/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 17/5/2022. Hay en la pared de mi habitación un cuadro que tiene medio siglo y yo conocí colgado del salón de mis abuelos maternos, en Villaviciosa. Lo pintó en 1971, por encargo de mi abuela L., Guillermo Simón, un meritorio artista local especializado en paisajes asturianos, fallecido en 1981 y al que hoy homenajea una estatua en el parque Vallina, detrás del Ayuntamiento. Representa el primer paisaje que mi abuela conoció: Grases, su aldea natal, y concretamente una vista del sencillo puente que atraviesa el río Valdediós en las cercanías de la iglesia de San Vicente. Vemos el camino que conduce a él, un prado con balagaresy del que se ve la portilla de entrada a su lado y, en la otra orilla del río, una vista lateral de la casa en la que nació mi abuela allá por 1935: un molino que hacía que ella y sus hermanos fueran conocidos en la zona como los del Molín. La composición muestra —le parece al lego en arte que soy— la pericia de Simón a través de la una trabazón habilidosa de líneas maestras: la horizontalidad del trazo azul del río, la verticalidad intercalada —que evoca vagamente Las lanzas de Velázquez— de los esbeltos árboles pelados que lo flanquean y, en el centro, la ligera curvatura del camino como una invitación a recorrerlo plácidamente con la mirada, con el rectángulo oscuro de la puerta de una construcción situada frente a la casa grande como punto de fuga. Alguna vez escuché contar que a mi abuela no le gustó del todo el resultado de su encargo: quería una vista frontal, no lateral, de la casa; pero el artista hizo valer su criterio.
De pequeño, cuando visitaba a mis abuelos, me quedaba ratos largos mirando el cuadro: algo había en él que atrapaba con fiereza mi atención. Y cuando mi abuela murió y la familia se repartió sus cosas, pedí quedármelo. Le retiramos el basto e innecesario marco dorado que tenía —costumbre de una época que entendía que la belleza debía ser subrayada en lugar de presentada con sutileza—, lo sustituimos por uno muy fino negro y ahora cuelga en mi propia casa. Sigo mirándolo largos ratos, igual que cuando era niño. Y hoy me he dado cuenta de que, cuando lo miro, en realidad no lo miro a él, sino que me miro a mí mismo: al que fui y al que soy, al que lo mira y al que lo miraba. Aunque la pared de la que hoy cuelgue sea otra, el cuadro convoca y despliega a su alrededor el fantasma de aquella de la que colgó y los espectros entrañables de lo que aquel salón cobijaba cuando sus habitantes vivían. Mi abuelo G. leyendo La Voz de Asturias, las cenas de Nochevieja, los juegos con mis primos, la despreocupación de la infancia, el olor de las especialidades preferidas que mi abuela cocinaba y se marcharon con ella: la torta de maíz, el pastel de arroz, les patatines redondes. En el cuadro fluye un río y contemplarlo me hace fluir en el alma aquellos ríos pequeños, que a dar en la mar fueron, y noto remitir por un momento el desamparo de la adultez. Los dedos finos de mi abuela vuelven a acariciarme, las manos recias de mi abuelo a envolver las mías, la vida a no ir en serio, todo lo consumado en el amor familiar deja de ser gesta de gusanos. El cuadro no es un cuadro, sino una puerta intertemporal; la verificación literal de aquello a lo que Benjamin llamaba aura: la aparición de una lejanía.
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Leo que, hace unos años, apareció esta carta al director en el blog del diario Público:
«Si lo que quiere insinuar es que la capital de Madrid ha causado el español sobre las naciones periféricas, no sé qué decir. En España el actual presidente del Gobierno es gallego, los dos partidos que se alternan en el poder fueron fundados por Galicia y la democracia actual nació después de la muerte de un dictador gallego cuyo ejército se rebeló contra un presidente del gobierno gallego pocos días después del asesinato de un político de la oposición que, qué son las cosas, también era gallego. Eso sin mencionar que la República vino después del fracaso de la Restauración, fracaso que muchos atribuyen a la inestabilidad generada por los asesinatos de dos presidentes… ¡gallegos!
Total que, en todos los aspectos, la historia de la política española en los últimos cien años podría resumirse como una lucha entre gallegos. Por supuesto, los que viven en Madrid han contemplado la batalla en la primera fila».
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Leemos hoy que «los médicos que no practiquen abortos por objeción de conciencia en la sanidad pública tampoco podrán hacerlo en la privada». Es decir: hay médicos que no practican abortos por objeción de conciencia en la sanidad pública, pero lo hacen por la privada. Estos son mis principios; si me paga, tengo otros.
Miércoles, 18/5/2022. Un poema precioso de Cristina Peri Rossi, «La falta»:
Hay gente que le pone nombre
a su falta
les falta Antonio o Cecilia,
un viaje a África
o un millón de pesetas
un pisito en la playa
o una amante
un éxito en la loto
o un ascenso en el trabajo.
