Giulino di Mezzegra

Los aztecas y nosotros. Presagios del final

Pablo Batalla escribe sobre la sucesión de presagios que desasosegaron a los mexicas en los años previos a la conquista de América, comparándolos con los 'fenómenos extremos' que hoy provoca el cambio climático y formulando a partir de ello una reflexión sobre el valor que desde el ateísmo puede reconocérsele a la religión.

/ Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto /

La espiriençia nos enseña y la Escritura Sagrada lo aprueua que quando alguna gran tribulación a de venir, o Dios quiere demostrar alguna cosa notable, primero muestra Dios algunas señales en el cielo o en la tierra, demostratiuas de la tribulación venidera […] Y daquí es que comúndmente, antes de las mortandades y pestilençias suelen aparesçer cometas, e antes de las grandes hambres anteçeden terremotos o tempestades, e antes de las destruyçiones de los rreynos y provinçias, aparesçen terribles visiones.

Toribio de Benavente, Motolinía


Nos lo cuenta Fray Bernardino de Sahagún: «Diez años antes de venir los españoles [1509], primeramente se mostró un funesto presagio en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando el cielo. Ancha de asiento, angosta de vértice. Bien en el cielo estaba alcanzando». El fenómeno, registran las crónicas, perduró un año entero; y fue, en tanto que acontecer funesto, el primero de una serie de ocho que irían sucediéndose durante el decenio siguiente, asociados a los cuatro elementos del universo; al fuego, el agua, el aire y la tierra. Poco tiempo después de verificarse aquella «como espiga, como llama, como aurora», el templo de Huitzilopochtli ardió de modo misterioso, sin causa aparente. Más tarde, fue el templo de Xiuhtecuhtli el alcanzado por una centella insólita, sin relámpago ni trueno. Aparecerían seguidamente unos cometas en pleno día, que atravesaban el cielo de Occidente a Oriente. Una tempestad agitaría luego las aguas del lago de México, destruyendo la mitad de las casas de la ciudad. Será, después, el sexto de los presagios la voz de una mujer que grita en la noche; el séptimo, un extraño pájaro de color ceniza, capturado sobre el lago de México. Por último, el nacimiento de monstruos.

Pasaban cosas raras; raras cosas irrumpían en el mundo de los mexicas que hablaban mudamente de la inminencia de un cataclismo innombrable, inaprehensible. Objetos nunca vistos, rumores nunca escuchados. Los españoles se habían enseñoreado ya de las Antillas, donde su llegada había arrasado las sociedades allá radicadas previamente por medios tanto militares como pandémicos: enfermedades infecciosas como la viruela, el sarampión, la tosferina, la varicela, las paperas, el tifus exantemático o la peste, a las que la población nativa del continente no había estado expuesta jamás. Pero los pueblos de tierra firme aún no lo sabían, si no era en forma de aquellas confusas habladurías y trozos de aquel mundo desconocido que arribaban a, y se topaban en, las playas del Golfo. Lo que a un mexica se le pasaba por la cabeza al toparse entre la arena de la futura Veracruz un escudo, una espada, un cofre, un caballo muerto, un morrión, un mascarón de proa, no debía de ser muy distinto de lo que pasaría hoy por la nuestra a la vista de una porción de nave espacial o la osamenta de un marciano.

Varios lustros más tarde, los mismos portentos atribularán a los incas: también ellos verán aparecer en su mundo, durante años, augurios de su acabarse. Augurios del tipo de los que los nahuas llamaban tetzahuitl, palabra traducida a veces al castellano como «presagio», «augurio», «agüero», «portento», «espanto» o «cosa escandalosa», siendo todas esas cosas a la vez. No un mero augurio, sino un trípode semántico del que el augurio es una pata, siendo las otras dos el escándalo y el espanto. Fue las tres cosas la muerte de Huayna Cápac, undécimo y antepenúltimo Inca del Tahuantinsuyu, hacia 1527, cinco años antes de la llegada de Francisco Pizarro: la viruela que acabó con su vida —desatando la guerra civil entre sus hijos Huáscar y Atahualpa— era para los habitantes de su reino un mal aberrante, nunca visto, espantoso, escandaloso. Lo acabarían conociendo bien: tras la muerte del Inca, su momia se llevó en procesión desde Quito hasta Cuzco, incrementando el tráfico por la densa malla de caminos del Imperio incaico, lo que contribuyó a expandir rápidamente la pandemia, que acabaría provocando la muerte de uno de cada dos habitantes del Tahuantinsuyu.

