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Los desterrados de Lviv

La invasión de Ucrania por Putin ha puesto de nuevo en el mapa del horror a la ciudad natal del poeta Adam Zagajewski, expulsado a Polonia con su familia por las tropas soviéticas en 1945, y sus palabras que riman históricamente con la nueva tragedia que golpea el corazón de Europa.

/ por Jorge Praga /

Las guerras ponen ante nuestros ojos lugares y mapas en los que de otra manera apenas nos habríamos fijado. En las dos guerras de Irak aprendimos a situar Bagdad a orillas del Tigris, a qué distancia de ella se encontraban Basora o Tikrit, o Mosul entre los kurdos del norte. Tras las sucesivas catástrofes que han sacudido Afganistán localizamos con prontitud Kabul, Kandahar, Mazar-e Sharif. Recorremos las fronteras de estos países, sus vecinos poderosos o modestos donde viajarán los refugiados y los perseguidos, los millones de personas que no quieren morir en esas conflagraciones inútiles. Otras guerras se quedan en la oscuridad informativa aunque sigan con su curso de muertes y destrucciones: Yemen lleva años soportando un terrible enfrentamiento interno, el cuerno de África alberga cruentas tensiones bélicas entre países o regiones…

Ucrania es ahora nuestro centro casi exclusivo de atención internacional, un país del que hasta hace pocas semanas solo habíamos escrutado la península de Crimea o las regiones orientales del Dombás. Ahora toda Ucrania se despliega en cualquier información. Sabemos de sus ciudades del interior, de sus puertos amenazados en el mar Negro, de la peligrosa cercanía de Kiev a Bielorrusia, de la alargada franja hacia el oeste, a Polonia y Moldavia. También de las fronteras, porosas por ahora a los refugiados, a las familias que huyen casi con lo puesto. Un nombre se repite en esos viajes atropellados y dificultosos hacia occidente de cientos de miles de personas: Lviv. Camino de Polonia, en tren o en coche, Lviv es la ciudad que los acoge temporalmente, y de la que las crónicas periodísticas anotan tangencialmente la elegancia de sus avenidas, su belleza heredada de siglos. Su estación de tren art nouveau —inaugurada por el emperador Francisco José en 1904— encabeza un día y otro la actualidad de convoyes que buscan desesperadamente salir de Ucrania. Lviv, muy cerca de la frontera con Polonia, siempre ha sido cruce de caminos, de gentes y de culturas. Sucesivos conflictos y descomposiciones de imperios la han rozado sin destruirla. Lo atestigua la variedad de sus nombres: Lviv, en ucranio; Lwów en polaco; Lvov en ruso; en alemán, Lemberg; Lemberik en yidis; por fin, en español y en las lenguas latinas, Leópolis.

Adam Zagajewski en la Biblioteca d’Asturies (Oviedo). Fundación Princesa de Asturias

Unos años antes de esta desgraciada actualidad de Lviv, un escritor fue haciéndole un hueco en su obra para reflejar las circunstancias trágicas que rodearon su nacimiento. Adam Zagajewski (1945-2021) vio la primera luz en esa ciudad a principios de verano de 1945. Sus padres y varias generaciones anteriores de su familia por ambas ramas, de raíz y lengua polacas, siempre habían residido allí, ocupados en empleos y actividades de lo que el escritor llama la intelligentsia: profesores, funcionarios, intelectuales, habitantes del Imperio austrohúngaro hasta 1918, luego de la República de Polonia. Los acuerdos de Yalta de 1945 cambiaron fronteras, países y la vida de sus pobladores. Polonia perdió lo que es actualmente Ucrania occidental a cambio de otros territorios de Alemania. Lviv se integró en la nueva Ucrania formando parte de la URSS. El ruso y el ucranio pasaron a ser predominantes y casi exclusivos en la educación, facilitado por la deportación de los polacos. Más de cien mil salieron de Lviv y buscaron asentamiento en las ciudades polacas del otro lado de la nueva frontera, en las que millones de alemanes eran a su vez desplazados hacia el oeste. En cierta manera, unos ocuparon el sitio que dejaban otros. La familia Zagajewski, y muchos de sus conocidos de Lviv, acabaron en Gliwice en octubre de 1945, una ciudad industrial cercana a Cracovia. Allí llegó Adam Zagajewski con cuatro meses.

