/ por Pablo Batalla Cueto /
Martes, 7/6/2022. Leído en Twitter: «Un Irán-Gales se ve en calzoncillos y con el ventilador a toda virolla, no en chándal y con la bata puesta. Nos han robado la vida misma y lo más normal es que en cualquier momento alguien reaccione puede que con desmesura». Pues sí.
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Hay dos grandes temas sobre los que apenas manifiesto nunca mi opinión porque, sencillamente, no la tengo: su complejidad me desborda y no he leído lo suficiente para no decir una simpleza inservible o hacer un mero alarde de buenos sentimientos. La inmigración es uno y la prostitución, otro. No soy equidistante, no es eso. Soy no-distante; me abstengo de distar o no distar, y si acaso me inclino a pensar que gente de cuyo criterio me fío en otras cuestiones estará acertada también en estas. Pero no dejo de dudar. Lo que sí tengo claro es que hay que alejarse como de la peste de quien venga con soluciones milagreras para esos dos asuntos que son la madre del cordero, llámense abolir la prostitución por decreto y de la noche a la mañana, como si eso fuera posible, abrir de par en par las fronteras y derogar la ley de extranjería o cerrarlas a cal y canto. Ojalá fuera todo tan fácil.
Miércoles, 8/6/2022. Giorgia Meloni, líder fascista italiana, visita Andalucía para participar en un mitin de Vox. No son un partido: son una Internacional. Mientras tanto, nosotros, que cantamos ser una, no somos una Internacional: somos una calderilla de partidos ensimismados. La izquierda internacionalista es hoy por hoy mucho más nacional que la derecha nacionalista. Cada izquierda de cada país va a su bola y hay pocas instancias de colaboración entre ellas; las derechas, en cambio, son un engrasadísimo ejército global.
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Leo un poema de Laura Gilpin que me conmueve hasta el llanto, y que desde mi ignorancia en materia poética me parece buenísimo, con esa capacidad de las buenas obras de arte de concentrar en un puñado de versos una vasta gavilla de detalladas cartografías de los vericuetos de la existencia. Este nos habla de su brevedad y de su belleza, del amor y la muerte, de la fragilidad. Lo leo en inglés, y luego busco una traducción al castellano que me parece suficiente, aunque —como supongo que en toda traducción— me deja la sensación de algo extraviado con respecto al original:
THE TWO-HEADED CALF
Tomorrow when the farm boys find this
freak of nature, they will wrap his body
in newspaper and carry him to the museum.
But tonight he is alive and in the north
field with his mother. It is a perfect
summer evening: the moon rising over
the orchard, the wind in the grass. And
as he stares into the sky, there are
twice as many stars as usual.
EL TERNERO DE DOS CABEZAS
Mañana, cuando los chicos de la granja encuentren este
fenómeno de la naturaleza, envolverán su cuerpo
en papel de periódico y lo llevarán al museo.
Pero esta noche está vivo en el campo
norte con su madre. Es una noche de verano
perfecta: la luna que asciende sobre
el huerto, el viento en la hierba. Y
cuando él mira fijamente al cielo, hay
el doble de estrellas que de costumbre.
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Vendería mi alma al diablo por el premio de escribir como Tomás Sánchez Santiago:
«El extraño adoquinado que el polvo va formando sobre cada cosa. Es la mano del tiempo, que va cubriendo con insensible constancia todo lo quieto. Recuerdo aquel relato de Sebald sobre el pintor que valoraba ese concurso del polvo, para él más importante que la luz, el agua o el aire; frente a estos elementos indispensables para sostener la vida, el polvo es el gran entrometido. Un entrometido incesante. Cae sin pausa desde la misteriosa altura, después de flotar en bandadas parpadeantes desde el aire. Cuando encuentra acomodo en el azar de las superficies, apaga brillos y desdora la lozanía natural de las cosas. Trae un recado imparable en su presencia. A veces me consuela; a veces me da miedo. No sé decir nada más de él».
