texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas
Sale el asunto en una conversación de amigos: aquellos años en que el padre o el abuelo no nos podían ver de más, sin estar haciendo algo, y entonces nos urgían a la actividad: «La ociosidad es la madre de todos los vicios», «Las vacaciones no son para la haraganería». Nos daban esas razones contra el ocio, que en aquella mentalidad también incluía la lectura; ellos se habían educado en el culto al trabajo físico y en la alegría como un estado culpable que nadie teníamos derecho a practicar («Esto lo pagaremos», se oía decir de repente en medio de la algarabía de una celebración). El cansancio al final de la jornada era la recompensa, la única garantía de que el día no se había perdido. No se concebía la contemplación ni el ensimismamiento como quehaceres del espíritu. Fue de nuevo la poesía la que me lo reveló, la que puso en mi corazón las cosas en su sitio: Baudelaire, Rilke, Cernuda… O aquellos versos primerizos de Ángel Campos: «Si todo se pierde,/ razón de más para perder el tiempo».

Sopor extremo de la tarde urbana. Saltamontes brincando con su danza de alfileres veloces por las malezas que han crecido entre los adoquines. Chicharras acuchillando el aire que da ese olor a neumático recalentado. Estorninos emplazados a cientos en los árboles de los parques esperando ya la llamada del éxodo, que aún tardará. Pequeñas lagartijas huidizas. Son las criaturas del calor, que salen de su mundo para ponerse cerca de nosotros en estos días de calendarios inflamados.
Una mujer, alto cargo político, habla de unas ovejas que hay que sacrificar y dice que «deberán ser eutanasiadas». Hablar de la eutanasia así, aplicada sin más al mundo animal, supone degradar a propósito la posibilidad de una muerte digna para el ser humano. Pero es que precisamente lo que también puede diferenciarnos de los animales es la facultad de decidir acabar con nuestra vida cuando ya no hay otra opción o cuando vivir resulta un esfuerzo insoportable. Eso creo yo, al menos. Sin embargo, esta mujer, en consonancia con la ideología de su partido, desliza sibilinamente esa palabra hacia el mundo de las ovejas. Y si la eutanasia es cosa de rebaño, ¿cómo la vamos a asumir nosotros, los reyes de la creación? Saquear el lenguaje con perversidad es algo que practica sin reservas la ralea política. Ellos saben que las palabras se inflan como ganglios que lo infectan todo, más allá de lo previsto.
Durante la noche, las suaves ondulaciones de la cortina de loneta en el ventanal abierto del salón. Un oleaje continuo y sosegado, como si la llamada del mar estuviese más cerca en estos días ya tan largos y apalabrados con la claridad.
TEORÍA DEL FABULADOR
Que se sepa de una vez: para que algo haya sido real no tiene que haber ocurrido necesariamente. Eso neutraliza definitivamente lo cierto y lo ficticio en las narraciones. Todo allí es verdad porque está escrito. Y eso basta. Nadie debería preguntar nunca más sobre ello.
La vida se llena ahora de anuncios que urgen a aprovechar este tiempo estival. «Un verano sin preocupaciones», leo en un incitador cartel. Y hay muchos otros de intención parecida: disfrutar por encima de todo. Sabemos que luego llegará septiembre, que será un mes duro, el primero de muchos. Pero hay ese pacto tácito: de momento, el verano como un espejismo que merece la pena creerse y atravesar riendo, a pesar de todo. Precisamente porque luego van a venir mal dadas. Así que unos y otros nos disponemos a cerrar los ojos y vivir olvidando por un tiempo las sombras que ya acechan ahí (el virus desmandado de nuevo, la inflación galopante, las posibles restricciones de gas a causa de la guerra…). Creo que lo comprendo; comprendo esta actitud a favor de lo inmediato. Siempre fue así. En el Guzmán de Alfarache, cuando el barco se va a hundir y todos corren a cubierta para tratar de salvarse, hay quien va en dirección contraria hacia la bodega, donde está almacenada la comida. «Muera gato, muera farto», dice por toda respuesta cuando se le pregunta. Pues algo así ocurre en este verano de multitudes aturdidas.
Con Diego en el museo del Prado. Esta vez nos detenemos ante los cielos sonrosados de Claudio de Lorena. Y después ante esos animales de la sumisión: el gallo rojo de Metsu, el cordero maniatado de Zurbarán, el perro semihundido de Goya. Lana casi crujiente, plumas aún con tensión vital, gesto implorante del perro bajo el inmenso ocre sucio del espacio. Son seres tomados ya por la muerte. Pero por encima de ello percibimos la posibilidad de la belleza del espanto sacado fuera del mundo y encerrado en los límites del cuadro, como para hacernos a la idea de que también la pintura podría hacerse cargo de la muerte para desterrarla del mundo real, del otro mundo real. Es otra manera de mostrar que la pintura puede estar de muchos modos a favor de la vida. La vida, que traspasa el dolor al arte y lo hace bello. Como decía el poema de John Donne: «Penas de amor duelen ya menos/ si las aprisionamos en versos».