Las sociedades precolombinas advertían en aquellas señales siniestras que el mundo se acababa, y estaban en lo cierto: su mundo se acabó. No, es cierto, el mundo, que siguió girando, que conservó supervivientes del anterior, que incluso recicló parte de este y lo mezcló, lo mestizó, con el nuevo; pero ¿quién podría convencer a los fantasmas de los americanos del año 1491 de que lo que empezó al siguiente no fue un apocalipsis con todas las de la ley? Cayeron todos los reinos, sus habitantes perecieron por millones, templos ardieron, se demolieron, todo lo que era sólido se había esfumado en el aire en el lapso de un par de generaciones. Imposible, también, persuadir a los que sobrevivieron de que cada seísmo, cada eclipse, cada tornado, cada erupción de cada volcán acontecidos durante años no habían sido la voz tonante de los dioses advirtiéndoles de lo que se avecinaba, aunque no lo fueran.

Los cronistas españoles dieron crédito a aquellas profecías que hablaban de su triunfo, puntualizando tan solo que no habían sido emitidas por las deidades falsas de los nativos, sino por el Dios cristiano, único verdadero. Pero el escepticismo ilustrado las arrojará más tarde al cajón de la superstición y el salvajismo, considerándolas extravíos de la mente humana, propios de los pueblos privados de la razón científica. Así, por ejemplo, el pertinaz fuego nocturno que los mexicas habían presenciado durante el año entero de 1509 no había sido, apuntará el historiador mexicano Manuel Orozco y Berra (1816-1881), sino una erupción casual del volcán Popocatepétl, que «aquellos espíritus enfermizos y acobardados», observándola «bajo el falso prisma de sus sentimientos», tomó insensatamente «como cosa maravillosa y perteneciente al cielo». Gentes atrasadas, «desgraciadamente, para aquellos pueblos el fanatismo era ya su único consejero», comentaba a su vez en el mismo siglo otro historiador mexicano, Alfredo Chavero (1841-1906). La civilizada y civilizadora España había triunfado para bien sobre aquellos brutos, aunque es digno de nota que era el mismo reino civilizador en el que, en 1811, tres siglos después de la conquista de América, se quiso ver en el Gran Cometa que atravesó sus cielos durante aquel año —y del que sabrá quien haya leído el Guerra y paz de Tolstói— un presagio de la derrota inminente de Bonaparte. Juan Domingo Palomar se refiere así a él en su Diario de un patriota complutense en la guerra de la Independencia:

«Estamos viendo en el cielo todo este mes de octubre un hermoso cometa en el cielo que aparece al anochecer cerca del carro del Norte, y cuanto más desaparece la luz natural, tanto más luminoso y resplandeciente se mira el cometa. Hace á la vista natural tanto bulto como la luna llena, y tiene una cola como de cuatro varas, muy ancha y como si fuese una cabellera. Dicen que permanece toda la noche y cada hora más hermoso: la cola mira al Oriente, y cuando se oculta es caminando hacia el norte. Á todos nos tiene atónitos: todos le consideran con alegría y algunos interpretan que es la señal de la libertad de la Nación, oprimida por los ejércitos de Napoleón. Empezó á mostrarse á nuestra vista por Agosto».