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César Rendueles:
«Hay gente a la que no le interesan nada los animales. Me parece muy respetable. Lógicamente, no suelen hacerse veterinarios. En cambio, a la docencia accede constantemente gente que no siente la menor curiosidad ni interés por los niños o los jóvenes. No hablo de eso tan cursi de “me gustan los niños”, sino de un cierto respeto por formas de pensar, relacionarse y sentir que no son las de los adultos. Entiendo que haya gente que no soporte a los adolescentes, pero no sé que hacen dando clase en un instituto o en la Universidad. No creo que ese interés tenga nada que ver con la “vocación”, que a menudo esconde una especie de pulsión mesiánica bastante horrible. Lo que pienso es que sin esa curiosidad previa es imposible convertirse en un buen profesional. Como en muchísimos otros trabajos».
Yo siempre he tenido claro que por nada me dedicaría a la docencia, y menos a la de secundaria. Ni se me daría bien, ni me gustaría. Pero ha sido incomprensible para mucha gente que ha llegado a insistirme en ello con una extraña indignación: «¡Se cobra bien! ¡Muchas vacaciones!». Debido a esa insistencia ambiental, he llegado a dudar o a sentirme mal por no probar, aun teniendo claro como pocas cosas en la vida, ya digo, que ni se me daría bien, ni me gustaría. Se siente uno como si disintiera del sentido común más elemental. Benditos los niños que se libraron de mi incompetencia. Ojalá se libraran también de la de otros.
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Levante-EMV: «El ataque de un jabalí en una playa “no será el último” por el auge excesivo de fauna silvestre». Me queda la duda de si con «fauna silvestre» en auge se refieren a los jabalíes o a los turistas.
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Una imagen en la que me detengo siempre que me la encuentro. En el tronco de un árbol, el círculo plano de una antigua rama gruesa, cortada tiempo ha, y, en torno suyo, el michelín leñoso del cuerpo arbóreo que ha seguido creciendo. Superamos los traumas, el horror, pero aquello que matan queda muerto, la cicatriz permanece intacta. La vida sigue, pero sigue a su alrededor, en sus extramuros.
Jueves, 9/6/2022. Emplea hoy una columnista de Público una retórica que me desagrada: la del «bajar a los barrios» y «meter las manos en el barro» que sería obligación imperiosa de la izquierda. Veo paternalismo en esta manera de razonar algo cierto, que es la necesidad de cooperación estrecha con el movimiento vecinal. Bajar al barrio, como si se estuviera por encima del barro. Meter las manos en su barro, como si los barrios fueran un territorio salvaje, incivilizado, sucio, en el que el benefactor tiene que adentrarse haciendo de tripas corazón y tapándose la nariz. Orientalismo interior.
Viernes, 10/6/2022. Jónatham Moriche: «Al final la izquierda de este país siempre se acaba estrellando contra sucesivas variaciones del mismo problema: la CNT se olvida de que tenemos que ganar las elecciones y el Frente Popular se olvida de que para ganar las elecciones antes hay que ganarse que la CNT vaya a votar».
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Fin de semana en el País Vasco y Navarra, adonde me envía La Marea en calidad de reportero dicharachero, para escribir una serie de reportajes sobre EH Bildu. ¿Quiénes son? ¿Quién les vota? ¿Qué tal se llevan los partidos que conforman la coalición? ¿Por qué se han convertido en el socio más leal del gobierno de coalición? ¿Genera tensiones esa estrategia de moderación y responsabilidad? ¿Cuánto hay de sincero en los pasos que ha dado la izquierda abertzale en materia de memoria de la violencia terrorista y asunción de su responsabilidad en la misma? Estas son algunas de las preguntas que me traen acá, donde veré a varias personas vinculadas a Alternatiba, Eusko Alkartasuna, Sortu y la antigua Aralar. Hoy visito Bilbao, Pamplona y San Sebastián, donde me alojo. Me cuentan cosas interesantes. Me cito, por ejemplo, con Maiorga Ramírez, parlamentario navarro de Eusko Alkartasuna, líder del sector crítico de ese partido inmerso en una pequeña guerra civil, con visita a los tribunales incluida. Ramírez —que cuenta con el apoyo del exlehendakari Carlos Garaikoetxea, fundador de su partido— es crítico con la deriva que ha tomado la integración de EA en EH Bildu. No cuestiona esta, pero considera que, tal y como se han hecho las cosas, EA salió perdiendo, así como, por ejemplo, Alternatiba salió ganando. Me habla de la incomodidad de sus bases con lo que perciben como una excesiva subordinación de su partido a la izquierda abertzale; a sus decisiones, sus ritmos y el transporte de su mochila. Esto también lo escucho en Alternatiba, donde una dirigente me dice, utilizando esa metáfora, que «una está dispuesta a cargar con la mochila entre todas», pero a veces se hacen duras las consecuencias de esa generosidad: que el rival te llame asesino cuando siempre condenaste a quienes lo eran. La gente de EA era acusada de traidora, de colaboracionista, etcétera, por el entorno abertzale en los años de plomo; recibía pintadas y cartas amenazantes de gente con la que ahora comparten coalición y lo hacen de buena gana, entendiendo que ha habido una contrición suficiente. Pero a algunos —me explica Ramírez— no deja de hacérseles bola que el rostro de la coalición sea Arnaldo Otegi.