Los habitantes de esas regiones estaban acostumbrados a tensiones bélicas que imponían cambios de residencia. Pero estos solían ser temporales, no definitivos. Unos tíos del escritor escaparon a Viena en la primera guerra mundial, cuidando de dejar una mermelada de albaricoques a la entrada de su piso de Lviv para contentar a los invasores y que no se llevaran nada más. Cuando volvieron, echaron en falta la confitura y muchas otras cosas. En la segunda guerra mundial se escondieron en una aldea cercana. Pero siempre regresaban a su casa, a su ciudad, recomponían poco a poco sus vidas. En octubre de 1945 el éxodo no tuvo vuelta atrás. Las familias se llevaron lo que pudieron, se instalaron en Gliwice y no volvieron nunca más a Lviv. Adam Zagajewski recoge rastros de la herida en muchas de sus obras, sobre todo en Dos ciudades y en Una leve exageración, de corte autobiográfico. En la primera escribe: «En octubre [de 1945] ya estábamos en la ciudad peor, en Gliwice. Aún estacionaba allí el Ejército Rojo y, al caer la noche, en los callejones oscuros resonaban a menudo ráfagas de metralleta (eso me contaron después) […] ¿Qué clase de ciudad era aquella? Peor. Más pequeña. Insignificante. Industrial. Ajena. Mi madre lloraba al caminar por sus calles».

Los exiliados polacos en Gliwice, los desterrados, como los denomina el escritor, nunca dejaron de pensar en Lviv, en Lvov para Zagajewski, en cualquiera de los nombres que multiplicaban una misma ciudad perdida. Algunos consiguieron un nuevo reconocimiento profesional, pero sin tapar el vacío. Otros se quedaron sumergidos definitivamente en el pasado: «Los ancianos caballeros no dejaban de recorrer aquella ciudad que no entendían. Las viejas damas se ponían sombreros que habían estado de moda hacía cuarenta años y se cubrían el rostro con una gruesa capa de polvos de arroz. Deambulaban sin ver nada. Me temo que hasta sus ojos estaban cubiertos por una capa fina de polvos. A su lado, caminaban viejos caballeros que no oían nada». El padre de Zagajewski consiguió rehacer su carrera académica y terminó por ocupar una cátedra en la Politécnica de Silesia. Pero eso no le distrajo lo suficiente de sus anhelos y recuerdos: «Pienso en mi padre, que mientras tuvo uso de razón y conservó la memoria coleccionó álbumes, libros y planos de Lvov; en mi abuelo al que en la vejez más avanzada se le embarullaban en la cabeza las fronteras entre países y ciudades y que estaba convencido de que, por obra de un milagro, había regresado a su Lvov natal».

Escenas de combate en Leópolis durante la segunda guerra mundial
Soldados ucranianos actuales

Por lógica temporal Adam Zagajewski tendría que haberse quedado fuera de esta añoranza, de esta herida. No tuvo posibilidad de llevarse ningún recuerdo ni experiencia de Lviv en los cuatro meses que allí pasó. Y sin embargo la ciudad se cruza en numerosas páginas de su obra. La insistencia de sus padres, la cabeza de sus familiares siempre puesta en otro lugar («Yo recorría las calles de Gliwice y él las de Lvov», dice de los paseos con su abuelo) caló hondo en él. Supo además darle el vuelo literario preciso para desbordar la anécdota particular y hacerla transmisible y participable a cualquier lector. Uno de sus primeros poemarios, de 1985, no publicado en español, se titula Jechac do Lwowa (Ir a Lvov), una especie de promesa o mandato que recuerda la de W. B. Yeats («Me levantaré y partiré ahora, partiré hacia Innisfree»). Los últimos versos del poema que da nombre a su libro rezan así, en traducción de Adam Gai:

no te veré nunca más, tanta muerte
te aguarda, por qué deben todas las ciudades
volverse Jerusalén y todos los hombres judíos
y ahora a toda prisa, precisamente
empacar, siempre, cada día
e irse sin aliento, ir a Lvov, después de todo
existe, quieta y pura como
un durazno. Está en todas partes

