una utopía solidaria, pero cuya cotidianidad es mezquina, avara. No dan de comer al hambriento, porque ya lo alimentará el socialismo cuando advenga, y alimentarlo ahora es postergar ese advenimiento: la legión debe ser famélica para que atruene la marcha de su razón. La crueldad hacia el prójimo queda así justificada por el paradójico camino discursivo del altruismo.
En cualquier caso, cuidado también con la figura contraria: hay, también, quien ama al prójimo, sin amarlo en realidad, para quedar excusado de amar a los tártaros, siendo los tártaros, por ejemplo, los hombres y mujeres que se ahogan en el Mediterráneo o se hacen jirones en las concertinas de la valla de Melilla.
Sábado, 1/1/2021. Comparte Edgar Straehle en Twitter esta cita de Grafton Tanner en The politics of nostalgia:
«[L]a nostalgia no es simplemente una emoción de recuerdo; es también una emoción de control. Nos sentimos nostálgicos cuando experimentamos una pérdida de control, cuando las cosas parecen fuera de control. La nostalgia puede ayudarnos a recuperar una sensación de control al recordarnos las cosas que un día nos mantuvieron pegados a la tierra, incluso si esas cosas nunca existieron en realidad. […] La nostalgia puede engañarte para que pienses que un período particularmente tumultuoso fue en realidad bastante bueno, y defenderlo frente a cualquiera que diga lo contrario».
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Ricardo Piglia: «El complot ha sustituido a la noción trágica de destino».
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«Permítanos por favor introducir un poco de orden en esta orgía, pues hasta en la ebriedad y la depravación se necesita ese orden», se dice, leo, en uno de los libros del Marqués de Sade, y me acuerdo de los Chicago Boys y de Pinochet. El ideal de un desenfreno total, el anhelo de que, como decía Adorno del propio Sade, no quede instante sin aprovechar, ni se desperdicie ninguna abertura del cuerpo, y ninguna función del cuerpo permanezca inactiva, necesita contraintuitivamente leyes férreas.
Domingo, 2/2/2021. Guillem Martínez: «[D]a igual llamarlo fascismo o postfacismo. Si muerde, da igual si son galgos, podencos, o ladillas. Y muerde».
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Sandra Santana en El laberinto de la palabra: Karl Kraus en la Viena de fin de siglo: «La vinculación entre misoginia y antisemitismo durante el siglo XIX europeo obedece a una demanda de emancipación, tanto legal como cultural, que se da paralelamente en ambos grupos sociales».
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Me topo en Twitter con el considerado como primer selfie de la historia: un autorretrato que Robert Cornelius tomó en 1839 utilizando una cámara construida por él mismo. Estas fotos extremadamente antiguas siempre me dan un vértigo extraño. Algo así como si, al verlas, me diera cuenta (la cuenta que no me daba cuenta de que no me daba) de que la gente del pasado remoto fue real y no personajes de un cuento que nos han contado.

Lunes, 3/2/2021. Rüdiger Safranski en El mal: «Los romámnticos, que tras el gran crepúsculo de los dioses quieren producir sus dioses por fuerza propia, se hallan ante el siguiente dilema: tienen que creer en lo que ellos mismos han producido, y se ven forzados a experimentar lo producido como recibido. Quieren admirar ante el gran proscenio del gran juego, y a la vez están como maquinadores entre bastidores. Son directores que quieren hechizarse a sí mismos».
Poco después leo en el mismo libro esta genialidad de Benjamin sobre la misión de la literatura con respecto a la sociedad y su perfeccionamiento: «No es cuestión de ponerse ante una máquina y verter sobre ella aceite lubricante, sino de echar cuatro gotas en ocultos remaches y junturas, que es preciso conocer».
Más tarde, subrayo esta larga e interesantísima cita:
«[Freud habla …] de las “grandes ofensas”. Menciona la “ofensa cosmológica” [de Copérnico], que alejó cósmicamente el mundo del centro; la “ofensa biológica” [de Darwin], según la cual el hombre procede del animal y en lo esencial sigue siendo animal; y por último, la “ofensa psicológica” [del propio Freud], en virtud de la cual el hombre mismo, como ser dotado de conciencia, no es señor en su propia casa y está dominado por el inconsciente.
No sería difícil prolongar esta lista de agravios, y en realidad ya se ha hecho. Por ejemplo, se habla de la “ofensa ecológica”, que hace sentir al hombre su notoria incapacidad de instalarse en los nexos complejos de la naturaleza. Y por fin, en época reciente, se da también la ofensa por el modelo cibernético del espíritu, que cosifica el espíritu humano a manera de una calculadora digital.
Tales puntos de vista, que representan triunfos del conocimiento, son ofensivos para la propia percepción del hombre en su función especial frente a la naturaleza, para la determinación de su valor especial. Es común a todos ellos el hecho de que incluyen radicalmente al hombre en el nexo de la naturaleza. El hombre es «naturalizado» y con ello pierde su condición espiritual. Desaparece paulatinamente la conciencia de la diferencia entre el hombre y el resto de la naturaleza. El hombre pasa a ser para sí mismo una cosa entre las cosas, un hecho de la naturaleza. […] Foucault tenía ante sus ojos esta evolución cuando, al final de Las palabras y las cosas osó expresar la sospecha de «que el hombre desaparece como un rostro en la arena a la orilla del mar».
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Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea y CTXT; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
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