No estaba tan lejos la psique de los españoles de 1811 de la de los aztecas de 1509, una y la misma psique en realidad: la psique humana, ahormada por el doble troquel de la esperanza y el miedo, sustratos del mito. En taparrabos o en pantalones, sosteniendo una lanza o un smartphone, el homo sapiens sapiens se llama así porque no solo sabe, sino que sabe que sabe, tiene noticia de la seguridad de su propia muerte, y esa insoportable conciencia lo lleva a escrutar el mundo en busca de asideros mentales a la idea consoladora de un cosmos trascendente, poblado de dioses que lo observan, lo escuchan, le advierten, lo premian, le castigan, pero en última instancia están ahí y son la clave de bóveda de algo que sin ellos se desmoronaría; dan sentido al sinsentido de un firmamento inerte y una vida creada para nada, fruto de un mero azar ininteligente. Quienes vieron en el Gran Cometa un presagio de la derrota de Napoleón acertaron por cierto: Bonaparte fue derrotado.

Despreciamos, seguimos despreciando, las profecías, a los profetas, pero tal vez las profecías, al menos las del final de las cosas, siempre hayan acertado, pues todas hayan sido la digestión religiosa del hecho de que un mundo se acababa efectivamente: no en vano los climas proféticos, milenaristas, son propios de las eras de transición, de la Palestina del siglo I antes y después de Cristo, en trance de ser conquistada por Roma, a la Europa de la Reforma y la pre-Reforma protestante, pasando por la protofeudal del año 1000. O, en versión más pedestre, la España del desarrollismo, con su Palmar de Troya y sus apariciones de Garabandal. Un mundo se muere, la muerte desasosiega y ese desasosiego alimenta el éxito de los predicadores, que advierten de que el mundo cambia y lo hacen con el vocabulario inflamado de la escatología, pero no mienten, ni yerran, en el diagnóstico: la agonía del mundo ocurre de veras.

Dos centurias más después del Gran Cometa, ¿sí somos diferentes los hombres y las mujeres del siglo XXI? Ciertamente no vemos —la mayoría no lo vemos— un mensaje de Dios en, por ejemplo, la ola de calor que sacudió la costa occidental de Canadá el año pasado, provocando la muerte, cocidos literalmente en sus conchas, de miles de mejillones en los pedreros del área de Vancouver, cuya putrefacción llenó durante días el aire de un olor pestilente; algo que los aztecas sí habrían interpretado como advertencia divina. Tampoco lo vemos en los cielos anaranjados, diabólicos, de una tormenta de polvo sahariano en lugares a los que nunca había llegado el polvo sahariano. Ni en las inundaciones monstruosas que devastaron Alemania en 2021. Ni en la pandemia de COVID-19, ni en el regreso de la guerra a parajes que se habían olvidado de la guerra, y la creían imposible: morre xente que nunca morrera. Tampoco lo escucharemos en las superbacterias, resistentes a los antibióticos, cuya eclosión se espera para los próximos años. La ciencia nos explica hoy el mecanismo real de las cosas y que no es que Dios nos castigue, sino que la quema de combustibles fósiles ha generado un efecto invernadero que calienta el planeta, desequilibra las temperaturas y en ese reajuste desata tempestades extremas y nuevas; y también una sociedad globalizada y próspera, pero cuya victoria, como todas, lleva la simiente de su propia destrucción: más gente moviéndose por más sitios significa microbios que circulan más rápidamente, que más velozmente mutan, que más raudos se vuelven resistentes a sus remedios. La historia y la sociología, ciencias también, nos cuentan a su vez lo que todo esto provoca en el seno de la polis: el odio, el fanatismo, la guerra, el genocidio. El asalto de hordas fascistas al Capitolio de Washington o a una sede sindical italiana, el arrasamiento de Ucrania por una invasión rusa, también son fenómenos extremos. Y es curioso, por cierto, cómo el aviso de sus estallidos futuros nos llega del mismo modo que llegaba a los aztecas, solo que no a playas literales, sino a las digitales: morriones de conquistador extremeño y alabardas de los Tercios de Flandes que advienen anunciando sed de sangre a las costas de nuestro timeline de Twitter o de Facebook, de nuestra cuenta de Telegram o Whatsapp.