Otro de mis interlocutores me traslada hoy una reflexión curiosa: la ilegalización benefició paradójicamente a la izquierda abertzale en el momento de la fundación de EH Bildu. Con muchos rostros conocidos de aquel momento incapacitados para presentarse en una lista, la izquierda abertzale se vio obligada a llenar las listas de rostros nuevos, frescos; a hacer esa renovación que siempre cuesta tanto arrancar de los aparatos partidarios. EH Bildu se benefició de esa renovación del mismo modo que el PCE de la Transición se vio gravemente perjudicado por la decisión suicida de colocar al frente de sus listas, en sus carteles, a los envejecidos líderes del tiempo de la guerra civil en lugar de a los profesionales jóvenes y modernos que se habían aproximado al partido al calor de la lucha antifranquista. Tan importante como renovarse es que lo parezca. Hay un riesgo: la inexperiencia de esos nuevos rostros, que puede hacer que, como le sucedió a Bildu, se pierdan por errores de novato algunas conquistas, como en el caso que nos ocupa la alcaldía de San Sebastián y la Diputación Foral de Guipúzcoa conquistadas en 2011, después de una gestión calamitosa e impopular de la transformación de la recogida de basuras. Pero el cómputo global es de ganancia. Ojalá, me da por pensar, algún deus ex machina obligara hoy a la izquierda que es la mía, la republicana española, a renovarse con esa profundidad y a arrojar a la basura algunos liderazgos impopulares que nos lastran, pero que no nos quitamos de encima ni con agua caliente.
Sábado, 11/6/2022. Comenta hoy mi buen amigo Mario Martínez Zauner en Twitter, inspirado por la aparente estrategia electoral de Macarena Olona de disfrazarse de folclórica de figurín para poner encima de la tele, que la imagen que Vox tiene de España es la de una tienda de souvenirs. Lo es. Pero no subestimemos la fuerza de los imaginarios de tienda de souvenirs. Que se lo digan, si no, a Miguel Ángel Revilla. O al PNV.
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Me cito en Durango, además de con la alcaldesa, Ima Garrastatxu, con el sociólogo Ion Andoni del Amo, con quien converso sobre un asunto interesante: la fuerza que ha llegado a adquirir el movimiento antivacunas en el seno de la izquierda abertzale, hasta el punto de preocupar a los líderes de esta. Del Amo tiene una tesis interesante al respecto: en un momento en el que la izquierda abertzale modera su discurso y adopta una estrategia de responsabilidad y espíritu constructivo en Madrid, emerge una nostalgia de la radicalidad que se manifiesta de diferentes maneras, y entre ellas esta. El antivacunismo es, dicho a lo bruto, la nueva ETA; una vía para recuperar eslóganes y odios de los años ochenta: al Estado que aplica las normas para combatir la pandemia, a los policías que las aplican, a la televisión a la que se acusa de manipulación… Asunto crucial para cualquier izquierda cabal: ser responsable y constructiva sin que las bases dejen de sentirse rebeldes, partícipes de una revuelta. Le ha pasado, por ejemplo, al feminismo. Mi amigo V. M., profesor de secundaria, me trasladaba hace tiempo una reflexión peliaguda en relación con ello: las charlas y talleres sobre igualdad que se imparten en los colegios y los institutos acaban siendo contraproducentes, porque el alumno acaba percibiéndolas como un sermón del sistema, que la rebeldía antisistémica natural de los adolescentes termina por rechazar. Dejan de percibirse el feminismo o la causa LGTB como movimientos revolucionarios, y eso los arruina; hace que sus contrarios atraigan a los atolondrados adolescentes con el fulgor de lo punk. El auge del TERF, el feminismo transexcluyente, es probablemente, en parte al menos, una reacción a esa pérdida del brillo de lo rebelde que padece el feminismo en un momento de éxitos nominales, en el que todo el mundo asume, como mínimo, su vocabulario: una nueva radicalidad; un nuevo vértigo de la lucha incomprendida, despreciada. Complejo asunto este.