Los que sabemos que la falta
es lo único esencial
merodeamos las calles nocturnas
de la ciudad
sin buscar
ni un polvo
ni una diosa
ni un Dios
Sacamos a pasear la falta
como quien pasea un perro.
Jueves, 19/5/2022. Se habla del Gran Reemplazo, una vieja teoría racista de la conspiración —según la cual habría un plan deliberado de sustitución de la población blanca de Europa por gentes de color— que antes anidaba solamente en grupúsculos neonazis y ahora circula ya por los cauces del mainstream: Iker Jiménez habla de ella en su infame programa y cargos de Vox la propagan con desparpajo. Se trata, claro, de convencernos del Gran Reemplazo para que aceptemos la Gran Masacre. Ya sucedió una vez.
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Yolanda Díaz inicia por fin su «proyecto de escucha», al que pone ya un primer nombre: Sumar. Celebro que Yolanda se ponga manos a la obra y cruzo los dedos para que tenga éxito. Pero confieso que, nostálgico de pocas cosas, lo soy de que los nombres de los partidos consistieran en Partido + adjetivo designador de una ideología concreta + demarcación geográfica en vez de en sustantivos nebulosos, vaguedades semánticas e infinitivos evanescentes.
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Comenta David Pérez Martínez en Twitter que hoy es el Día Internacional de los Museos y se echa en falta que nuestro país tenga uno dedicado al legado Cajal y para la difusión de la neurociencia. La verdad es que, en un país que tiene museos y centros de interpretación de literalmente cualquier cosa que pudiera ocurrírsele a un concejal de Cultura con ínfulas, que no exista este, que podría hacerse fácilmente con material que hoy se pudre en un sótano de la Complutense, clama al cielo.
Viernes, 20/5/2022. Adelante Andalucía concurrirá a las próximas autonómicas con el rostro de su candidata, Teresa Rodríguez, como logotipo, algo que me parecería la mar de razonable que la ley electoral prohibiera. Ella defiende que se trata de «dar certeza al votante» y evitar la «confusión», porque «hay muchas candidaturas que tienen Andalucía en su nombre y son recientes». Es decir, confirma que esas candidaturas son básicamente iguales y lo único de lo que se puede echar mano para diferenciarlas es un personalismo.
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Juan Carlos I regresa a España y lo hace en desolador olor de multitudes a las que vemos gritar vivas extasiados al coche que arriba a Sanxenxo. El celebérrimo «vivan las caenas» tiene su origen en la costumbre de que la gente desenganchara los caballos del carruaje del rey absoluto cuando este entraba en una ciudad, y tirara, en lugar de los animales, de las cadenas del vehículo. Esto es la versión posmoderna de la cosa. Los juancarlistas podrían gritar esta vez «¡vivan las caeras [de titanio]!».
Es curioso este juancarlismo exaltado, porque significa cargar, no solo contra el Gobierno, sino contra Felipe VI, artífice del exilio del Emérito tanto como aquel, y a quien los círculos más enloquecidos de la reacción llaman ya Felpudo VI por no enfrentarse a Pedro Sánchez et alii con el vigor que quisieran. Se ensalza a un rey y se denosta a otro (o más bien a Letizia, considerada la bruja criptoizquierdista que sorbe el seso de Felipe con sus malas artes sexuales), y esto también convoca el recuerdo de épocas pasadas. Por ejemplo, el antifernandismo de los ultrarrealistas que ya se agrupaban en torno a don Carlos —considerando blando al Fernando VII que, por ejemplo, se negaba a restaurar la Inquisición tras el final del Trienio Liberal— antes de la derogación de la ley sálica y el nacimiento de Isabel. O, antes de eso, el fernandismo de quienes acometerán el motín de Aranjuez para destronar a Carlos IV, rey legítimo que se había vuelto ilegítimo al convertirse en un pelele de Godoy, un plebeyo casanova que manipulaba a la reina metiéndose en su alcoba y, a través de ella, a un monarca flojo, y cuyas reformas ilustradas despertaban las mismas iras que luego despertará la revolución liberal.
¿Llegaremos a ver un movimiento reaccionario de promoción al trono de Elena, Froilán o Victoria Federica, reyes posibles fiablemente reaccionarios frente a la blandura progre de Felipe, Victoria y Leonor? No apostaría por ello, pero tampoco lo descartaría. Ocurrió: por ende, puede volver a ocurrir. Elena no deja de ser la primogénita. Te amotinas agitando el odio godoyesco a Letizia, obligas a Felipe y a sus hijas a abdicar y tienes una reina castiza que va a los toros, apoya a Vox, tiene menos luces que un barco pirata y es fácil de manipular.
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Cuando sus cortesanos alaban de Juan Carlos I que «habrá cometido errores, pero nos trajo la democracia», no son cínicos, solo elípticos: alaban de él el hecho cierto de que nos trajo la [cantidad justa y necesaria de] democracia [y ni medio gramo más]. La mitología de la Transición juega con supuestos poco cuestionados, pero falaces. Uno es que la dictadura podía no acabarse y la democracia, llegar o no llegar. La democracia, en aquella Europa, en aquel momento, era inexorable: lo que estaba en juego era cuál, cuánta. Desde ese punto de vista, todo cambia y, por ejemplo, el Rey, Torcuato, Suárez, etcétera, dejan de ser gente que «trae» una democracia que podía no haber traído para convertirse en garantes de que, de todas las democratizaciones posibles, la que triunfe sea la más contenida.