A medida que la importancia de su obra fue creciendo Adam Zagajewski se fue alejando de Polonia, cuyo régimen ponía trabas a su creación. En 1982, siguiendo a su mujer, se estableció en París. Pero Lviv siguió fertilizando sus páginas, y en alguna ocasión, sobre todo cuando los problemas fronterizos se aminoraron tras la caída del Muro, visitó la ciudad: «Una sensación de misterio: aquí vivieron mis antepasados. Aquí soñaron, hicieron planes, llevaron luto, se enamoraron, construyeron casas, murieron y visitaron a sus muertos en el cementerio. Aquí pensaron que el mundo entero era Lvov y solo Lvov. Aquí regresaban de sus viajes». La ciudad perdida, nunca recuperada. Y su vida allí que se truncó nada más nacer y que pudo ser tan diferente: «Me duele todo lo que no pude vivir allí, el gran vacío dejado por lo que nunca ocurrió, la infancia que podía haber tenido y nunca tuve, porque murió de repente […] Tal vez yo habría sido otra persona si hubiera contemplado las colinas de Lvov en vez de los castilletes de las minas de Silesia». Quién no tiene en su pasado un cruce de caminos en el que alguna de sus rutas quedó sin experimentar, frente a la que se tomó por azar o por circunstancias involuntarias. Bifurcaciones de la biografía que solo la imaginación o el arte pueden rehacer, como sucedía en La vida en un hilo, la película de Edgar Neville.

Las circunstancias bélicas que expulsaron a Adam Zagajewski de su ciudad natal reaparecen ahora otra vez, casi ochenta años después, en la misma geografía y con más dureza trágica si cabe que entonces. Los habitantes de Lviv huyen de nuevo, los andenes de su estación se llenan de refugiados que buscan amparo en los países vecinos, y que no saben si podrán recuperar su antigua vida o tendrán que empezar una nueva y dificultosa donde el azar les lleve. Para esos ucranios que pasan por Lviv en su huida hacia el oeste, Adam Zagajewski dejó en Tierra del fuego (1994, edición en Acantilado en 2004) un poema. Fue escrito unos años antes de esta terrible actualidad de la invasión rusa, pero la situación que cristaliza en sus versos se acomoda perfectamente al horror de esta guerra, y a la de cualquiera que convierte a los ciudadanos en seres desorientados sin amparo ni destino.

REFUGIADOS

Encorvados por una carga
que a veces es visible, otras no,
avanzan por el barro, o arena del desierto,
inclinados, hambrientos,

hombres taciturnos con gruesos caftanes,
vestidos para las cuatro estaciones,
ancianas con caras llenas de arrugas
llevando algo, que puede ser un bebé, una lámpara
(familiar) o quizá la última hogaza.

Esto puede ser Bosnia, hoy,
Polonia en septiembre del 39, Francia
(ocho meses después), Turingia en el 45,
Somalia, Afganistán, Egipto.

Siempre hay un carro, o como mínimo un carretón
repleto de tesoros (colchas, tazas de plata,
y el aroma de casa que se evapora rápidamente),
un coche sin gasolina, abandonado en la cuneta,
un caballo (será traicionado), nieve, mucha nieve,
demasiada nieve, demasiado sol, demasiada lluvia,
y esta inclinación tan característica,
como hacia otro planeta mejor, un planeta
que tiene generales con menos ambición,
menos cañones, menos nieve, menos viento,
menos Historia (este planeta, por desgracia,
no existe, solo existe la inclinación).

Arrastrando las piernas
van despacio, muy despacio
al país de Ningún Sitio,
a la ciudad Nadie
en la orilla del río Nunca.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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