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Aprovechando que estoy en San Sebastián, quedo de noche con T., compañero donostiarra de Facultad, con quien tomo unas cervezas y doy cuenta de unas raciones de calamares, bravas y croquetas en una tasca muy popular de la parte vieja, con fotos de levantadores de piedra en las paredes y camareros vascoparlantes. Hablamos de los viejos tiempos y de los nuevos y acabamos apurando unos tragos más en una herriko taberna, debido a mi interés de reportero en conocer una. Nada del otro jueves, más allá de la característica hucha para los presos en la barra y de un puñado de fotos en un dintel.
T. nunca fue abertzale. Le pregunto si no le tentó ese mundo y me responde que no; que siempre le parecieron demasiado sectarios. Pero también me cuenta una historia que me conmueve. T. tiene un amigo de la infancia que pasó por la cárcel. Kale borroka: T. me asegura que la implicación de su amigo en la violencia terrorista no pasó de ahí. «Sé yo, que soy friki de la historia militar, más de armas que él», me cuenta. Para bien o para mal, la ley antiterrorista y la doctrina del todo es ETA del juez Garzón eran implacables, y para el amigo de mi amigo, a quien pillaron quemando un autobús con cócteles molotov, significó más de media década en un penal a quinientos kilómetros de casa, en el cual dio con sus huesos con veinte años recién cumplidos. Fue una experiencia dura: depresión, ataques de otros presos, incomunicación… La tentación de las drogas: el amigo de mi amigo cuenta que nunca tuvo tantas delante como en prisión, ni tan fácil acceder a las que quisiera, desde el hachís hasta la heroína. Y otro problema añadido. T. hubiera querido ir a visitarle con alguna regularidad, pero el colectivo de presos controlaba estrechamente las visitas que aquellos recibían, y las reservaba para familiares y camaradas; gente del rollo, que impidiese veleidades disidentes. Así que solo podía mandarle cartas (que, por supuesto, las autoridades penitenciarias abrían y leían). Se las enviaba en euskera: «que paguen un traductor si les apetece leerlas». En ellas hablaban de las cosas sencilla y fieramente humanas de las que hablan dos amigos de veintipocos años: de fútbol, de chicas, de las andanzas y desandanzas de los amigos comunes; y aquellas misivas representaban para el amigo preso un respiradero de refrescante intrascendencia en la cúpula asfixiante de la hiperpolítica, que le ayudó mucho a no volverse loco aherrojado en aquella celda. «Yo no aprobaba las ideas de mi amigo, ni las cosas que había hecho, pero… era mi amigo», me cuenta T. Hay lealtades que encuentran su pasadizo por debajo de las trincheras y de los laberintos del desencuentro político. Y qué bueno es que así sea.
Domingo, 12/6/2022. Alberto Núñez Feijóo: «Las cosas que duran mucho tiempo son las cosas que merecen la verdad. La verdad y la mentira es aquello en lo que merece la pena dedicar una vida. ¿Para qué? Para que la verdad venza a la mentira y no la mentira venza a la verdad». El espíritu de Rajoy cabalga de nuevo, transmigrado al cuerpo de este nuevo dirigente gallego de la derecha española. You killed the man, but not the idea.
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Envejecer se parece al cambio climático. El tiempo se nos acumula en la atmósfera del alma y forma una coraza de recuerdos cada vez más tupida, que nos desbarajusta las temeraturas dando lugar a fenómenos extremos: la nostalgia, la ansiedad, la euforia equívoca de las crisis de mediana edad.
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«Un chuletón bañado en oro, el último capricho de Pilar Rubio y Sergio Ramos». Ya hay que ser hortera y paleto hasta decir basta. El dinero compra muchísimas cosas —entre otras, la felicidad—, pero no la clase.