Sabemos asimismo, por la antropología en este caso, que Dios, cualquier dios, es una creación a imagen y semejanza de los hombres, que en la incerteza angustiosa de un mundo despiadado, en que la muerte puede sobrevenir en cualquier momento, trasladan al cielo su modo de vida, sus costumbres, sus valores, transformándolos en mitos, para sentirse premiados por cumplirlos y proveerse de sensación de control. Lo sabemos, y no creemos ya en Dios. Y sin embargo, nuestra conversación espontánea sobre estas cosas no deja de seguir nombrándolo y creyéndolo con nombres diferentes. No es inhabitual escuchar, en interlocutores intachablemente progresistas, escépticos, ateos, maneras de referirse al cambio climático, deístas involuntarias, del tipo de que la Tierra nos manda un mensaje. Algo en nosotros se resiste al desencantamiento del mundo al que se refiriera Weber, como un niño huérfano que anhelara al Padre, a la Madre, y los inventara; trazara sus contornos inexistentes en el aire vacío de su desvalimiento. Y cuando bajamos la guardia, seguimos fabulando un universo animado y vigilante. Lo sospechamos incluso en aquellas catástrofes que, en principio, no pueden achacarse al cambio climático, del volcán de La Palma a tal o cual terremoto; cotidianidades tectónicas que seguramente se hubieran producido de cualquier manera, con máquina de vapor de Watt o sin ella, en un planeta que nunca fue estático. No se puede negar la agudeza de Juan Antonio Martínez Camino, portavoz a la sazón de la Conferencia Episcopal Española, cuando señalaba en 2012, tras el descubrimiento del bosón de Higgs y la rápida aplicación para él del nombre periodístico partícula de Dios, que llamaba la atención la rapidez con que una sociedad secularizada buscaba nombres teológicos para sus grandes descubrimientos.

Puestos a ser honestos en estas horas amargas, quizá debamos reconocerle a la religión —y quien esto escribe es ateo y apóstata, sin que esté entre sus planes dejar de serlo— que siempre nos advirtió de las cosas terribles que hoy suceden, de su posibilidad, y que no hubieran sucedido si no hubiéramos pecado sus pecados capitales, toda una ontología infinitesimal del capitalismo; si no hubiéramos sido soberbios, avariciosos, glotones, perezosos en dejar de serlo. Dios no existe, pero Dostoyevski estaba probablemente en lo cierto cuando nos advirtió, por boca de uno de los hermanos Karamázov que, matando su creencia, todo pasaba a estar permitido, y eso no conducía a lugar bueno. Podemos no compartir sus admoniciones contra el hedonismo, debemos no olvidar que el ascetismo pregonado por las iglesias cristianas ha causado muchísimo dolor a muchísima gente durante muchísimo tiempo, pero cuesta no dejarse seducir por Alonso Pinto Molina, católico reaccionario en sus propias palabras, cuando escribe lo siguiente en su Colectánea: una cruzada contra el espíritu del siglo; un libro bellísimo de aforismos y reflexiones breves:

«En las antiguas invasiones costeras, apenas los barcos enemigos aparecían en el horizonte, se encendía un fuego en la torre de vigía más cercana. De inmediato la segunda torre replicaba el fuego de la primera, la tercera la de la segunda, y así sucesivamente hasta comunicar la noticia a todo el territorio para preparar la defensa. Las torres estaban en los lugares más elevados, y a una distancia entre sí ni tan grande como para perderse de vsta, ni tan pequeña como para retardar el mensaje. La tradición tiene un modo parecido de comunicarse. Cada generación que presencia una amenaza alerta a la generación siguiente por medio de alguna señal, sin entretenerse en dar detalles de lo que ha visto ni perder tiempo con argumentaciones. Pero esta forma de comunicación es la que desconcierta a los progresistas, que se niegan a alertar de algo que no han sufrido y a da fe de lo que no han visto, y cuyo rasgo característico consiste en negarse a que la Humanidad avance mientras hablan constantemente del Progreso. Están dispuestos a condenar a las generaciones a un continuo retroceso en la historia, a que regresen para cerciorarse de lo que otros ya han visto, condenándonos así a la experiencia en vez de beneficiarnos de ella. Así como el fuego simbolizaba el peligro, y quien no lo transmitiera a la siguiente torre sería responsable de las desgracias que sufriera la ciudad, así quienes no transmiten las tradiciones cristianas en las que se previenen los peligros, por quererlos experimentar ellos mismos, son responsables de las desgracias que acaban por infiltrarse en una época. También las tradiciones están repletas de formas simples como el fuego, porque como él su misión no es dar un informe detallado de la amenaza, sino una señal de que es real. Por medio de esta simple señal, podemos aprovecharnos de la visión de quienes contemplan la amenaza sin exponernos a su peligro. “No te dejes llevar por la lujuria”. He aquí el fuego. Debe transmitirse así, simplemente, pues el tiempo necesario para convencer a todos los hombres de su verdad con argumentos es el tiempo que necesita la lujuria para invadirlos, y es eso precisamente lo que se intenta evitar. No hace falta que cada generación espere a ser invadida. Los hombres del pasado están en primera línea contemplando la amenaza: ya han sido invadidos por el hedonismo, ya han sufrido sus furores, ya ha devastado a las familias y han cundido las enfermedades. ¿Por qué esperar a que el enemigo avance tierra adentro hasta llegar a nuestra posición?».

Se avecina en nuestros días un apocalipsis que, como el de los aztecas, no lo será en realidad, aunque también tendamos a imaginarnos uno: la destrucción completa —bella, esbelta, en el horror— de la humanidad que acometería un dios harto, resuelto a castigarnos. Seguramente los tiros no vayan por ahí. El Antropoceno es una cosa muy seria pero no la destrucción del planeta que a veces fabulamos hiperbólicamente; ni tan siquiera —aunque esto es menos seguro— la de la humanidad. Probablemente los desastres que vienen, con todos sus horrores, se parezcan menos a un castigo divino que a un no-castigo existencialista: parcial, incompleto, gris, mediocre; duro pero que no impida que la vida se recomponga entre los escombros. El mundo seguirá girando después de este derrumbe durante el cual todos seremos, a la vez, aztecas y españoles, demoledores y demolidos; conservará supervivientes de este, reciclará, incluso, parte de este y lo mezclará, lo mestizará, con el nuevo. Pero ¿quién podrá decirnos que no ha ocurrido un apocalipsis cuando se complete lo que así profetiza Michael Malloy?:

«En el futuro próximo, nos será negado el privilegio de un apocalipsis. No habrá un momento en el que fuerzas externas detengan la empresa humana de manera sumaria y magnífica, porque no habrá un fin reconocible. Al igual que un motor que comienza a jadear, chisporrotear y descomponerse, el crecimiento en expansión de nuestra economía comenzará a verse socavado por las dificultades intratables de adaptarse a estas nuevas condiciones. En esta muerte por mil cortes, un desastre agrava el anterior, cada incomodidad se acumula a la precedente. Las tensiones del tráfico internacional y el comercio se irán volviendo cada vez más hostiles a la infraestructura existente. La inestabilidad, la guerra y la escasez de recursos se incrementarán, pero gradualmente y de manera desconectada. Las malas cosechas irán siendo un poco más frecuentes, las inundaciones un poco más poderosas, los incendios forestales un poco más mortales. Pero ya lo sabemos, porque este proceso ha comenzado ya. Nuestra deuda ha vencido y los pagos han comenzado».


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea y CTXT; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).

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