He escrito otras veces sobre otro supuesto incuestionado, falso y crucial que les permitió lograrlo: el de España como un país cainita, fratricida, de natural violento, donde cualquier cambio debe abordarse con prudencia extrema para que no descarrile en una nueva guerra civil. Aquel mito sería oro molido para élites que querían integrarse en estructuras en las que una España dictatorial estaba vetada, pero que la democratización no llegara un paso más allá de lo imprescindible y mantuviera intactas las estructuras de poder del franquismo. Que no hubiera depuraciones de ningún tipo, como sí las había habido, por superficiales que fueran, en Portugal y que, más allá de la alternancia política, nadie con poder en el franquismo lo perdiera: esta era la obsesión de los conductores del proceso, y hasta el premio leydhóntico a los partidos nacionalistas fue en cierto sentido una manera de preservar el poder de redes informales de poder provincial que se habían conformado durante la dictadura, reconvertidas ahora en partidos regionalistas y nacionalistas de derechas.
El caso es que, incluso si se suscribe el cuento chino de que Juan Carlos nos trajo la democracia (y que lo hizo por altruismo y no por interés propio), se trata de una alabanza peculiar. Nos trajo la democracia: solo faltaba que no nos la hubiera traído. Y lo mismo con el 23-F: detuvo el 23-F, solo faltaba que no lo hubiera detenido. Tiene que estar bien esto de que te alaben por hacer el mínimo exigible de tu puesto de trabajo.
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Me parto de risa con esto que leo en Twitter: «Todos los filósofos franceses de los que oigo hablar son en plan “Jacques Pierre Andouille Poisson fue militante de izquierda a los veinte años y, a los cincuenta, escribió varios ensayos abogando por un genocidio de musulmanes. También es conocido por sus cartas de amor a su novio de diez años”».
Sábado, 21/5/2022. Decimos mucho que una Monarquía identificada solamente con la derecha está condenada a muerte, pero me temo que no es así. La historia nos demuestra que instituciones deslegitimadísimas pueden pervivir décadas a falta de una alternativa creíble.
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Hablar un inglés macarrónico es parte de la estrambótica popularidad de Abel Caballero, el todopoderoso alcalde de Vigo. Hoy Rubén Pérez, concejal de En Marea allá, a quien conozco en la Escuela de Formación de Izquierda Unida que se celebra en Mieres, me confirma lo que sospechaba: Caballero, que es nada menos que máster en Economía por la Universidad de Essex, sabe hablar un inglés perfecto, y lo habla mal deliberadamente. También fuerza el acento gallego que de natural no tiene. El gracejo castizo da votos y Caballero los quiere todos. O tempora…
Domingo, 22/5/2022. Existen básicamente dos tipos de vejez averiada y deselegante: la de Sánchez Dragó y la de Pérez-Reverte. El viejo verde y el cascarrabias.
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Una frase que resume un reinado tanto como el «que coman pasteles» de María Antonieta. Preguntan a Juan Carlos si dará explicaciones. Responde literalmente: «Explicaciones, ¿de qué? Jajaja».
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Publica el Scottish Express que el ajo está prohibido en el Palacio de Buckingham debido al odio furibundo que le profesa la reina Isabel II, y Sophia McDougall ata cabos: Gran Bretaña es un país regido por una aristócrata anormalmente longeva que vive en un castillo y teme al ajo…
Lunes, 23/5/2022. Un hostelero, en Espejo público, sobre la falta de camareros: «En hostelería se hace media jornada, doce horas. Ha sido así toda la vida». Antonio Recio no era una parodia ni un esperpento, sino un toque de realismo documental en La que se avecina.

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
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La teoría del Gran Reemplazo (“una vieja teoría racista de la conspiración, según la cual habría un plan deliberado de sustitución de la población blanca de Europa por gentes de color” – y sobre todo por mulsulmanes) es una teoría conspiracionista… que se basa en hechos reales.
https://www.dolcacatalunya.com/2022/05/extincion-e-islamizacion-la-catastrofe-demografica-catalana-que-nadie-cuenta/
Otra cosa es la interpretación de esos hechos “testarudos”, como diría Lenin. Hay gente a la que le parece formidable que el número de extrranjeros en general y de musulmanes en particular en Europa occidental crezca desde hace décadas de manera constante, y hay gente a la que no le gusta. Hay gente que se aprovecha de ello (los que necesitan mano de obra barata) y hay gente a la que le perjudica (los parados, por ejemplo). Hay gente que cree que es un hecho ineluctable y hay gente que piensa que tiene solución.
Lo extraño es que se hable tan poco de un tema tan fundamental como la demografía. Y lo grave es que se le deje la exclusividad de hacerlo a la extrema derecha.
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