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Alejandro Kaufman: «No es que no se pueda hablar con el demonio, sino que tiene que hacerse de un modo al menos neutro, no en su territorio y bajo sus condiciones, aunque creas que son las tuyas».
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Dos citas en Vitoria son mi planning de hoy. Entre una y otra tengo varias horas muerto que dedico a hacer algo de turismo por la provincia de Álava. Visito Salinas de Añana y, después, me allego a un lugar que siempre he tenido una enorme curiosidad por conocer: el condado de Treviño, enclave burgalés en el territorio alavés. Me encuentro un sitio bonito y apacible.
Los treviñeses quisieran ser vascos. En el municipio llamado Condado de Treviño, uno de los dos que forman la comarca, gobierna el PNV; en La Puebla de Arganzón, el otro, lo hace EH Bildu. Los letreros de las calles y los carteles turísticos están en castellano y euskera. En el pueblo de Treviño, veo un gran cartel colgando del Ayuntamiento que dice: «De Burgos en contra de la voluntad de los treviñeses / Burgosekoa trebiñarren borondatearen kontra». Y por doquier, pancartas que dicen «Trebiñu Araba da», esto es, «Treviño es Álava». Asunto curioso que me despierta una pregunta maliciosa: ¿querrían los treviñeses ser alaveses si no diese la casualidad el País Vasco no fuera una de las regiones más prósperas de España? Si se tratara de una región más pobre que Castilla, ¿no afirmarían su castellanidad con la misma pasión con que los gibraltareños rechazan tener nada que ver con los linenses? Base y superestructura: uno tiene unos determinados intereses materiales y busca los argumentos culturales que le permitan justificarlos. Siendo Álava rica, los treviñeses buscan los legajos históricos que acreditarían su pertenencia histórica a Álava. Si la rica fuera Burgos, legajos encontrarían que certificasen su honda burgalesidad. La historia, desván inmenso y contradictorio, da para todo.
Lunes, 13/6/2022. La violencia. Estos días, en mis citas con gentes de EH Bildu, escucho toda clase de posicionamientos sobre la misma, que van desde condenas tajantes, categóricas, hasta distintos grados de justificación, que escucho con sumo desagrado. La ETA del franquismo pero no la que siguió operando en democracia. La ETA que mataba guardias civiles y policías, pero no la que mataba concejales. Incluso una justificación ecologista de la ETA que impidió con sus asesinatos la construcción de la central nuclear de Lemóniz. Algún comentario oblicuo sobre que el TAV no hubiera destrozado tal o cual valle, o tal o cual derrota en materia de derechos laborales no hubiera sido posible, «cuando estaban los que estaban». No creo que la vuelta a las armas esté en los planes de nadie. Podemos estar tranquilos por ese lado. Pero no deja de ser siniestro escuchar estas apologías. Estos días he aprovechado los largos viajes en coche para escuchar un audiolibro, El eco de los disparos, de Edurne Portela, y la adaptación como audiolibro de una serie de Amazon sobre la historia de ETA: El desafío. En esta última, hoy he escuchado el testimonio de un hombre que perdió a su padre, un guardia civil asesinado por la partida del carnicero de Mondragón en 1982, cuando tenía tres años. Me sobrecoge hasta lo más hondo escuchar la voz quebrada del relato de su dolor; la vida de psiquiatras y pastillas que arrastra de resultas de aquello o su inmensa tristeza por el hecho de que, de su vida en Oiartzun, donde vivía y dejó de vivir de resultas de aquello, recuerda cosas como el ascensor del edificio en el que residían y otras intrascendencias arquitectónicas, pero nada de su padre: ni el tono de su voz, ni su aspecto, ni un momento compartido, ni una sensación. Nada. El carnicero de Mondragón cumplió menos de dos años de condena por cada uno de sus asesinatos; él lleva más de cuarenta penando el de su padre. ¿Qué justicia hay en esto? ¿Excusa lucha alguna arrebatarle a sangre fría las caricias, los abrazos, los besos de un padre a un niño de tres años, sea fontanero o guardia civil? No lo justifica, y lo cierto es que creo que la izquierda abertzale se halla en el camino de comprender y asumir que no lo justifica. Pero aún les queda mucha vereda por recorrer.