Todas las tardes ella aparece a pleno sol. Un vestido de tirantes y un pañuelo en la cabeza a modo de turbante muy ajustado. Siempre va muy cargada, con bolsas en ambas manos. Lo peculiar en ella es eso: anda un trecho y se da la vuelta bruscamente, como si se le hubiese olvidado algo. Y enseguida cambia de nuevo el rumbo de la marcha. Para atrás, para adelante; así una y otra vez hasta que desaparece. Porque ha cumplido con algo que solamente conoce ella.
El poeta verdadero siempre está huyendo. Huye de lo exclusivo. No distingue entre lo propio y lo otro. Él no tiene territorio seguro ni propiedad sino que, sin luz ni cantimplora, va pulsando palabras a tientas para reconocerlas de otro modo, para quedarse entre ellas. Nunca lo logra. Y sigue en su errabundia, consciente de que solo el asombro puede vincularlo al centro germinal de este «estar aquí siguiendo», como diría Juan Ramón Jiménez.
Las galas grasientas del aire de julio. Ruido de avispas sucias por la sangre. La estampida viscosa del sudor en medio de la noche. Y cómo hierven las sílabas que nadie ha encargado en la boca cansada de los niños. Lo tórrido, el sopor, lo pegajoso. Prosigue el calor.
DÍAS EN ASTURIAS
(Ana, Feli, Miguel)
1
En la vieja mansión abandonada, los gatos públicos olisquean con precisión vestigios invertebrados. Su pelaje tiene ya el aspecto despellejado de las alfombras viejas. Entre cardos y rosas encogidas rondan por el jardín, entregado del todo a la intemperie. Pienso en el indiano que levantó la casa un día para testimoniar ante los suyos que mereció la pena irse una vez tan lejos.
2
Impuro y desgarrado, el canto del gallo inunda los paños húmedos del alba. También al atardecer el mugido estirado y doloroso de las vacas pone drama en el campo. En los extremos del día, se hacen oír los animales de la proximidad. Conocen la luz, la reciben y la despiden con esa larga trompetería que nos concierne. En Muros de Nalón.
3
Saben los veraneantes que en el norte han de saludar siempre lo imprevisible. Inesperada, la tripería gris de un cielo nublado impone una jornada sedente. Las familias permanecen en las terrazas entre bebidas de colores melancólicos y conversaciones desalentadas, como si el verano les hubiera estafado y todo fuera un chasco inmerecido.
4
De vez en cuando, se impone sin aviso en el mundo una horterada general que crea afición. Ahora aparecen por cualquier parte los árboles de las ciudades vestidos ridículamente con labores de ganchillo. Qué estupidez: nos creemos que los amamos más si los acercamos a nuestros hábitos de decoración, y entonces ocultamos la hermosura natural de sus troncos. También es así aquí, en San Esteban de Pravia.

Un poema de Mario Gonzalo dedicado a una muchacha —quizás a su hija— que deja de ser niña:
ALREDEDORES DE TU ESTATURA
Pronto bajará un potro desatado por las amplias avenidas de tu adolescencia. Nada le cortará el paso y su tamaño ocupará tu cuerpo. Un dictamen desconocido abrirá con sus dedos tus últimas ventanas y dejará encendidas, una por una, todas las habitaciones donde esperan aún nítidas e intactas las banderas de tu juventud.
Es el deseo, que ya llega.
Tú harás caso a ese aviso, a su germinación oscura. Subirás a ese potro sin preguntar a nadie dónde te va a llevar. No temas: jamás irás tú sola. Contigo van
la libertad de amar más allá de la triste raya de lo previsible
y las manos de los dos que un día se quisieron a ciegas para darte tu nombre
y la luz blanca del invierno, que se quedó en tu piel como una nata parada a finales de enero.
[…]
Enséñanos a todos tu estatura. Y sigue creciendo, muchacha, creciendo hacia ti misma.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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