Hablo con un dirigente de Sortu sobre estas cuestiones y me responde con encomiable honestidad. Le pregunto si abandonar la violencia estuvo motivada por una reflexión ética o por la mera conveniencia política (matar ya no rentaba). «Lo segundo», me responde. Pero también me dice, y me parece sincero e interesante, que la reflexión ética llegó después, en parte motivada por la convivencia con otros partidos que siempre condenaron la violencia. Tuvieron que empezar a hablar de verdad, justicia, reparación, paz, derechos humanos, etcétera, en el discurso consensuado, y de tanto pronunciar esas palabras acabaron creyéndoselas. Me dice también este dirigente que, en lo que respecta al arrepentimiento por la violencia perpetrada u apoyada, mucha gente —sospecho que es su caso— llega más lejos en su fuero interno que en público: cuesta salir de ese armario. En Patria, una novela que me despertó sentimientos encontrados, y en la que aprecio virtudes y grandes defectos, cuento entre las primeras la reflexión que, en un momento dado, se coloca en la mente de Joxe Mari, el etarra preso: es mucho más fácil matar a un hombre que pedir perdón a su familia por haberlo matado.
Pienso que es normal indignarse —a mí mismo me indigna— la tibieza de la izquierda abertzale con respecto a su asunción de responsabilidad. La condena de todas las violencias que suele hacer me parece una trampa, una inadmisible añagaza. Aun admitiendo que hubo varias violencias en el País Vasco (las hubo: Santi Brouard, asesinado por los GAL, también tenía hijos que perdieron las caricias, los abrazos, los besos de su padre), uno tiene que responsabilizarse ante todo de la que cometió, incluso si el otro no lo hace con respecto a la suya (y, en todo caso, como Edurne Portela, no compro la simetría de la que la izquierda abertzale pretende convencernos: el Estado torturó y mató en el País Vasco y es intolerable, pero no mató a novecientas personas, ni durante cincuenta años, y aunque cualitativamente, al nivel elemental de un ser humano que sufre, no haya diferencia entre las torturas que padecieron Lasa y Zabala y las perpetradas por ETA, lo cuantitativo también es importante). Pero también pienso que, si verdaderamente queremos la paz y no la guerra, debemos ser generosos sin dejar de ser exigentes. Demandar nuevos pasos, pero que no parezca que los ya dados nos irritan más de lo que nos alegran. Y celebrarlos incluso si nos parecen insinceros —incluso si lo son evidentemente—. Un bien hipócrita sigue siendo mejor que el mal. Y la hipocresía puede acabar convirtiéndose en sinceridad. Una vez leí, no recuerdo dónde, que la identidad es una postura que, de tanto repetir, naturalizamos. Pasa un poco lo mismo con la cuestión que nos ocupa. La hipocresía es una pose que, de tanto adoptar, podemos acabar naturalizando.
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Leemos hoy que Almeida, el alcalde de Madrid, contrató limpiar la nieve de Filomena en calles secundarias de barrios ricos antes que en mercados municipales. «La lucha de clases existe y la estamos ganando nosotros», decía Warren Buffett.
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Hoy no tengo citas ya, pero visito dos de los grandes feudos de la izquierda abertzale para pulsar el ambiente: Hernani y Usurbil. En esta última villa, encuentro con espanto un grafiti pintado por doquier: una estrella roja y, debajo, la leyenda «1958-2018». El año de fundación de ETA y el de su disolución. ¿Qué sienten los que lo han pintado —me gustaría preguntarles— al recordar o el asesinato de Miguel Ángel Blanco? Yo me acuerdo estos días de lo que sentí yo. Tenía diez años. Recuerdo perfectamente cómo anunció la tele su secuestro y el ultimátum, los lacitos azules en la esquina de todas las emisoras, los minutos de silencio, las manifestaciones y cómo me enteré de que ETA había cumplido su amenaza. Y también tener alguna pesadilla con el tema. Mucho tiempo más tarde leí, no sé si será verdad, que en la autopsia del concejal detectaron una suerte de laceraciones en las mejillas: las habían provocado sus propias lágrimas; aquellos tres espeluznantes días llorando sin cesar. ¿Qué clase de monstruo celebra esto como una épica revolución?

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
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